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El perro en la niebla, capítulo 12

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Un día, sin darnos cuenta, sobrevino la edad de hierro.

O quizás siempre habíamos vivido en la edad de hierro y aquello fue sólo el descenso a otro círculo.

Yo corría por el laberinto con la mayor levedad posible, procurando evitar el desgaste de las suelas de mis zapatos, sabiendo que una vez que éstas se agotaran el tiempo de la ciudad habría terminado. Cada día me adentraba por nuevos callejones y recovecos, y mis rutas se acumulaban ominosamente, trenzando un enredo capaz de estrangularme (de ahí el cuidado que siempre pongo —hábito que me viene de la niñez— de salir siempre por el mismo lugar por donde entro y de desandar las vueltas que doy en torno a un objeto). Necesitaba un medidor para llevar la cuenta de mi desgaste, pero desafortunadamente no se fabrica ese tipo de aparatos. Vivía bajo una grave amenaza. Las avenidas por las que me llevaba mi madre cuando niño para admirar la iluminación navideña parecían ahora congestionadas de gente suspicaz, áspera incluso. Las luces de neón destilaban fluidos intolerables. Nuevos nombres y estilos desplazaban a los viejos. Musiquillas simples o jacarandosas me asediaban del amanecer al anochecer, lo que ocurrió en el momento más inoportuno: durante mi etapa de transición del rock al jazz. Ya fuera por delicadeza o por gratitud hacia quienes compartían su morada conmigo (hacía ratos que había abandonado la casa de mi madre) callaba sus gustos ordinarios. Para colmo, aquellos remedos de música que eran su dicha horadaban pasadizos en mi cerebro, por cuyas galerías rondaban y roían con encono. La desconfianza se convirtió en el sentimiento predominante en la ciudad. Salir de ella brindaba el único aire fresco disponible. Una hora verde en carretera era tan reparadora como una jornada de sueño. En una ocasión, después de descubrir una fotografía de Emiliano Zapata en un libro, decidí dejarme crecer el bigote, que fue cobrando una forma inesperada, indeseable, antiheroica. Cuando menos, me dije como consuelo, me ayudará a alcanzar la invisibilidad (a la que contribuyeron no poco unos trapos que descubrí en un local sindical, ropas de segunda mano donadas para los obreros y que éstos despreciaban), una de mis metas supremas. Mis gustos alimenticios se corrompieron o fueron anulados: comía lo que fuese. Le hinqué el diente a sustancias indecibles, blandas en extremo, severas o correosas, y acepté cualquier remedo de café que se me ofreciera. Al expirar el verano (seguía atentamente los cambios de estación) renuncié a mi empleo en la oficina. Parecieron extrañados pero no lo lamentaron. En esta vida nadie es imprescindible: detrás de cada empleado aguarda una larga fila de aspirantes. Llegué a casa de mi madre cada vez con menos frecuencia, en parte para no exponerla al peligro, pero sobre todo porque las tareas lo impedían. Pasaba las 24 horas del día alerta como una fiera y lo único que me hacía dichoso era la lluvia. Privado de un salario, me habitué a comprar mis cigarrillos al menudeo. Mi memoria se afiló, cosa importante pues cada vez veía menos a Ana Gladys. Las lecturas del Quijote se fueron espaciando, pero ella siguió por su cuenta. Con mis magros fondos le compré un diccionario. Mimí, que me inspiraba una gran ternura, fue desapareciendo en andanzas clandestinas de las que nada contaba. Veía a Ana Gladys dos, con suerte tres veces a la semana en casa de una tía soltera de ella en un sitio semisilvestre llamado El Limón. Cuando la tía se ausentaba, nos bañábamos juntos a huacalazos con el agua de un pozo. Yo la enjabonaba a ella, ella me enjabonaba a mí. Prácticamente ya no tenía casa. Ana Gladys se encontraba en la misma condición.

A inicios de nuestro apenas perceptible otoño se produjo un golpe de Estado protagonizado por un club llamado la “Juventud Militar”. Ese mismo día fueron asesinados varios compañeros del sector obrero después de ser capturados en las tomas de fábricas de entonces. Entre ellos se encontraba Pacín. Antes de matarlo, los guardias le quemaron los ojos con ácido sulfúrico. Otros camaradas desaparecieron sin que nadie diera cuenta de ellos. Temía por Ana Gladys, pero ella se miraba tan segura, tan radiante. Una vez, al hablar de esa vida a salto de mata que llevábamos, comentó: “Hemos de tomarlo como si se tratara de la segunda salida de Don Quijote”. Desde entonces la amé más. Lino, el canario, terminó con la tía solterona en El Limón. Se miraba saludable y nunca paró de cantar. Ana Gladys y yo quemábamos nuestros escasos encuentros como candelas exóticas. Por primera vez me manifestó que deseaba tener un hijo. Le pedí esperar: aquel me parecía el momento más inoportuno —y en secreto, también el más adecuado: si me mataban al menos dejaría una criatura como testimonio de mi paso por el mundo. Una vez, a pleno mediodía, unos desconocidos arrojaron un lío de candelas de dinamita por el zaguán del viejo local sindical. Recrudecía la era de los vidrios polarizados. La Negra, que fue testigo del ataque, juraría tiempo después que aquel fue el momento en que empezamos a endurecernos. Cuentan que Luisón, que estaba de paso en el edificio durante el atentado, atrapó con sus manazas aquella cruda bomba y la desactivó arrancándole la mecha. De todos modos, cuatro o cinco días después nuestros enemigos hicieron volar definitivamente el local, pero como el atentado ocurrió de noche no hubo víctimas. Un sábado por la tarde, yendo contra las órdenes de Lucrecia que nos tenía prohibido terminantemente acercarnos a la vieja casona, incapaz de dominar mi nostalgia, di un rodeo por el lugar. Ese día se celebraba una fiesta en el Club de Motociclistas, cuyo edificio había salido incólume del ataque. Desde el otro lado de la calle sorprendí a mi ex condiscípulo de la secundaria conversando con otros miembros de la asociación. Llevaba un corbatín y sostenía un trago en la mano. Atenido a su aparente ebriedad, me permití acercarme lo suficiente para distinguir el relumbrón de su diente de oro. El no me reconoció. Cuando me acerqué al local, descubrí que los borrachos y los perros utilizaban sus ruinas como defecadero. En ese momento comprendí que los días felices del sector obrero habían terminado. Por un segundo volví a evocar mi primera visita al sindicato, pero sofoqué este brote de sentimentalismo: no quería que ningún fantasma oscureciera mi derrotero.

Nosotros también teníamos terror que dispensar.

Una vez me topé con Lupita en un centro comercial. Iba acompañada de Sonia, su mejor amiga, que estaba cada día más fea. No me reconocieron.

Comprendí el porqué una noche en que se presentó la oportunidad de dormir en una casa con espejos: cuando me visité en el azogue yo tampoco pude reconocerme. Había cierta ferocidad en mi expresión.

Otro signo de los tiempos fue que la célula que formábamos Eva, Chico, Toño y yo fue disuelta por órdenes superiores. Daba la impresión que la organización hermética a la que pertenecíamos había abierto mil sucursales, viéndose obligada a reubicar al personal en otras áreas para atender la creciente demanda. Yo fui igualmente promovido: un día me entregaron un papelito con un contacto y entendí que en lo concerniente a mi futuro aquello representaba un cambio total. El encuentro tuvo lugar en la Avenida España, frente a la sala de cine a la que solían llevarnos los sábados por la mañana en los tiempos de la secundaria, la única actividad memorable de ese período académico. En la parada de autobuses que está frente a la sala me encontré nada menos que con Gérber, quien por primera vez no cargaba su cartapacio. Nos saludamos con efusión y anduvimos como siempre en dirección opuesta al tráfico. Indagó por mi situación y la de Ana Gladys (no hizo ninguna alusión a mi bigote, lo cual me decepcionó un poco). Le hice una sinopsis, obviando por supuesto lo del canario y los retrasos en la lectura de la segunda parte del Quijote. Al agotarse las preguntas me informó que iban a trasladarme al área militar. Al “Ejército”, recuerdo bien que dijo, vocablo que suscitó en mí una racha de imágenes: un casco, un Garand viejo de la segunda guerra mundial, un perro de color indefinido e hirsuto ceñido por un collar erizado de púas plantado en pose agresiva, y por último, un diario personal recubierto de cuero. No exterioricé ninguna emoción, aunque en mi fuero interno sentí alivio al pensar que se acercaban las batallas decisivas. Gérber no me entregó ningún documento esa vez, pero me largó un rollo que me permitió sacar en claro (difícilmente puedo escuchar a alguien hablar por mucho tiempo antes de que mi mente empiece a fantasear, lo que considero una especie de autodefensa) que la dirección secreta de nuestro movimiento tenía prisa en pasar al estado de guerra abierta. Me entregó un papelito con un contacto, nos dimos un apretón de manos a la manera tradicional y nos largamos en direcciones distintas. Cada vez que pienso en esa despedida me viene a la cabeza la imagen de dos bisontes que tras encontrarse y olfatearse mutuamente en medio de la hirsuta sabana, se separan al atardecer bajo un cielo que estalla en llamas.

Esa noche, después de varios días de ausencia, fui a visitar a mi madre. Una brisa empezaba a levantarse. Durante el recorrido de la parada de autobuses a la casa, el viento se encrespó y remolineó. Hubo choque de puertas y batientes. Las coníferas me saludaron con una agitación dichosa, núbil, casi nerviosa. No había nadie en casa, lo que aproveché para cocinar algo decente: berenjenas horneadas y unas tiras de prosciutto, y como secondo piatto, espaguetti con aceite de oliva y pimienta. Cuando estuvo lista la cena, prendí un cigarrillo y me puse a esperar. Me dirigí al aparador a ver si encontraba alguna nota de ella, pero desde que me alejé de casa casi no volví a verlas. En cambio di con una botella abierta de coñac. Tenía años de no probar esa bebida y me serví un traguito, sólo para paladear. ¡Ahhhhh! Era licor del bueno, francés. Qué lástima que Ana Gladys no estuviera a mi lado, recostada contra los cojines, en un vestido floreado. Ella y Mimí andaban de visita con su familia. Uno de sus múltiples hermanos planeaba marcharse al Norte, al mundo del dólar y las muñecas inflables, y el clan se reunía para despedirlo. Traté de imaginármelos, pero no pude. Estaba a punto de poner un disco de Bartok, cuando se oyó un portazo en el fondo de la casa. Sin duda era el cuarto del servicio doméstico, que utilizábamos como bodega. Me asomé a las ventanas. Los cipreses se convulsionaban como una manada de lobos que ha dado con un rastro de sangre. El restallido de un rayo me alegró el espíritu: nada más sublime que una tormenta. Dejé el disco de Bartok a un lado y me serví otro trago, un dedo nada más, en lo que esperaba a mi madre. Los zumos del coñac me entibiaron las entrañas y el corazón. Di una ronda por la casa, celebrando mi bien merecida soledad. Encontré mi cuarto tal como lo había dejado, sus sombras intactas. Un porro me habría venido de perlas: me dirigí a mi viejo escondite en busca de un residuo de mota. Mi mano se hundió ávida como una fiera que irrumpe en la madriguera de su presa favorita. Nada, apenas la memoria de un olor. Pensé llamar a Piolín, quizá tuviera mota... En eso cayeron unas gotas gruesas, ordinarias, inolvidables. Un relámpago iluminó los cuartos del cielo, las luces parpadearon, corrí a mi dormitorio a buscar una linterna con la esperanza de que se fueran las luces en San Salvador. Desde siempre me han arrobado los cortocircuitos magníficos, esos que le cortan la energía a toda la ciudad: entonces cada quien se queda solo con su alma y con su voz. De una gaveta del aparador extraje las candelas que guardábamos para momentos como ese. El resto del coñac de la copa se deslizó por mi gaznate, que rogó por una nueva ronda. Llovía en forma. Bebí un vaso entero de agua, me serví un tercer trago y prendí un nuevo cigarrillo que me supo a gloria. Cuando terminara la guerra, si es que llegaba ese día, mi mayor deseo, pensé, sería poseer un apartamento propio en la provincia más lluviosa que existe. Trabajaría como un demonio desde la salida del sol para volver a mi apartamento a eso de las 14:00 o las 15:00 horas... Sería el momento del diluvio. Sentado frente a unos grandes ventanales, descorridas las cortinas, me dedicaría a beber scotch y comulgar con la lluvia. Tal sería mi rutina y mi recompensa. Ni siquiera necesitaba muchos muebles para vivir así. Bastarían un sofá, una mesa de comedor y una alfombra. Me dirigí al dormitorio de mi madre y pegué la cara contra el vidrio que daba al patio para ver llover. Se estaba bien ahí. El vaho de la tierra mojada se alzó como un gigante recién despertado. Las aletas de mi nariz se distendieron de placer. Permanecí así un largo rato, vacilando entre quedarme inmóvil, dejando la mente flotar en una deliciosa deriva o volver al aparador y llenar de nuevo la copa. Fue en aquel momento, creo, que me entró el impulso indomeñable de platicar con Lupita. Sería una especie de llamada del más allá... Pero antes debía servirme un nuevo trago. Una vez hecho esto me acomodé en el sofá para degustar el coñac con la mirada perdida en los penachos de los pinos, que me hicieron pensar en las grandes batallas de la antigüedad. Habría podido quedarme así de no ser porque me roía el deseo de platicar con Lupita, que probablemente se encontraba a unos pasos de mí, arrebujada en la luz de su sala de estar. Cogí el auricular y marqué su número lo más lentamente que pude. Una corriente placentera circulaba por los canales de mis huesos, algo parecido al túnel del amor, combinada con los tics expectantes de la carne. Zurriagazos furiosos castigaron las ventanas. Ahora los cipreses semejaban capuchinos trenzados en combate mortal con salteadores de camino.

—Aló...

—¿Roki?

—¡Guille!

—Simón, oíme, ¿no está la Lupe?

—No ha llegado, maje, salió con la ruca... Hey, maje, ¿qué te has hecho? ¿Al fin te dejaron salir de la cárcel?

—Más respeto, cabroncito. Estoy en Tegucigalpa, trabajando en la Feria del Libro, si necesitan un enano te mando a traer... Decile a la Lupe que le hablo más noche, que aquí está cayendo un gran vergazo de agua.

—¡Qué casualidad, aquí también!

—No se te vaya olvidar.

—No, hombre, cómo vas a creer.

Desde que conocía a Roki nunca entregaba los recados. No tuve éxito entrenándolo. Degusté mi coñac (ninguno se compara con el primer trago, el que abre las puertas del placer) y prendí un cigarrillo: tenía derecho a una sesión autodestructiva antes de que la guerra se declarara: algo así como una escala en el descenso a los infiernos. Eran las 20:00 pasadas. De mi madre ni señas. El hambre empezó a atormentarme. Un dueto de relámpagos anunció que pronto dejaría de llover. Así es el trópico: la furia y después el silencio. Me levanté llevando la copa conmigo y volví al cuarto de mi madre. Volví a pegarme a los vidrios igual que antes, como para ser testigo de la transición celestial. Sin embargo, no paró de llover. En ese momento empezó a caer una lluvia rítmica, leve pero rebosante de autoconfianza. Abrí la ventana (mi madre tenía por costumbre cerrar las de su cuarto antes de salir) y saqué la mano cuanto pude, como quien se busca a sí mismo al otro lado. Enseguida me dio por observar el cuarto de quien me trajo al mundo: sencillo, reconfortante, denso de recuerdos. Qué bien olía. Reconocí el perfume, esencia de jazmín, una de mis favoritas. De seguro era la fragancia que mi madre llevaba ese día (todo perfume es una especie de carruaje). No paraba de llover. Un impulso me atrajo al tocador y me dediqué a contemplar las fotos desplegadas al pie del espejo, empezando por el retrato del marido, es decir, de mi padre. En otra aparecía mi madre al momento de comerse un sorbete junto al viejo Packard del viejo un día de playa. En otra se me veía a la orilla del estero, alma solitaria sentada en un tronco abandonado, por cierto con un enorme parecido a un caimán. Esta foto siempre me ponía melancólico: era el retrato de la soledad. En otra aparecía mi tío al volante de su primera máquina, un Hondita del tiempo en que empezó a ejercer el Derecho, y a su lado su primera esposa, una maestra de primaria, la preciosa Elizabeth. Dejé la copa en el tocador y abrí la primera gaveta. Desde niño no había curioseado por ahí. Lo que me atrajo de inmediato fue el arconcito donde mi madre guardaba sus cartas y el álbum familiar. Ahí, en las primeras páginas, apareció la foto del pintor con barbita de chivo que la pretendió por un tiempo, mucho antes de conocer a mi padre. Siempre fue un misterio por qué no se casó con él. De seguro nuestra vida habría sido muy distinta o por lo menos más interesante: era uno de los artistas más conocidos del país, lo que hacía evocar veladas fascinantes, licores finos, viajes a tierras exóticas con nativos exóticos como París, Bruselas y Nueva York. También descubrí una vieja carta del ruco dirigida a mi madre. Al principio no la identifiqué: ajada, amarillenta, olvidada. Comenzaba con un “Mi adorada chiquita”... ¿Mi adorada chiquita?... Qué raro, nunca oí al viejo dirigirse a ella con esa ternura. Recuerdo que cuando mi padre quería contentarla, por ejemplo a la mañana siguiente de una riña, le daba por contarle un chiste o algo así, lo que ella rechazaba invariablemente: mi madre es una mujer delicada. Lo cierto es que nunca lo oí llamarla “chiquita” o “muchacha”, o “meloncito” o nada parecido. Ternura perdida, desgaste: ¿el fin ineluctable de toda relación matrimonial? La carta procedía de Panamá, país que él visitaba frecuentemente en sus viajes de negocios. Según se desprende de la lectura, en esa época el viejo ya se dedicaba al comercio de calcetines. En cierto momento alude a mí: “nuestro monito”, decía, lo que me pareció insultante. También mencionaba los regalos que traía para nosotros: un pantalón y unas botas vaqueras para mí, y un anillo con piedra de aguamarina para ella.

Fue a estas alturas, creo —las memorias son borrosas en este punto— que empezaron a brotarme las primeras líneas de un monólogo. Aunque el deseo de hablar con Lupita se extravió por algún resumidero, aún me acuciaba el deseo de comunicarme. Vacié la copa y fui a servirme más, pero antes repuse los recuerdos de mi madre en su caja, incluidos unos colochos que seguramente me pertenecieron en una lejana edad. Deje el cuarto de mi madre tal como lo había encontrado, fui por la botella de coñac y llevándola conmigo me posesioné del escritorio del viejo, que mi madre utilizaba para guardar sus partituras y materiales pedagógicos. A continuación, sin dejar de beber, me dediqué a abordar con gran familiaridad, a sotto voce, los más graves asuntos humanos, observado únicamente por los pinos. Nunca me expreso mejor que cuando bebo. Entonces me convierto en la persona más interesante y profunda que conozco. Pero conste, tengo que estar solo. Esa vez, por ejemplo, tomé en mis manos la hoja de una begonia que encontré al pie de una maceta y me dediqué a reflexionar sobre la esperanza. Fue un largo monólogo, no menos de una hora. Cesó de llover. Comí abundantemente y de prisa, y dejé el resto a mi madre. Los árboles se sosegaron. Llegué a la cama llevado en vilo por una especie de torbellino delicioso. Me hundí en el fondo de una barcaza negra, silenciosa, conducida por una figura oscura, que pretendía trasladarme a una orilla brumosa.