Letras
El secreto

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Había una vez... No, mejor Érase que se era... ¿Y si Hace mucho tiempo en un lugar..? Bueno, eso da igual. Tampoco nos pongamos estrictos con esto. A un crío le da lo mismo el comienzo. Lo verdaderamente relevante es el contenido. EL CONTENIDO. Porque si te pones a contarle algo que carezca de interés, estás perdido. Tan perdido como un pulpo en un garaje... ¿Y qué coños hace un pulpo en un garaje? ¿A quién se le habrá ocurrido esa estupidez? ¡Tú verás! En fin... Eso ahora no viene a cuento. Lo que me interesa es fijar el comienzo y el tema del cuento. Siempre me pasa igual: me lío y me lío y luego me dan las uvas con el dichoso trabajito. Ayer no resolví nada y, por lo que veo, hoy tampoco. Se me va a echar la editorial encima, sobre todo porque el suplemento de esta semana versa sobre la literatura infantil. Yo... A mí, que soy un reputado escritor de narrativa infantil y juvenil, me faltan empezares y temas. Si es que en la vida todo son sorpresas. Aunque esta sorpresa no es tan atronadora como la de Ramiro. Eso sí que sí. Te puedes imaginar un montón de cosas sobre los compañeros de trabajo, pero eso... ¡De Ramiro! Vamos, que no, que no y que no. Yo, cuando me lo dijo Charo, me quedé helado. No me lo creía. Vamos, que a estas alturas de nuestro trabajo en común... En fin... Los secretos son secretos y ¿quién no tiene uno? Pues todo el mundo tiene, quien más y quien menos, una historia inexplicable, por pudor, por prudencia, por miedo. Pero el pobre Ramiro... Sí, todos pensábamos que era un pusilánime, sin sangre en el cuerpo, de esos que se cruzan con la suerte y se espantan. Ahora resulta que nosotros no vemos ni lo que tenemos delante de los ojos. La cara que ponía Charo al contármelo era un poema. Sí, qué risa. Me hizo más gracia su cara que otra cosa, porque las infidelidades están al orden del día. Yo, por eso, ni quiero pareja estable ni rollos de esos, porque atarte a una persona no es óbice para otra relación, ¡qué va!, dan más ganas. La última vez que fui en serio con alguien fue con Luisa y, al final, la relación me ahogó. No por ella, es una chica estupenda y más joven que yo, por lo que el tema del sexo estaba mejor cubierto por ella que por mí. Si es que uno lo deja porque se aburre. Todo es monotonía, hasta ver a un cuerpazo de veintiocho años desnudo por la casa. Recuerdo que una tarde se me acercó cariñosa, con un camisón de quitarte el hipo y yo solamente le dije “Guapa, cúbrete, que te vas a resfriar. ¿No ves que ya hace fresco en casa?”. Y se lo dije sin apenas levantar la mirada del periódico. Como es lógico, se pilló un cabreo monumental. Sí, de los que hacen historia. Me contestó algo así como que era un viejo cuarentón sin sal, desganado de la vida, carente de deseos sexuales y afectivos. A raíz de eso, a pesar de que los conflictos se habían manifestado anteriormente, la relación decayó y Luisa me dejó (o yo la dejé a ella, según se mire). Bueno, bueno... Ya me he desconcentrado de lo que estaba haciendo. El inicio... EL INICIO. Pues he pensado ahora que quizás, aunque sea convencionalmente tedioso, prefiero Érase una vez. Además, se lo puedo leer a Daniel. Mi hijo sí que tiene paciencia. Con esos cinco añitos como cinco soles. Se parece a su madre, porque es paciente, tranquilo, agradable... Es un chico estupendo. Ayer, cuando le telefoneé, me soltó una cosa. ¡Los críos son la leche! Yo creo que por eso me decanté aun más por la literatura infantil. Sus ideas me apasionan. Ayer me comentó que en el cole hay un niño negro, que se pinta la piel todos los días con un rotulador negro que mezcla con otro marrón, para no estar tan oscuro. Este chaval... Bien mirado, además de gracioso, tiene su razonamiento, un razonamiento pueril, pero exento de maldad. Cuando le leo los cuentos, ya desde bebé, me siento terriblemente responsable de mi labor literaria. Entorna los ojos de una forma sensible, admirándose de los hechos que protagonizan animales, seres extraños o personitas de su edad. Yo me vuelvo loco mirando sus ojos, esos ojos que me recuerdan a Carmen, a la Carmen que conocí hace siete años en una cafetería de la Plaza Mayor. Me choqué con ella de sopetón. Había surgido de la nada... Bueno, no, ella me dijo que se había chocado conmigo adrede, que me había reconocido por una entrevista en el periódico, ya que de mí apenas publican fotos. Se había leído varios libros míos, sobre todo los que escribí en mi juventud. ¡Qué hermosa es la soberbia del literato mediocre! Vamos, que, al rato, la estaba invitando a tomar otro café. Ese es uno de mis defectos: me adulan y pierdo el norte. Dos meses después y casi sesenta cafés (es una exageración, vamos, pero para que me entiendas) me encontraba encima de ella disfrutando sus múltiples cualidades físicas. Fue un período estupendo de mi vida. La pena fue el embarazo, justo cuando las cosas ya no iban demasiado bien. Yo se lo había avisado: “Mira, Carmen, yo no soy de compromisos largos, ¿sabes? Tú eres joven, no pierdas el tiempo con un vejestorio. Que no, bonita”. Y, al poco, zas, que si no le venía la menstruación. Me sentí como un adolescente. Trajo de la farmacia un aparato de esos. La verdad es que me daba igual. Me daba igual por dos motivos: porque tenía dinero para mantenerlos y porque me apetecía, en el fondo, tener un hijo. Así nació Daniel. Nació para atarme más a la vida, la vida de alguien concreto, de un ser con cinco deditos en cada mano, con unos ojos preciosos, que nada envidian al cielo, al mar y a las montañas. Con esa grandiosidad que poseen los inocentes, los que todavía no han descubierto la crueldad de la soledad y de la convivencia. Con esa curiosidad que tienen los que se aproximan a la existencia despacio, con el temor de despertar al hado tétrico y tenebroso. ¡Ay, madre mía! En estos momentos me apetece hablar con el peque. Me alegra el día y la noche. Pues una cosa es cierta: la noche, cuando despliega los mantos de la soledad, me divierte hermosa, pero me hunde en el abismo de la melancolía. Sí, en la melancolía del mar Cantábrico, salvaje... ¿Quién llamará al teléfono? Voy a ver. No es un número conocido. No sé si cogerlo... ¿No será Charo? Se había cambiado de número y no lo he introducido en la agenda. Vamos a ver. Descuelgo y ya está. Vaya, han colgado antes de que me diera tiempo a... Esperaré a que vuelvan a llamar. Yo, desde luego, no marco para contactar con un desconocido. Después te arrepientes, pues oyes una voz desconcertante al otro lado que te trae a las mientes lo estúpido que puedes hallarte diciendo “Oye, mira, no te digo mi nombre, porque no sé quién eres tú. Tú me has llamado hace un momentito. ¿Quién eres? ¿Qué quieres?” y, después, abierta la veda al diálogo de besugos. I N S O P O R T A B L E. Digno de la compleja evolución del homo sapiens sapiens. Casi igual de complejo que mi cuento, que no hay manera de pensar en él. Hace tiempo que estoy sin ganas de escribir sus pedidos o peticiones, como desees. El otro día me comunicó mi representante que a la editorial le gustaría que participase en un concurso literario para colegiales. Y es que ya no me apetece. Das una charla acerca de tus novelas, de tus cuentos, de tu inmejorable carrera. Y oyes un montón de majaderías que, en el fondo, nunca te has creído. Porque cuando Carmen me las dijo yo no le creí: nunca he querido creerlas. Me gustan, pero no me las creo. Es una cuestión cuasiteológica, si lo miras bien. Jamás he considerado que mi literatura sirva para enaltecer las letras en castellano. Ni siquiera cuando algunos de mis cuentos han sido traducidos al inglés, al francés y al alemán. Hay uno que, encima, ha sido traducido curiosamente al japonés. Cosas extrañas. Y la última reseña que salió en uno de los periódicos nacionales me resultó hasta graciosa, pues me comparaban con algunos autores imprescindibles para la biblioteca de un lector cultivado. ¡Son bobadas! Auténticas bobadas. Lo único que he hecho es satisfacer las necesidades de divertimento del público medio. O de medio público. Le pones sensiblería y pamplinas de esas y los tienes comiendo en tu mano. Porque luego haces un buen relato y no hay manera de que te lo publiquen, ni siquiera cuando eres alguien en este mundillo repugnante. Aunque casi los prefiero, esos se los dejo a Daniel, a su imaginación. ¡Y que no me vengan con que el último Príncipe de Asturias se lo merecía! De risa, como todo en este mundo. Todo es poder. Todo es dinero. DINERO. El maldito caballero. Te vendes hasta por un par de euros, o por salir de vez en cuando en una revista de culto. Es así, abandonas el Surrealismo, el Decadentismo y todos los ismos. Te sumerges en la globalización de las letras, sin el apoyo de las armas. La palabra pierde sentido y valor para reducirse a una amalgama de balbuceos. En resumen: que el señor Lobo acepta que es una escoria de la sociedad, que es mejor ser bueno, y se adapta a la vida que él mismo representa; a continuación, Caperucita se enamora de él, pues reconoce su conversión al lado claro; finalmente, se casan y no comen perdices, porque se han vuelto vegetarianos para que no sufran los animalitos en el proceso de elaboración de la comida rápida. Colorín, colorado, este cuento se ha acabado. Punto y final... Para, para ya, que te estás cabreando y esto no te beneficia a la hora de escribir. Vale, vamos a concentrarnos... Respira hondo... Suave... Más despacio, Miguel, más despacio, que así no hay manera... Bueno, parece que se me pasa el malestar. Se me dispara el corazón. Este viejo corazón. Y luego de vuelta a urgencias, a por otra sesión de pruebas y de observaciones. Lo cierto es que casi no tengo taquicardias desde que voy a correr por las mañanas. A correr... Correr es de cobardes, me decía un colega de la adolescencia. Alguien ha de asumir ese papel y ese soy yo. Cobarde hasta los tuétanos. Porque digo de Ramiro, pero él le ha echado cojones al tema y le ha pedido el divorcio a Miriam, a su Miriancita de los últimos quince años. Sí que le ha echado un par. Se ha desatado de esa vida convencional, agotadora por el hastío que le producía, y se ha ido a convivir con Lola. Nada más y nada menos que con Lola, con esa tía. Yo la miraba hasta con pavor. Es de las personas que te taladran con la mirada y saben en cualquier instante lo que piensas, los secretos que guardas, si la deseas o no. A veces, yo la deseaba. La deseaba porque me parece una mujer de la que nunca te cansas. Siempre te cuenta historias interesantes, nuevas, frescas, en las que ella desempeña el papel de protagonista, pues con su simple punto de vista cambia el mundo que nos rodea, lo hace soportable, atractivo, demoledoramente atractivo. Una noche, en la fiesta del pasado curso laboral —ya por entonces debía de tener algo con Ramiro—, me acerqué a ella con el propósito de tirarme a la piscina. Me impresionaba desde lejos por su sonrisa. Los labios de carmesí. Los ojos llenos de olvido. Me acerqué para verme en su mirada. Deseé sorber el líquido de su vaso a través de sus labios. Ella me ignoró durante un rato y, luego, me pasó su brazo derecho por el hombro y me dijo “¿Qué te pasa, chico? ¿Estás triste? Parece que te apetece compañía, pero de esa que no puedo ofrecerte. Sabes que, de lo contrario, me iría contigo a esos mundos imaginarios llenos de niños que salvan su vida de la mano de seres peculiares, tan peculiares como deseas ser tú”. La literatura está en ella más que en mí, porque ella vive arraigada a sus sentimientos, no a la racionalidad. Y está con Ramiro. ¡Con Ramiro! Pues ella aprecia lo que nosotros no apreciamos. Ella se adhiere a la valía. Yo me quedé a su lado un rato. Cogí otro vodka y la estuve escuchando un buen rato, junto con Ramiro, Charo y la tropa. Estuvo en un viaje a China y nos contó sus vicisitudes. Se acariciaba el pelo. Yo sólo pensaba en la sensación de percibir sus cabellos sobre mis mejillas durante el acto sexual. ¡Qué suerte, Ramiro! Hacer el amor con ella... No sé. Eso sí que es un viaje literario a las profundidades de la plenitud. Y no lo digo por el placer, lo digo por la complicidad. Ella seguro que te guía a través de ti mismo, no solo con su mirada, sino con su tacto, con su olor. El olor... EL OLOR. Carmen olía también de forma peculiar. No solía rociarse con perfumes. Le encantaba emanar su propio perfume. Yo la olía detrás de las orejas y bajaba paulatinamente por todo su cuerpo. Despacio. Asiendo el fin de los tiempos en su piel. Me perdía... Ay, bien sabe Dios que me perdía en ella para encontrarme a mí mismo en su olor, en su saliva, en su cuerpo sudoroso, en su cuerpo seco, en su cuerpo. ¿Y qué ha quedado de todo eso, de esos días perfectos en los que tomábamos un vino en el bar donde nos conocimos? No ha quedado nada. Ni siquiera yo soy el mismo. Porque ella fue para mí como Lola para Ramiro y la dejé escapar como con todo lo bueno de mi mundo. Ya no encuentro la respuesta a las preguntas que llevo haciéndome los últimos años de mi vida. Dicen que es la crisis de los cuarenta. Aunque ya he andado gran parte de esa década. No sé... Es absurdo todo. Todo. Desde el comienzo. Desde los orígenes. Da igual. A fin de cuentas la existencia es así, de rara, de estúpida, de yerma. La esterilidad del espíritu. Venga, Miguel, para ya. Esto no te va a llevar a ningún sitio: únicamente al principio. Vamos a ver... Vaya, menuda hora es ya. Casi tengo que dejarlo ya. Empiezo un poco y sigo después de comer. Es hora de llamar a Daniel. A ver qué tal la escuela. Seguro que me cuenta alguna anécdota. Como la del negro, si es que se puede pronunciar esa palabra. Bueno, vamos a ver, si Érase una vez un coyote que vivía en un lugar variopinto, pues habitaba en una selva de vegetación exuberante. El pobre coyote... ¡Demonios! ¡El dichoso telefonito! Vamos a ver... Si es que no conozco el número, qué empeño. Voy a descolgar. Sí. ¿Quién es? Ah, anda, Charo. Sí... Lo sé, pero como no tenía el número metido en la agenda, pues... Vale, vale, ahora te lo mando por correo electrónico y le echas un vistazo. Casi lo tengo terminado... De acuerdo. Chao, maja. Adiós, adiós. Ahora tenemos un problema: mentir sólo trae problemas. Pero yo creo que si me pongo... Total, ya casi tengo la idea. El comienzo me gusta. El comienzo. Sí. EL COMIENZO. Érase una vez...