Artículos y reportajes
Diccionario de la Real Academia Española de la LenguaLa matriz del pensamiento

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“El poeta es aquel que tiene conciencia de que la lengua, y con ella todas las cosas humanas, está en peligro”. Michel Butor.

Nada más recomendable que fotografiar con cámara digital desde el Cerro del Emperador, cuado las primeras sombras del atardecer comienzan a insinuarse en la atmósfera, la bellísima Toledo, la ciudad de los espaderos y los sables (ornamentales hoy, cuando triunfan pistolas y bombas de racimo), un buen sitio para empezar de cero. En estrechas calles cubiertas de toldos poco antes de la procesión del Corpus complacerse imaginando al Greco en el trance de pintar un gran lienzo, o a la bella judía de la leyenda en compañía del rey Alfonso VIII, adoptando la postura de Andrómaca. Es fácil acabar reflexionando, mientras se escucha música antigua en algún patio, sobre la conmovedora supervivencia del ladino, castellano del siglo XVI (con términos hebreos y arameos), símbolo de la cultura de los desperdigados descendientes de unos sefarditas que devoran la Torá pero también, con orgullo y una pastilla para el colesterol, arroz con leche, pisto, torrijas, mazapán o membrillo. Y declararse amigo de Sefarad.

En esa ciudad que tanto buscó Rilke se hizo público el fallo del primer Premio Internacional Don Quijote de la Mancha, dotado con un montón de euros y una escultura de Manolo Valdés, destinado a homenajear a quienes defienden y divulgan la lengua y la cultura españolas en el mundo. Los premiados fueron Carlos Fuentes y Lula da Silva, a este último por una flamante Ley del Español puesta en marcha en su país que permitirá a nueve millones de alumnos de secundaria y bachillerato aprender nuestro idioma como segunda lengua. Un idioma que hoy, curiosamente, se coacciona e intenta relegar a una posición subalterna en varios puntos de la península ibérica mediante legislaciones ordenancistas, como Cataluña, por ejemplo.

Hay gente que ha cruzado el cambio de rasante biológico, gente anacrónica que ha perdido mucho en las distancias cortas, y que lee con escepticismo los libros de historia pero tiende a admitir la veracidad de que la única lengua borrada del mapa español por decisión política fue el árabe, como comenta Juan Ramón Lodares. Los Austrias querían erradicar todo lo musulmán. Felipe V no prohibió el catalán, que le importaba, como las lenguas en general, una higa. Él sólo hablaba francés. La difusión del castellano, su conversión en lengua franca fue algo espontáneo que se debió a la necesidad de comunicarse y comerciar.

“El castellano es probablemente el más complejo y refinado sistema gramatical de entre las restantes lenguas de occidente, el más capaz de diversificar y graduar direcciones de sentido y de disminuir las posibilidades de equívoco”, Sánchez Ferlosio dixit, con semblante agresivo y nariz aguileña. Es el idioma más hablado del mundo tras el chino mandarín, del que se espera que cada vez tenga una mayor capacidad de arraigo en la sociedad estadounidense y del que Carmen Riera lamenta que ya no se use la palabra “gentileza”. “El español”, ha dicho Cees Nooteboom, “es un idioma enorme”. Una lengua romance sobre cuyo origen disputan cántabros y riojanos y a la que se han vertido muchas novelas que pueden leer millones de personas a ambos lados del atlántico rezongando a placer ante los modismos regionales... Recuérdese lo que dijo Neruda: “Se lo llevaron todo y nos dejaron todo: las palabras”.

Y recuérdese lo que exclamaba Gabo seguramente con el sol cayéndole a plomo sobre la cabeza: “¡Jubilemos su ortografía!”. Al parecer no está interesado en esa parte de la gramática que mantiene presente el recuerdo de la evolución del idioma desde el latín. La ortografía (“terror para el ser humano desde la cuna”) representa con signos gráficos la dimensión histórica, el devenir de una lengua determinada. De hacer lo que él propone con fatuidad de premio Nobel, aparte de suprimir la historia, lo complicaría todo de manera pavorosa. No se ha visto defraudado por la hinchada. Se trata de hacer el juego a la desidia, de caer simpático quizá al analfabeto del Popayán o Badajoz. Y todo porque nunca estuvo seguro de dónde se ponían los acentos. En los manuscritos prescinde (o al menos prescindía) de ellos. (Cervantes tampoco puntuaba sus textos ni ponía puntos y aparte, pero era Cervantes.) Es cierto que también Whitman, Hemingway, Dalí, Scott Fitzgerald cometían faltas, pero al menos no pedían que el mundo se adaptara a su minusvalía. Los signos de puntuación señalizan el curso de las frases, su independencia, subordinación, etc. ¿Se atreverá algún organismo a suprimirlos? Todo es posible.

En otras partes cuecen habas. Algún periódico descubría no hace mucho que funcionarios y políticos alemanes preparaban cambios en la ortografía, llevados por la perversión que supone el concepto de adecuar las normas al error para legitimarlo. Son esas reformas auspiciadas por el reduccionismo general de ideólogos de la enseñanza y la cultura a la baja, a quienes no hay que gratificar jamás con una sonrisa. La Real Academia Española, en principio un saludable invento de inspiración francesa, tiene perversos infiltrados que han conseguido que dé el visto bueno a disparates contribuyendo a difuminar la silueta semántica de las palabras. Y acepta “overbuquin” (cuando se puede decir sobreventa, palabra que, al entenderse, quizá provocaría alborotos en los aeropuertos). Su diccionario ya no es una referencia, se ha convertido en un diccionario de uso, y además incoherente, de criterio errante. Pero no olvidando nunca su misión de convertir la falta en regla. Así evolucionan estos maravillosos sistemas de comunicación.

El pensamiento es conceptual y lo da la lengua escrita con puntos, comas y acentos. Por eso triunfa lo audiovisual. Uno teme que a este paso se vuelva a la cultura de la Edad Media de las vidrieras y retablos para hacernos menos conscientes, más indefensos ante la propaganda que acomete por todas partes. Una fotografía de Toledo puede ser magnífica. Pero una imagen no vale mil palabras salvo para los ágrafos que nunca recitaron en el colegio aquello de “Qiero fer una prosa en romanz paladino...”.

Ahora hay una ministra botarate que ignora e ignorará siempre quién fue Gonzalo de Berceo y no entiende lo que son los nombres epicenos, las palabras cuya terminación en a o en o no indica género. En un rapto de inspiración ha inventado la palabra “miembra”... Pronto se hablará de dentistos, cocodrilas y pelmos, y habrá filólogos que lo justifiquen simplemente porque se da...

Enciendes la radio y haces correr lentamente la aguja a lo largo de la banda sintiendo inmediatamente vergüenza ajena. Charlatanería con fonética penosa acerca de un entrenador que mantiene su habitual hermetismo con respecto a la alineación de su equipo, la adicta al bingo que llora con pésima sintaxis, el soniquete de locutores (uno los imagina con corbata anodina) que sin lenguaje propio se imitan los solecismos como lelos: hablar bien supone un tremendo esfuerzo intelectivo, al parecer, a comienzos del siglo XXI.

“Toda degradación individual o nacional es anunciada por un empobrecimiento rigurosamente proporcional del lenguaje”, dijo Joseph de Maistre, que pudo equivocarse, pero siempre en un francés impecable.