Entrevistas
“Hay que desmitificarlo”
El octavo de los hermanos

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El último viernes de julio de 2004 en el hotel Las Américas de Cartagena García Márquez cerró un encuentro de cincuenta periodistas de lejanas provincias de Colombia que luchan por la libertad de prensa. Luego de un largo aplauso se acomodó en su silla, cuadró sus gafas, arregló con timidez unas cuartillas, y con los ojos cerrados (casi empuñados), se acercó al micrófono. Su voz tenía los rasgos del Caribe pero sin dejos pedestres y sin golpear palabras. Era la misma voz del discurso en el Premio Nobel; una voz cercana, familiar, que metió a todos en el hechizo, porque —no había duda— se encontraban frente a García Márquez. Los asistentes se quedaron pegados a los atractivos de ese fraseo como buscando en García Márquez al mismo Gabo. Un fraseo en el que uno puede encontrar el cruce de mitos, sugerencias e ironías con la insólita eficacia del idioma.

García Márquez cerró su corta intervención con la frase que su madre Luisa Santiaga Márquez decía cada vez que se refería a los que ejercen el oficio más bello y peligroso del mundo: “Pobres muchachos, tienen alma de toreros pero a diferencia de éstos no solamente les pagan salarios de hambre sino que los matan por sapos”. Enseguida se desató un aplauso.

Un grupo se le acercó a estrechar su mano, a felicitarlo, a tocarlo, pero sobre todo a oírle. Quien hablaba era Jaime García Márquez, el octavo de los hijos del telegrafista de Aracataca, un hombre que durante toda su vida ha sido ingeniero contratista y hoy es el más cercano hermano del Nobel colombiano. En este hombre, por azar genético, todos escuchan la voz de Gabo, y de paso ven su encarnación. Su cabello plateado, su estatura, el movimiento de sus ojos cuando busca una palabra, su sonrisa, pero más que nada su voz, tienen un inquietante parecido con los del célebre escritor a pesar de la diferencia de edad.

Esa igualdad fisonómica está en ese grupo de gestos con el que Jaime arquea sus cejas y aprieta las arruguitas de los ojos, como lo hace Gabo en muchas de las fotografías publicadas en el mundo.

Jaime tiene una recia constitución y mide más de 1,68, una sonrisa constante que da la impresión de que lo hubieras conocido hace mucho. Hay en él la vieja veta de la mirada trágica y festiva al tiempo que tienen los hombres del Caribe, y todas sus gesticulaciones están diciéndote que “no sabes de lo que te pierdes si no hablas conmigo”. Y en verdad de lo que uno se pierde si no habla con él.

Algunos de los que lo rodean lo defienden aduciendo que no tiene la más mínima culpa porque no se trata de algo deliberado ni de arrogancia, parapetos que nunca ha tenido este García Márquez. “Lo que pasa”, dice, “es que siempre que alguien me conoce el tema a tratar será Gabito, y lo verá en mí. Al principio me dio algún trabajo pero ya me acostumbré y lo entiendo. Creo que lo más interesante es que la gente me da el amor que no puede darle a él”.

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Jaime García Márquez hoy es el subdirector de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, creada por su hermano Gabo a mediados de los noventa y que dirige el abogado y periodista Jaime Abello Banfi.

En esta empresa Jaime García Márquez ha añadido todo el amor que le tiene a sus motoniveladoras y buldózeres. En su diminuta oficina, enclavada en el centro amurallado de Cartagena —a pocos metros de donde operó durante décadas El Universal, diario en que el escritor hizo sus primeras notas— Jaime habla haciendo grandes círculos con las manos y trazando en una libreta mapas mentales, dibujos intrincados, mapas arduos y mandalas. Mientras lo hace cierra de nuevo los ojos, casi empuñándolos.

A diferencia de muchos ejecutivos sabe decir con exactitud lo que le pasa por la cabeza en su momento. Confiesa que le aterran las entrevistas. Considera —como su hermano— que hablar con un periodista es la cosa más peligrosa del mundo. Pero cuando suelta esta admonición se siente también algo de elogio. De las mil y una maneras insistió en que no se usara grabadora porque a él le interesaba más el diálogo.

“Hablo más que Gabito y de manera atropellada”, dijo mientras imprimía algo de ternura al diminutivo y al tiempo escribía en su libreta mirando una y otra vez un grueso reloj azul de plástico con letras gigantes.

Aparte del terror a los aviones (innato a todos los García Márquez y ya distintivo en el Premio Nobel) Jaime tiene un miedo visceral a hablar en público. “Siempre que hablo en público lo hago queriendo salir del embrollo, con los ojos apretados y a la de Dios”.

A pesar de que es un formidable conversador teme ser fuente formal de declaraciones y más cuando casi todo el mundo ve en él a Gabo.

En una de las paredes de la oficina hay un grupo pequeño de fotografías. En una de ellas está Jaime, su esposa Margarita y Gabo; allí parece que quien hablara fuera el escritor. En otra en cambio está Jaime, Gabriel García Márquez y Eligio, el menor de todos, este último periodista y escritor fallecido en el 2001; en esta fotografía en cambio Gabo está en silencio mientras que a los otros se les ve que hablan hasta por los codos.

Lo que ocurre es que para Jaime hablar es uno de los modos del ser y es una de las mayores herencias de la familia. Eso se palpa cuando en situaciones específicas los García Márquez sueltan lapidarias frases que quedan inscritas en la memoria de muchos. Un ejemplo de ello son las frases de los padres cuando Gabriel García Márquez recibió el Nobel. El periodista Juan Gossaín entrevistó a su madre por radio y ella respondió: “Bueno, entonces que me arreglen el teléfono que ya lleva 3 meses descompuesto”. Por su parte el padre contestó: “Siento lo que siente un niño cuando le dan un confite”. Jaime en cambio, tratando de continuar con la usanza de este tipo de respuestas, le dijo años más tarde a la periodista Silvia Galvis: “Más que un hermano Nobel me hubiera gustado que fuera banquero”. Lo hizo para referirse a las necesidades por las que pasa un ingeniero civil con la financiación de sus obras.

Eso le costó a Jaime. Un día estuvo junto con Gabo de visita en La Habana. Fidel Castro se enteró, así que los visitó y, en el momento de la presentación, el Comandante le imprecó a Jaime: “¿Tú eres Jaime? ¡Oye, a ningún hermano se le hace eso! ¡Cómo es que prefieres que hubiera sido banquero antes que ganarse el premio Nobel! ¡Tú estás en nada!”. Tratando de arreglar las cosas Jaime no encontró argumento para explicarle a Fidel Castro. Gabo entonces le dijo que no perdiera el tiempo ya que él mismo había intentado mil y una maneras para explicarle a Fidel el contexto y sobre todo el porqué de la expresión. “Pero no lo entenderá, el Comandante no lo entenderá, Jaime”.

—Creo —dijo Jaime— que fue un reproche amoroso pero a este hombre, que tiene la cabeza ocupada en cosas tan importantes, se le pudo ver que estaba a la caza del momento para reclamarme.

En la libreta Jaime ahora traza un mapa que intenta ser un árbol genealógico tan sinuoso como el de los Buendía. Dice que todos los García Márquez tienen una fuerte herencia verbal que en Gabo alcanza su cúspide.

“Creo que el carácter de Gabito y de todos los hermanos está cimentado en la fuerza monolítica y la cultura ancestral de mi madre, una mujer de La Guajira; y en la fuerza de la digresión de mi padre, quien era un conversador delicioso y daba mucha vuelta. Algunas frases que están en toda su obra vienen de la herencia de mi mamá. Por eso muchas veces, cuando hablamos, la gente cree que estamos parafraseando a Gabito, pero se trata de la fuerza de la sangre”.

Por estos motivos nunca se cansa de advertir que cuando él habla lo que formula es su opinión y no la de Gabo, porque la gente tiende a creer que está hablando con el escritor, lo que confirma una de las máximas de Augusto Monterroso: sólo el renombre de quien lo emite hace que ciertas ideas valgan algo.

Para la escritura de Vivir para contarla, Gabriel García Márquez entrevistó a varios amigos poetas y escritores y de paso entrevistó a Jaime y a otros integrantes de la familia. Usó una grabadora y al escuchar la voz de su hermano quedó impresionado por el extremo parecido de la voz de Jaime con la de él. “Esto corrobora mi tesis sobre la mitificación. La gente se agarra de algunas tonalidades y escuchan la voz de Gabo en la mía. Siento que es un hallazgo forzado, sin embargo, a mí esa despersonalización no me hace ningún daño porque, como dije, me entregan ese amor que está de alguna manera destinado a mi hermano, el famoso”.

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Este hombre carraspea, se menea, aprieta los ojos, mueve demasiado las manos, sólo para insistir: “A mi hermano Gabito hay que desmitificarlo y sin duda hay que mitificar a Margot”. Hay algo de ardor en sus ojos porque Margot, la primera de las hermanas, es quien se echó la casa encima en muchos momentos cruciales.

“Creo que la gente no lo conoce bien, conocen su obra, pero lo han mitificado, eso es natural. Es un hombre que convierte un tema elevado o escabroso en un tema a la altura de la vida. No deja que a nadie se le suban los humos a la cabeza y tiene una ternura portentosa. Es un hombre valioso. Es un hombre que conoce profundamente el alma humana, sobre todo a las mujeres. El Gabo que yo conozco es de carne y hueso, pero eso no lo van a creer muchos. Es un hombre de inmensa generosidad, su genio está en el trabajo porfiado y disciplinado. Demora más chequeando los datos que escribiendo. En una conversación Gabo es muy plano y callado. Por eso repite que no es un intelectual sino un escritor. Contrasta con los demás hermanos porque somos una familia en la que nos peleamos por la palabra”.

No obstante, Jaime ha agregado más mito al mito. Uno de esos casos le ocurrió a él mismo y lo citan varios de sus biógrafos. Tiempo después de la publicación de El otoño del patriarca, un día cualquiera iba por una calle de Barranquilla en su pequeño campero, cuando de pronto emergió de una esquina, envuelto en una aureola mágica, Gabriel García Márquez. Nadie se imaginaba que estuviera en esa ciudad, por eso la sorpresa fue grande, pues no tenía ni idea de que iba a suceder ese encuentro. Jaime no ocultó su alegría y Gabo se subió al campero con una tranquilidad pasmosa diciéndole: “Yo sabía que justo en esta esquina iba a encontrarme contigo, de eso no tenía la menor duda, no sé por qué medios pero yo ya lo sabía”.

Muchas anécdotas se agregan a esta al extremo de endilgarle la fama de agorero. “Lo que pronostica Gabo se cumple, tiene boca de santo”. Y agrega que le creyó cuando dijo hace muchos años que algún día iba a escribir un libro que se vendería más que El Quijote. Pero la mayoría de las veces “predice” cosas negativas y por ello los hermanos le temen cuando abre la boca.

Desde la fotografía, Eligio lo mira mientras Jaime relata otro suceso. Eligio y Gabo van en carro por una de las calles de Bogotá. Éste se detiene en un semáforo. Eligio bajó los vidrios, y enseguida desde la calle una mujer se percató de que el Nobel iba allí y gritó: “¡Gabo, tú no existes!”.

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Ahora lo interrumpió una llamada. Habló por teléfono sobre el Alzheimer y sin ninguna complicación explicó las condiciones genéticas del intrincado azar que hace que aparezca este mal progresivo en el cerebro: “Prefiero que me dé a los 85 y no ahora”. Enseguida se entiende que todos digan que cuando habla parece un científico. Uno de sus autores de cabecera es el colombiano Rodolfo Yinás.

Jaime, aunque no tiene una formación racional, ama las matemáticas. Por eso es que Gabo le dice que es el racionalista de la familia. Un día Jaime le ripostó: “¡Óyeme, que racionalidad ni qué carajo!, en el fondo todo es producto de esa cultura caribe que es pura emoción, lo único que vale la pena en el hombre es eso: la emoción”.

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Son proverbiales las reuniones que hace la familia. Una costumbre que tienen los hermanos García Márquez —hasta el presente— es reunirse a conversar atando los recuerdos de la familia hasta el amanecer. A este juego del recuerdo lo llaman “el rincón guapo”. Numerosas son las claves de la obra de Gabriel García Márquez pero una de las de mayor peso es el poder sugerente de la recordación. De esta confección participan Jaime y todos sus hermanos vivos. Por eso se entiende que el epígrafe de Vivir para contarla esté tan lleno de sugerencias: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”.

Gabo le ha dado a su hermano Jaime más de un tatequieto. En uno de esos rincones guapos Jaime hablaba mucho de la pobreza de la familia en el pasado hasta que su hermano, el famoso, le dijo que no era que hubieran sido pobres sino que eran muchos. Que pobreza es cuando no hay cosas, pero que cuando son muchos las cosas no alcanzan. Contrario a lo que se piensa eso demuestra el carácter práctico del Nobel. “Este hombre es capaz de hallar diferencias muy sutiles en el nivel del lenguaje que muchos otros no encuentran. Mi mentalidad es demasiado lógica, la de Gabo es intuitiva y de enfoques insólitos”.

Jaime recuerda que cuando tenía 7 años ya Gabo salía en los periódicos. En aquel tiempo eso sólo lo hacían las personas importantes. Así que siempre tuvo la sombra de su hermano y la de su apellido. Cualquiera estaría vigilante de sus actitudes. En eso consiste el peso de uno de los apellidos más prestantes de Colombia y del mundo. Por ello cuando Jaime estuvo de alguna manera muy cerca del uso del erario público siempre tuvo encima la constante de no bajarle un centímetro a la honorabilidad de esta familia.

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Jaime recuerda tantos pasajes de ese laberinto de la obra de García Márquez y ha sentido que de una u otra manera están relacionados con experiencias suyas y de su familia. Eligio, que murió en el 2001 de un tumor cerebral, escribió una extensa investigación sobre los orígenes de Cien años de soledad, que se tituló Las claves de Melquíades. Muchos de esos orígenes fueron momentos telúricos de la familia. Jaime, por ejemplo, recuerda que a los 10 años vio muerto a Cayetano Gentile, el personaje de Crónica de una muerte anunciada. Lo ve aún con la camisa llena de sangre y barro y se acuerda claramente que el día estaba lluvioso.

Por su parte, Eligio, considerado uno de los mejores escritores de su generación, encontró la solución al problema de la sombra que monopoliza el apellido. En una entrevista sobre su novela dijo: “Cuando García Márquez ha tomado a Cartagena como de él, escribir es mucho más complicado. Pero mi Cartagena es totalmente distinta a la de García Márquez. En mi novela estoy yo”.

Jaime tiene 10 hijos, siete suyos y tres que ha ayudado a criar a uno de los hermanos. Por eso empieza a compararse con el coronel Aureliano Buendía, que le llamó a eso “la cruz de ceniza”, o sea tener hijos con distintas mujeres.

Podría pensarse que esta familia es un gran sistema planetario unido a un sol llamado Gabriel García Márquez en la mitad. Pero Jaime asegura que el verdadero centro de ese sistema es el espíritu de la madre Luisa Santiaga y su extensa herencia.

La familia dice que Jaime es un despilfarrador, pero esto lo niega diciendo que la mejor inversión es la educación. Con todo, sus secretarias en la Fundación Nuevo Periodismo, Anyelina y Everly, aseguran que es un hombre dadivoso, que dos veces por semana compra El Baloto, una lotería en Colombia por acumulados que supera los 30 mil millones de pesos y que en una lista tiene a todos los trabajadores de la Fundación.

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“Gabo cuando discute conmigo lo hace como el mejor de los amigos. Se distingue por las dos o tres frases que desarman al que sea, en cualquier discusión nos derrota con gran facilidad”.

En 1966 Gabo le pidió desde México que hiciera una investigación para Cien años de soledad sobre la escena de la matanza de los bananeros en la plaza. Cuando Jaime averiguó se sintió orgulloso y le mandó la frase que repitieron los obreros cuando el militar les ordenó que salieran de la plaza: “Le regalamos el minuto”, Gabo respondió tiempo después diciendo no se sintiera mal pero que no había descubierto nada del otro mundo y que esa era la frase más conocida de Latinoamérica.

Ese es el tipo de sana emulación que ha caracterizado a esta hermandad por décadas y que ahora madura cada día.

Pero Jaime dice con gozo que es un contradictor del Nobel, en un nivel menor, uno más cercano y familiar, que es acaso en donde se dan los dominios más importantes de la vida. “Le contradigo y eso le gusta, lo sé por su manera de mirarme cuando lo hago. Será porque todos le adulan, debe ser aburridísimo para él tener siempre la razón. Pero como hermano no tengo duda que produce una indescriptible seguridad cuando está cerca”.

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Fue a finales de octubre de 2004, en Cartagena, durante una reunión de aportantes del plan Colombia y de más de cien ricos de toda América Latina. Vestido de blanco García Márquez camina del lobby hacia la puerta de vidrio del hotel Santa Teresa. A pocos metros hay un grupo de asistentes al encuentro de ricos, junto a ellos un grupo de botones curiosos. De repente, una gran Van blanca blindada se detiene en la entrada seguida de dos automóviles. Todos se quedan expectantes. De los autos bajan varios guardaespaldas. Un silencio precedió al ruido de la puerta corrediza de la Van. Luego emergió de ella, vestido de blanco y con sus cabellos canosos movidos por la brisa de octubre, García Márquez, el famoso. Ahora están frente a frente y, ambos, vestidos de blanco.

—Oye, tú me vas a matar de un infarto. ¿Cómo no avisas que vas a venir a Colombia? —dice pasmado Jaime.

—Qué te vas a morir tú, con todas las barbaridades que has hecho en tu vida —contestó el Nobel.

Ambos siguieron caminando con pasos cortos y con la premura que los caracteriza hacia el interior del hotel y en medio de la efusiva discusión que han mantenido a lo largo de la vida, acaso hablando de los nombres habidos y por haber de todos los pájaros sin nombres, o de muertos inmemoriales que salen con tapones en el cuello, o de los espíritu en pena de los Buendía, o de remotos primos y tíos irremisiblemente olvidados en la historia de la familia. Los testigos, a lado y lado, asombrados y con los ojos redondos, empezaron a comentar sobre los dos personajes y sobre la casualidad de que estuvieran vestidos de blanco y sobre ese aire indefinible que impone la celebridad a quienes toca. Justo en ese momento, ambos García Márquez resolvieron, de una vez por todas y para siempre, el enigma más grande de la vida de García Márquez: el del don de la ubicuidad.