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Janet FrameJanet Frame al margen del alfabeto

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De película

En los años cincuenta creían que normalizaban a los perturbados mentales imponiéndoles electroshocks. A Janet Frame le efectuaron unos 200. Fueron practicados por profesionales encarnizados, aplicados o indiferentes. Y ni con esas impidieron que menguara su pasión por la escritura.

La leyenda de su vida se alimenta de literatura. En 1952 está en la lista de operaciones inminentes del hospital Seacliff de Otago, Nueva Zelanda. Diagnóstico: (erróneo, sabremos más tarde) esquizofrenia. La cura propuesta es una lobotomía para facilitarle “la normalidad”. La madre, confusa y “horrorizada”, aceptó el dictamen y autorizó la operación.

Pero cuando nadie lo esperaba interviene el hada madrina de la literatura. Conceden a Lagoon (La laguna y otras historias), su primer libro, el premio más prestigioso del país.

Las autoridades del hospital interrumpieron la proyectada lobotomía. Que el cirujano Blake Palmer y la burocracia del hospital de Otago leyeran ese día en los periódicos la concesión del Hubert Church Memorial Prize a la internada Janet Frame es obra de prodigio.

Los crímenes que empiezan por “lo hice por tu bien”, porque ofrecen “darte una nueva personalidad” suelen ser irredentos por ser “argumentos convincentes que conducirán a que un hombre acepte su propia destrucción”, dirá después.

 

Para ubicarla en el tiempo el espacio

Nació un 28 de agosto de 1924 en Duneddin y se fue el 29 de enero de 2004, después de tanta agua que corriera bajo los puentes, en la misma ciudad.

Un ángel en mi mesa (1990) la película de Jane Campion, basada en los tres volúmenes de su autobiografía, fue premio especial del jurado del Festival de Venecia y la propulsó a la admiración internacional. A ella le arrancó el siguiente comentario: “Hasta la película de Jane Campion me conocían como la escritora loca. Ahora como la escritora loca y gorda”. Su especialidad, cultivada a lo largo de casi 80 años, fue desmenuzarlo todo, sin ahorrarse una sola espina. Así, nunca dejó de pensar en su amiga de aquella época, Nola, y en las otras a quienes no salvó de la lobotomía ningún premio de nada y siguieron convertidas, para siempre, en silenciosas zombies. “...Fue devuelta al grupo conocido como ‘las leucotomías’; les hablaban; las llevaban de paseo; las arreglaban con maquillaje y pañuelos de flores cubriendo sus cabezas rapadas. Eran silenciosas, dóciles; sus ojos eran grandes y oscuros, y sus caras pálidas”.

Las retrató en Faces on the Water (Rostros en el agua). Allí, una vez más, cuenta la locura por dentro. La protagonista no se llama ni Janet ni Nola sino Istina Mavet. Me pregunto: ¿sabría, a la hora de escribir, que en hebreo mavet es la palabra absoluta que designa la muerte? En esta novela comprueba que ni la locura definitiva ni la muerte llegan cuando se las busca ni convoca.

 

Como los escritores creían que sabían sentir y relatar (algunos creen todavía) cuánto siente una mujer en el parto o durante el orgasmo, los profesionales de la locura suelen reducir los casos clínicos a meros papers de congresos donde alardean sus conocimientos sobre la intimidad de los colifatos que cayeron en el mejor de los casos bajo sus lupas, y en el peor bajo sus garras. Experiencias, contraexperiencias, modas por oleadas. Psiquiatría y antipsiquiatría lo confirman. Frame en cambio instala su voz en otro mundo, el de los vencidos, en el revés mismo de la trama, detrás de las rejas, los sedantes, la camisa de fuerza: su testimonio es el de los cuerpos, del pensamiento encerrado en la prisión que es el loquero.

Los enfermos se dividen, aprenderá a sus expensas, en buenos enfermos, tocados y refractarios, que son los que, como ella, no dejan de pensar.

A estos últimos les tienden el electro, una trampa que se cierra “sobre las tinieblas del abismo”.

 

Eran cinco hermanos...

Verso melodramático de tango. En efecto, la familia Frame estuvo compuesta por cinco hijos. Un varón y cuatro mujeres.

El padre, obrero ferroviario, estuvo sujeto a frecuentes traslados. La madre, antes del nacimiento de Janet, fue durante un tiempo mucama de la familia de la escritora Katherine Mansfield.

La vida de los Frame quedó estigmatizada para siempre por varias tragedias: dos hijas, con diez años de diferencia, murieron ahogadas. El hermano fue epiléptico.

En su infancia se la rechaza por su físico ingrato, de joven la atormentan por su excesiva timidez. La dentadura, “el infierno de las encías”, no la ayuda para nada y el profesor de quien se enamora la convence, tras un torpe intento de suicidio donde ingiere un tubo de aspirinas, de que ingrese en el manicomio. Así lo hizo, pasando prácticamente ocho años internada en instituciones neuropsiquiátricas. Antes las llamaban menos eufemísticamente loqueros.

Esquizofrenia. Nunca se movieron del diagnóstico primero. Fueron agregando periódicamente sellos que corroboraban, tenaces, el error. Una suerte de pecado original.

Admitámoslo: como Janet era muy pobre fue considerada loca. Si hubiera nacido rica y en Londres la hubieran admirado y respetado por excéntrica.

 

Ella misma describe el tratamiento: “Las seis semanas que pasé en el hospital Seacliff en un mundo que nunca hubiera pensado que pudiera existir, fueron para mí un curso condensado de los horrores de la locura. Desde mis primeros momentos allí, supe que no podría volver a mi vida normal ni olvidar lo que vi. Muchos pacientes confinados en otros pabellones no tenían nombre, solo apodo; sin pasado, sin futuro, solo un Ahora encarcelado; una eterna tierra del presente, sin horizontes que la acompañen”.

 

De su diario:

“Ellos piensan que voy a ser maestra, pero voy a ser poeta.

En cuota de miedo, cada electro equivale a una ejecución.

Comprendí que era soñadora porque la realidad aparecía tan sórdida y baldía”.

 

Scented Gardens for the Blind, Jardines perfumados para los ciegos, relata las peripecias de una familia en decadencia que después se revela como el delirio de una mujer internada desde hace 30 años en un neuropsiquiátrico.

 

Segunda destacada intervención del hada madrina de los escribidores: al término de la pesadilla hospitalaria conoce al reputado cuentista Frank Sargeson, veinte años mayor que ella y mentor de la nueva camada de escritores neocelandeses y precursor de la liberación gay. Le presenta gente, alimenta su voracidad sin límites por la lectura y la persuade de que debe escribir a tiempo completo. Para que pueda hacerlo la instala en una cabaña dentro de su propiedad en Takapuna, al norte de Auckland. Al año terminó su primera novela Owls do cry (Los búhos lloran). No conforme con todo eso, Sargeson la convenció y ayudó a reunir el dinero suficiente para que viajara a Europa.

A la muerte de Sargeson, cuando se vendió el terreno que contenía la cabaña —la casa es hoy día un museo comunal—, ésta fue destruida pero la colcha de patchwork que en señal de agradecimiento le confeccionó Janet sigue ahí, desflecada, para que otros necesitados y frágiles de espíritu abriguen sueños, alejen y si pueden olviden, las pesadillas.

 

Janet FrameVolver para contarlo

El barco de Janet finalmente amarró en Inglaterra. Obligada estadía en París donde descubre cuánto malentendido puede traer consigo un idioma, aunque sea de prestigio, como el francés. Es hora, piensa, de buscar las luces del sur. A Barcelona pues. Ejemplo del infierno en que puede convertirse la traducción. En la estación de Austerlitz deposita sus valijas en la consigna con el lógico deseo, tal como aprendió que se hace en los aeropuertos, de recuperarlas en destino. Al trasbordar en la frontera al tren español le informan que consigne en el ferrocarril de Francia es otra cosa, es un mero depósito a término. Llega pues a España como literalmente quería Machado, “ligera de equipaje”. Sin nadie que la espere.

 

Recala una larga estadía en la Ibiza de los años cincuenta, isla de magia y de pobreza, isla sin cerrojos como los que traía puestos su propia vida. Aprendió allí sobre la guerra civil española de boca del campesino que le alquilaba su casa: “El caudillo puso ahí en fila a los comunistas y los fusiló, yo lo vi”, recogió.

Ruda y cándida admite que tiene 36 años e ignora hasta qué es masturbarse y ni hablar de lo sexual. Entonces aterriza en el panorama ibicenco Bernard, poeta norteamericano segundón. Cuenta, como es ella de rotunda, su primera noche con él: “Supe que había venido a eso”. Qué más.

Tras un tiempo vuelve sola a Londres donde busca trabajo de enfermera. Desde el vamos la rechazan por sus antecedentes mentales. De nuevo los estigmas, de nuevo pide voluntariamente que la internen esta vez en el hospital londinense De Maudsley. El hada se presenta por tercera vez a su puerta bajo la forma del médico Alan Miller, quien cuestiona el diagnóstico inicial afirmando que nunca padeció esquizofrenia. La insta a seguir un tratamiento psicoanalítico y exorcizar toda su travesía vertiendo con palabras la experiencia. La convence además de que ejerza la escritura en forma absoluta y definitiva.

Como lo exigen la fuerza mágica del número y los signos, tras siete novelas dedicadas a su psicoanalista R. H. Cawley volvió a su país siete años después. Como debe ser.

A partir de entonces se sucedieron premios, becas, residencias de escritores, condecoraciones, viajes y doctorados honoris causa pero también controversias sobre su obra y su persona. En suma las peripecias artísticas de normal administración.

 

Al margen del alfabeto

Encontré mi primer libro de la Frame hace más de cuarenta años en el estante de la biblioteca de alguien. Un libro de quiosco de estación. Cubierta oscura nada atrayente; un muchacho rubio sentado en una tranquera con un hatillo al hombro y una oveja al pie. En la contracubierta más ovejas. Al margen del alfabeto. Ninguna explicación. Nada que a uno le tiente y sin embargo.

Un par de subrayados míos de la época me explican un poco por qué me atrapó. Releerla fue revivir la cuota de dolor que incluye hasta la inocencia de la niñez. Rasguño sin cicatrizar, indeleble. Ya se trate de la aureola de sudor en un vestido de fiesta, la codicia por la propina de un cliente en la mesa que está sirviendo, una visita al dentista. Un arrorró. Un juego infantil. Balbuceos. El lenguaje corrosivo y compasivo. Nimiedades pero al límite de lo soportable. Flor de paradoja.

Hasta hoy. “Al margen del alfabeto todas las serpentinas se rompen. Es difícil vivir aquí”.

Tanto.

 

Postdata

  1. Indispensables: La autobiografía de Janet Frame. Tres volúmenes agrupados bajo el título de Un ángel en mi mesa, el mismo que la lanzó al estrellato internacional y la película-culto de Jane Campion de 1990, que precedió en un año a otra también memorable: Una lección de piano.
  2. Janet Frame tuvo en común además del signo astrológico, virgo, algo bien fuerte con Jorge Luis Borges. Se habló de ambos con frecuencia como una martingala, una fija para el premio Nobel de Literatura que nunca obtuvieron. O sí, al margen del alfabeto, en un planeta más benévolo, compasivo y a veces espléndido o divertido, qué tanto.
  3. Todo a fojas cero. El sitio oficial de Janet Frame querella a Wikipedia por si cierto biógrafo que la considera autista tiene o no razón. O si tal historiador puede permitirse y con qué derecho cierta crítica. Los devotos que no saben encogerse de hombros murmurando “y eso a quién le importa” y hacerse a un lado, no rinden servicio alguno a la memoria de la Frame y mucho menos al lector, interlocutor único y responsable detrás del empeño mayor que es la página del libro que no se puede dejar.