Letras
La deriva del hombre
Extractos

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Veintiséis

En los remotos tiempos del Dios de las Cosechas, cuando no existía aún la especie humana, cada región deshabitada de la Tierra aportó el grano cereal que cultivaba.

Se sumó el arroz al trigo y a la avena, el maíz y el mijo se unieron al centeno, semillas de todas procedencias llegaron al molino más de ciento; harina tamizada en uniforme mezcla, bregada y sometida a vivo fuego, hasta tostar por completo la corteza.

Del resultante pan recién cocido, un pedazo retornó a cada comarca, del que proviene el hombre primitivo: igual composición, distinta traza.

Sea faz el hombre o sea espalda, rígido cuscurro o blanda miga, el color es lo único que cambia, la sustancia humana no varía.

 

Cuarenta y dos

Sabrá de espinas en la piel, corazón tierno, después de tantos años, en mí mismo inquiero.

Cuando hablamos de nuestra patria milenaria, ¿de qué país hablamos?, ashkenazim, sefaradim, yemenitas, iraquíes, kurdos, persas, bújaros, afganos; si los múltiples orígenes suman en total setenta y cuatro.

¿De qué idioma hablamos cuando hablamos del nuestro: árabe, ladino, yiddish o hebreo?; ¿cuando hablamos del nuestro de qué dios hablamos: de Yavé, de Alá o del Dios de los Cristianos?; y su palabra, su verbo, ¿es el Talmud, el Corán o el Evangelio?

El odio es la memoria amarga de una herida, y el amor —último sorbo de agua cedido en el desierto a quien desea arrebatarnos la vida— es donación sin condiciones, habitantes diversos de Israel con las gentes vecinas. El amor exige hechos, pide obras, abiertas voluntades; fuentes de aguas límpidas, Jordán y Tiberiades. Del Odio hasta el Amor hay un abismo que se nivela arrojando los prejuicios.

Me pregunto en los días sombríos, si del fusil o de la honda no hacemos herramienta, profesión, oficio; imprescindible dogma y heroísmo. Si no transformamos la guerra, después de tantos siglos, cristianos, musulmanes y judíos, en fin que lleva a los demás hacia el olvido.

 

Cincuenta y nueve

Un verano alto, cuajado de cosecha, la cesta de la merienda traías bajo el brazo, cuando agonizaba el sol en la era.

Te creí el verso que faltaba al poema, la nota musical cierre del canto, la pincelada resuelta que daba fin al cuadro. Yo era el labrador, el filósofo, el esteta, el músico, el pintor, y buscaba sin tregua.

Campanas, trompetas, sonajeros; venías del Norte, mujer, y llenaste todos los huecos.

 

Setenta y tres

Todo tiende al orden, todo tiende al caos; y el leve peso de un grano de trigo lleva la indecisa balanza al súbito desequilibrio.

Es pronto hasta que es tarde. Existe un punto idóneo de límite impreciso para llevar a término feliz quehaceres muy variados, tan fugaz y pasajero, que cuando llega a ser deja de serlo.

Qué se hizo de las intenciones buenas y de las dádivas que llenaban mis bolsillos, dónde están el arca de la ofrenda y aquellos que se decían mis amigos, dónde la sonrisa abierta y mi buena voluntad en los conflictos.

Yo soy el que labra la tierra y la vacía de minerales, el que se sumerge hasta las perlas y los arrecifes coralinos; quien transforma las materias primas en productos elaborados y el servidor de sus vecinos.

Cuido el sembrado hasta la siega, bajo a la mina, pesco barbos en el río, trabajo de sol a sol en la tejera; paso hambre, sed y frío y mi cuerpo ha de enfrentarse solo a las dolencias: soy el bracero desconocido, el nuevo atlante que porta el mundo sobre su cabeza.

Estoy cansado de ser el héroe esforzado que hasta la noche eleva la mañana, y la deja deslizar pendiente abajo buscando el alba; un animal que adiestra su criterio y marca veredas con la sangre, empeñado en actuar como testigo, juez y parte.

Si al menos tuviera al mar por compañero, peces, veleros y gaviotas, pero he nacido tierra adentro.

(Del libro La deriva del hombre, de Pedro Sevylla de Juana, editado por Devenir Poesía. Madrid, 2006. ISBN: 84-96313-35-2).