Letras
La explanada

Comparte este contenido con tus amigos

Por la tarde, mientras nuestros padres iban perdiendo la vida en el barullo de los destajos y de las horas extras, mientras nuestras madres fatigaban sus espaldas haciendo cualquier clase de faenas en casas ajenas o remendaban con fervor los ya remendados harapos que nos servían de vestimenta, nosotros, sus amados hijos, nacidos por quién sabe qué incomprensible razón, deambulábamos aburridos por las calles, hastiados del tedio familiar, de la repetición constante de gestos, conversaciones, reconvenciones y silencios que formaban una interminable serie de secuencias idénticas. Recorríamos sin mayor convicción las angostas callejas del Barrio o las anchas y relucientes avenidas de la zona residencial cercana, repletas de deslumbrantes rótulos de neón y de gigantescos escaparates llenos de aquellos juguetes tan lindos y tan caros que, por inalcanzables, nos hundían aun más en nuestra indeseada condición de niños pobres, de escoria social largamente marginada.

Nuestro Barrio era el más humilde de toda la ciudad. Vivíamos en casas de cuatro o cinco pisos, mal iluminadas, contaminadas por un extraño olor cuya procedencia nadie conocía y que nunca terminaba de desaparecer. Algunas de ellas presentaban tales signos de deterioro que a nadie hubiese sorprendido su repentino desmoronamiento. Pero nosotros, niños, en nuestra alevosa inocencia, no nos percatábamos de lo penoso de nuestra situación. Teníamos un techo, comida y cariño. Eso nos bastaba. Era casi el paraíso para nosotros que todos los días presenciábamos, al caer la tarde, a todas esas gentes que se hacinaban en chabolas hechas de cartón, hojalata y barro, o en el mejor de los casos, con maderas procedentes de muebles viejos, a menudo podridas, arrebatadas al camión de la basura.

También estaban los otros: seres solitarios, aun más pobres, que habitaban en cajas de cartón que, amparados en la caída de las sombras nocturnas, situaban ante las entradas de las lujosas tiendas atiborradas de electrodomésticos o en los zaguanes carentes de luz. A veces, la policía los desalojaba, no siempre sin violencia, y podíamos verlos caminando sin rumbo hasta que daban con un lugar más resguardado en que poder instalar por esa noche su mísera morada. Por eso teníamos la convicción de ser, en cierto modo, afortunados.

Pero esa era una convicción falsa y lo sabíamos. Lo sabíamos con esa certeza de niños que no necesita de razones ni estadísticas. Lo adivinábamos en los rostros tristes y ojerosos de las madres, siempre atareadas; en la impotente fatiga de los padres; en el gusto amargo del café que alguna vez bebíamos tras la exigua comida; en el hondo silencio que solía acompañar las llamadas del timbre a primeros de mes, cuando el hombre vestido de negro venía a cobrar el alquiler; en las miradas furtivas y carentes de esperanza que intercambiaban nuestros progenitores cada vez que uno de nosotros realizaba una pregunta que ninguno de ellos podía contestar. Que nadie podía, en realidad.

Mas nosotros no entendíamos de alquileres ni de salarios bajos ni de explotación. Era la nuestra esa edad que reclama juegos y diversiones, la edad que no comprende una respuesta negativa, que no tolera la rutina quieta de las tardes sin término. Por eso, a pesar de la penuria entrevista en los hogares, de la escasez económica, sentida en la propia hambre nunca saciada, no éramos del todo infelices. No poseíamos otros juguetes que la calle y la imaginación. Aun siendo escaso, este material solía bastarnos.

Porque además nosotros teníamos algo que nadie más podía tener: la explanada. Nuestra desbocada sed de aventuras no necesitaba más.

 

La explanada era un solar de unos tres o cuatro millares de metros cuadrados, situado en el extremo occidental del barrio de los ricos. A un lado, estaban los modernos edificios que albergaban a aquellas familias que solían mirarnos con arrogante desdén y que jamás osaban profanar las estrechas calles de nuestro pestilente barrio. Eran impecables en el vestir y refinados en el hablar, hasta tal punto que, cuando nosotros oíamos de pasada una conversación entre aquellos pazguatos bien educados, rara vez éramos capaces de comprender algo de lo que allí se decía.

Al otro lado del solar se desplegaba una amplia avenida por la que podían verse desfilar, durante todo el día, automóviles, furgones y camionetas. Más allá, una interminable hilera de casas, todas idénticas, como ventanas alineadas frente al cansancio de todos los que a diario atravesaban aquel monótono camino de vuelta a sus hogares, al final de la dura jornada. Esas casuchas habían sido construidas, años atrás, por los propietarios de la vieja fábrica de autos, para dar cobijo en ellas a los afortunados obreros de la cadena de montaje, venidos, en ocasiones, desde el otro extremo del país. Así, la empresa, generosamente, les proporcionaba un hogar sin cobrarles alquiler alguno. Al otro lado de esas viviendas, que estaban pegadas a la fábrica y que nosotros solíamos denominar “nichos”, se amontonaban otras muchas factorías, con las fachadas grises y ennegrecidas por el humo de las chimeneas. Allí era donde trabajaban nuestros padres, diez o doce horas al día, en penosas condiciones, dejándose la vista, la salud y hasta las ganas de conversar cuando, al término de la jornada laboral, nos reuníamos en torno a la pobre mesa y devorábamos todo cuanto cayera en los platos sin preguntar su origen, sin pararnos a pensar en ese gustillo amargo que a veces se nos quedaba pegado en el paladar.

Pero al fin y al cabo, nosotros teníamos nuestra explanada, y aunque estuviera en el barrio de los ricos, era nuestra porque nadie más la utilizaba ni nosotros lo hubiéramos consentido. Era nuestra porque allí nos íbamos formando, sin saberlo íbamos creciendo entre los cascotes y restos que otros arrojaban allí y las enormes ratas que pululaban de continuo por entre las basuras, sin importarles en absoluto la presencia de seres humanos. Mas no toda la explanada se encontraba llena de deshechos. Sólo la parte más lejana, la que limitaba con la carretera, como nosotros llamábamos entonces a la avenida, se veía invadida por juguetes rotos, baldosas trizadas y cachivaches de diversa índole. Cada cierto tiempo, los funcionarios de la limpieza pública, impecablemente uniformados, recogían toda aquella basura y la iban echando a un camión, que partía después con rumbo desconocido. Cada uno de aquellos inevitables saqueos nos golpeaba en el alma, era como si se hubiesen llevado una pequeña parte de nosotros mismos, de nuestros juegos y nuestras imaginadas praderas inabarcables.

Desde la zona en que vivíamos no había mucha distancia hasta el extremo de la explanada. Tomábamos dos calles a la izquierda, luego una a la derecha y ya estábamos en el barrio de los ricos. Dos manzanas más allá, era cuestión de girar a la derecha una vez más y desde allí ya se veían los primeros montones de tierra recubiertos de hierba y trastos abandonados.

Acaso lo mejor de todo fuera esa extraña sensación de libertad y de poder que nos invadía en cuanto nos hallábamos dentro de los límites de nuestro territorio. Allí nadie nos daba órdenes. No había que lavarse las manos, ni recoger del suelo cosas que nosotros no habíamos tirado. No estaban los ojos tristes de las madres ni el cansancio paterno. Allí no nos podían afrentar los niños ricos con sus altivas miradas de supuesta superioridad, ni venían los hombres elegantes a mirarnos por encima del hombro con ese gesto tan clásico de evidente desaprobación ante nuestra extrema desfachatez y nuestro mísero aspecto.

Allí éramos los únicos amos. Una piedra podía ser un tesoro; un orinal oxidado, el yelmo de un caballero andante; un trozo de madera era una espada y una zapatilla vieja la llave de los cielos. Allí éramos piratas, aventureros, pistoleros famosos y hábiles detectives, como aquellos de las radionovelas que, al atardecer, escuchaban nuestras calladas y atareadas madres buscando acaso evadirse ellas también de aquella triste existencia.

Después, antes de anochecer, antes de que nuestros padres regresaran, malhumorados y esquivos, de las ya silentes fábricas, llegaba la hora del retorno. Era la hora de pasar con el rostro pleno de orgullo, rebosantes de esa pequeña felicidad que más tarde sabríamos que era la única, bajo las iluminadas ventanas de los lujosos edificios.

Sabíamos que tras los cristales estaban los niños ricos, jugando acaso con sus juguetes caros y de vivos colores; que habrían merendado suculentos pasteles o apetitosos bollos rellenos y ahora estarían viendo el televisor o descansando en sus confortables habitaciones, empapeladas en tonos suaves, y provistas, según los rumores, de calefacción. Sabíamos que a veces nos miraban regresar de nuestros juegos, medio escondidos tras las floreadas cortinas. Intuíamos las burlas, las conversaciones al calor de sus cómodas alfombras, las inevitables comparaciones y la soberbia que sin duda les invadía al saberse protegidos y seguros en ése, su inmerecido castillo de vanaglorias y falsedades.

Era cuando el instinto nos empujaba más fuerte a refugiarnos en lo poco que creíamos poseer. Teníamos nuestro pequeño trocito de cielo, nuestra grandiosa explanada, en la que nadie más podía entrar sin nuestro consentimiento. Era nuestro mundo fuera del mundo de los otros, fuera del ajetreo cotidiano de las calles repletas de luz y del ruido insoportable de las fábricas y del inexpugnable silencio familiar. Allí, en el centro mismo de la perversa ciudad que nos cerraba sus puertas, nosotros dictábamos las leyes, organizábamos en secreto otro modelo de sociedad menos irresponsable, nos estábamos educando sin saberlo en aquel pedazo de tierra yerma, en aquellos nuestros tres o cuatro mil metros cuadrados de fantasía impermeable.

Allí, nosotros teníamos nuestra explanada y en ella desaparecía la envidia que sentíamos por aquellos niños pálidos y enclenques a quienes nada faltaba; desaparecía el odio, y también el indigno sentimiento de inferioridad. Con ellos se iba el recuerdo de tantas supuestas diversiones, de tantos juguetes caros y tanta televisión, sucedáneos insulsos de aquella, nuestra absoluta libertad; de las múltiples aventuras que la tierra, las piedras y los rincones sombríos entre tantas paredes a medio derribar nos guardaban exclusivamente a nosotros.

Pero (cómo saberlo entonces, sólo éramos niños) toda felicidad es efímera, engañosa. Un día ocurrió algo que escapaba al orden que habíamos establecido en nuestra pequeña islita de paz, algo que se clavó en nosotros y que probablemente condujo a la inevitable sucesión posterior de los hechos. Fue una tarde en la que las fábricas estuvieron inusualmente atareadas (una urgencia con rumbo a algún país extranjero, se rumoreó). Mi padre y otros hubieron de quedarse trabajando hasta pasada la medianoche. En compañía de unos pocos amigos, contando con la silenciosa complicidad o la mera indiferencia de las madres, salimos después de cenar y nos fuimos a dar un paseo por las calles. El espectáculo de la noche extendiéndose sobre la ciudad siempre nos había atraído con fuerza, quizá porque entonces aún nos estaba vedado. Sin habérnoslo propuesto, como nos sucedía tantas veces, nos encontramos frente al último escaparate de la avenida, justo al lado de nuestra querida explanada.

Ninguno de nosotros dijo nada, pero todos sabíamos lo que en verdad deseábamos hacer. Nunca habíamos estado allí de noche, y se nos antojaba una aventura mayor que todas las que habíamos podido vivir a la luz del día. Fue así como llegamos ante los primeros montículos recubiertos de aquella hierba débil y enfermiza que algunos achacaban al humo nocivo que salía por las altísimas chimeneas, a los vertidos de las fábricas. Atravesamos con sigilo las trincheras, los parapetos, los postes en los que habitualmente quemábamos a los magos malditos y arrancábamos las cabelleras de los rostros pálidos. Fue así, en medio del silencio total, impresionados por la intensa oscuridad apenas rota por el insuficiente reflejo de una luna a medio formar, como llegamos al lugar que constituía el centro de poder: a nuestro cuartel general. Allí guardábamos algunos cigarrillos conseguidos con habilidad esa misma tarde y unas cuantas cerillas sin usar, recogidas con suma paciencia en las aceras del Barrio. (En el otro, en el de los ricos, todos usan encendedor).

Al oír las palabras, fue como si un rayo hubiese caído sobre nosotros, carbonizándonos. ¡Alguien había tenido la osadía de penetrar en el recinto sagrado! Fuera quien fuese, estaba hablando en voz queda, como susurrando. Tenía todo el aspecto de un ataque por sorpresa. Pues si estaban pensando en arrebatarnos nuestro cubil, o peor, en invadir la explanada, iban a tener que pelear duro. Con cautela, sin un ruido, fuimos rodeando el lugar, apenas dos paredes formando un ángulo recto y una tercera, casi destruida por completo, cerrando lo que hubiera podido ser un triángulo irregular. Pudimos contemplar, a través de los muchos agujeros existentes en los muros, a aquellos que habían penetrado en nuestros dominios, aquellos dos adolescentes sentados contra el rincón, abrazados y besándose mientras se decían breves e incomprensibles palabras cuyo eco llegaba amortiguado a nuestros oídos. No supimos interpretar entonces que acaso fuera ése el único lugar donde podían ser felices. Durante algunos momentos no fuimos capaces de reaccionar. Nos quedamos inmóviles, viéndoles entusiasmarse en cada beso, mirándoles y tal vez deseando ser aquel niñato, estar en el lugar del chico bien vestido que besaba y abrazaba a la dulce muchacha de trenzas amarillas. Fuera el hecho en sí o la envidia posiblemente provocada, lo cierto es que nos pareció intolerable.

Ya los susurros iban descendiendo en intensidad, ya la mano de él se perdía entre los pliegues de la falda, cuando alguien (no sé muy bien si fui yo u otro cualquiera) lanzó un agudo grito de guerra y salimos de nuestros escondites, arrojándonos por sorpresa sobre el aterrorizado muchacho, que ni siquiera tuvo la presencia de ánimo suficiente para repeler el ataque. Arrodillado sobre el barro seco, lloraba y pedía clemencia, apelando a nuestra buena voluntad. He de reconocer que fuimos duros, quizá en exceso, con aquel petimetre plañidero. Algo nos empujaba a seguir golpeando, algo que nos venía de muy adentro, que no admitía razonamientos, algo misterioso e indescifrable que nos convirtió en bestias sedientas de venganza. La muchacha, acurrucada en el rincón, con las manos sobre el rostro, gimoteando histéricamente, ni siquiera sabía lo que estaba pasando. Sólo cuando el chico estuvo inconsciente y alguien murmuró: “Lo hemos matado” dejamos de aporrearle. Aun hubo quien tuvo la suficiente serenidad para apoyar la mano en el pecho del vencido para comprobar que no había muerto, que sólo estaba inconsciente o desmayado de terror. A ella ni siquiera la miramos. La dejamos allí, en su rincón, decepcionada y asustada. Nos fuimos a nuestras casas con el corazón latiendo aceleradamente y estuvimos un par de días sin aparecer por la explanada.

Después, cuando de nuevo empezamos a frecuentar el viejo solar abandonado, el lugar de nuestras aventuras y nuestras inolvidables hazañas, pensamos que nada había cambiado (pero ya estaba en nosotros, ya sabíamos) y seguimos dedicando horas y horas a nuestros juegos sin acordarnos más del incidente (pero el amargo incidente no se borraba de nuestras mentes ni un solo momento, se había quedado allí anclado, como un inesperado e indeseable huésped cuya presencia nos incomoda pero al que no sabemos cómo evitar) o al menos sin mencionarlo en nuestras cada vez más cortas conversaciones.

Volvimos a nuestras pequeñas guerras, a nuestras conquistas del lejano Oeste, a los saqueos marítimos, a los ataques sobre las ciudades costeras de nuestra imaginación, a las disputadas competiciones de fuerza o habilidad y a nuestras interminables pesquisas en busca de los presuntos criminales que nuestras mentes infantiles habían diseñado en el pasado. (Pero en cada barco saqueado había una muchacha que lloraba y tenía barro en las rodillas. En cada batalla nos rodeaban soldados con el rostro silencioso, atónito y suplicante del muchacho apaleado).

Poco a poco, sin que pudiéramos darnos cuenta, se fue formando un muro de silencio entre nosotros. La explanada ya no era la explanada.

Ahora no era más que un solar igual a cualquier otro, lleno de los mismos desperdicios y cascotes, pero sobre todo, lleno de aquella presencia que ya no podíamos borrar y que se nos había apoderado lo que siempre había sido nuestro sin que pudiésemos mover un dedo para evitarlo.

Nuestros juegos en aquel lugar fueron perdiendo, de forma imperceptible, ese excitante sabor a cosa desconocida, a selva virgen. Inútilmente tratamos de cambiar el escenario de nuestros encuentros, pero el desencanto no estaba en la explanada sino en nosotros mismos. Las calles que llevaban allí, las casas adyacentes, los escaparates, hasta los niños ricos que desde sus confortables escondites nos vigilaban con disimulo, eran los mismos. Lo que se había perdido para siempre era nuestro interés.

Después, nos dijeron que el gobierno había construido una escuela para niños pobres y que allí nos iban a enseñar a leer, a escribir y a hacer cuentas. Nos distribuyeron en diferentes clases y comenzamos a no vernos más que a la hora del recreo y en las cortas caminatas desde el colegio hasta los insoportables hogares, cada vez más tristes, cada vez más asfixiantes. Muy pronto nos fuimos alejando aun más, hicimos nuevos amigos, descubrimos nuevos juegos y nuevos lugares. Con el paso del tiempo, puede que incluso nos olvidásemos los unos de los otros.

En la explanada hicieron un parque.

Un hermoso parque con bonitas fuentes rodeadas de macizos de flores y setos inviolables, con frondosos árboles traídos en enormes camiones desde quién sabe dónde y bellos bancos de piedra que invitaban al reposo. Un bonito parque, sí. Construido sobre las cenizas de nuestros sueños infantiles. Un parque que sin duda comenzó a existir mucho antes, acaso aquella noche de media luna en la que hubimos de golpear a aquel muchacho, aquella noche en que sentimos por vez primera (ahora ya es posible admitirlo) que algo muy profundo nos estaba siendo arrebatado, que una espesa capa de olvido estaba a punto de caer sobre nuestra corta pausa de felicidad, ensuciada acaso por los juegos menos inocentes de los enamorados.

Hoy pasé por la entrada, vi la fuente del hermoso parque que por las noches se llena de parejas y de trinos y en el que ninguno de nosotros, estoy seguro de ello, ha podido ni podrá entrar jamás.