Letras
La Dama Blanca

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Vivir con miedo de salir a la calle, sin ganas de ver a la gente, con el recelo de ser vista, perseguida, hallada. Vivir encerrada y al mismo tiempo libre, sin hogar ni patria, pero atada, ceñida a las labores absurdas e infinitas de la existencia mundana. Vivir elevada, al máximo posible, a cualidad de ser abstracto, deforme, quimérico. Ser y no ser nada. O serlo todo: vacío, desesperación, soledad, ignominia, desvelo, pasión, miseria y desdén. Estar y no estar, ser ave y ser paja, aguja, nido, huevo, semilla, rama. Pesadez. Una lápida.

Tenderse sobre la cama en soledad y soñar con compañía. Escapar de la rutina con alaridos de placer, estar mirando el techo en busca de un rincón más placentero, dudar a veces de que uno es el que fornica y sin embargo serlo en el instante mismo en que lo penetran. Puta. Divina. Puta. Mierda. Amable. Azúcar. Zalamera. Cruel. Puta. Mórbida puta...

Recorrer los caminos de ida y vuelta siempre vistos, nunca aprendidos, huidos y sin embargo hallados todo el tiempo, como si las piedras se pusieran prestas ante nuestro camino, para hacernos tropezar. Estoy de nuevo sobre la carretera que me trajo a tus desvelos, espiando cada rincón de tu añoranza, buscando el ritmo de tus pasos para ponerme frente a ellos. Me detengo a la sombra de un árbol inmenso, me confundo con sus ramas, con sus huecos retorcidos y quemados por un rayo que hace años lo dejó medio muerto. Mi cara, mitad rosa y mitad espanto, se desnuda ante los ojos de los perros, y se muestra tal cual es. Bienvenida, parecen decir sus lomos encrespados; maldita, lárgate, me aúllan, me ladran, me persiguen. Me divierte verlos morderse el rabo que solaces tocan mis manos inexistentes.

Vuelo por los tejados, me deslizo entre las sombras y por debajo de las camas, buscando, hurgando, robando, manipulando. Me atrae la idea que tienen los infantes de mi vida, y por eso les hago compañía en las noches de lluvia. Aparezco en la neblina, con las gotas del rocío, en el reflejo de los charcos. Huele a tierra húmeda, y mi cabellera recorre las mejillas, entumeciéndolas hasta los huesos, que se quiebran y crepitan hasta disolverse en un punzar de oídos. Canto. Te canto. A ti, que humedeces tus labios en actitud circunspecta, como esperando que no te haga daño. No ves que no puedo hacerte más del que tú te haces.

Amaneciendo, entre las once y las tres de la madrugada, mis pies livianos e inexistentes recorren las calles de tu colonia. He visto naufragar las pesadillas de los niños en los rincones más prohibidos, ahí donde ni las aves de mal agüero se atreven a poner sus nidos, donde ni los reptiles más nefastos se dignan a poner su rastro. Ahí donde tú, cuando llegas a pasar, pasas rápido y sin mirar, ahí donde va a parar todo lo que no les sirve a los humanos. A veces también llegan a caer deseos, sueños vagos de añoranza y felicidad. Esos, que son los más loables que pudieran tener los niños, son alimento para aves carroñeras. Halcones, fénix, tecolotes, harpías, cuervos, grifos, se sacan los ojos por bebérselos, los desgarran hasta hacerlos jirones, y se van, en el cielo de la noche, a devorarlos a lado de las estrellas. Yo, que los acompaño a veces, me puedo robar de vez en cuando tus recuerdos.

Vivo de ti, de tu miedo, de tu soledad, de tu nostalgia, que me hace cada vez más presente y fuerte, más dulce y cruel. Más Muerte.