Artículos y reportajes
Memorias de Adriano: a la espera del tiempo

Marguerite Yourcenar. Fotografía: JP Laffont (1979)

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“Todo ser que haya vivido la aventura
humana vive en mí”

Marguerite Yourcenar

“Yo entreveía de otra manera mis relaciones con lo divino.
Me imaginaba secundándolo en su esfuerzo por informar
y ordenar un mundo, desarrollando y multiplicando sus
circunvoluciones, sus ramificaciones y rodeos. Yo era uno
de los rayos de la rueda, uno de los aspectos de esa fuerza
única sumida en la multiplicidad de las cosas, águila y toro,
hombre y cisne, falo y cerebro conjuntamente. Proteo que
a la vez es Júpiter”.

Memorias de Adriano.

Europa nos dio, durante e inmediatamente después de la segunda guerra mundial, obras literarias fundamentales. Fundamentales por su lenguaje, por su estilo, por su tema, pero sobre todo por su contemporaneidad, por su postura ante un mundo que quería emerger de entre las ruinas y la irracionalidad; fundamentales por la búsqueda de una actitud nueva ante la vida y ante la humanidad misma. Ahí están el Doctor Fausto (1947) de Mann; El tambor de hojalata (1959) de Grass; El juego de los abalorios (1943) de Hesse; La peste (1947) de Camus; Zorba el griego (1948) de Kazantzakis, y tantas otras. Pero, de entre todas ellas, emerge una obra, menos conocida sí, pero no por ello menos perfecta, menos visionaria y particularmente, más intemporal y por ello, más idónea y necesaria en cualquier tiempo. Obra que también merece ser eterna, siempre, me refiero a Memorias de Adriano, escrita por Marguerite Yourcenar.

El libro de Yourcenar, publicado en el otoño de 1951 por la editorial francesa Plon, apareció en ese mismo verano, publicada en tres partes, en la revista La Table Ronde. En agosto, la autora escribe: “...pienso [...] que el libro tendrá probablemente pocos lectores, en todo caso pocos lectores buenos”. La obra fue traducida en 1955 del francés al español, dichosa y más que perfectamente, por nuestro gran escritor Julio Cortázar, y esa es la edición que conocemos los latinoamericanos. Para los lectores de habla inglesa, la obra se publicó también en 1955 por la editorial Farrar, Straus and Young de New York, siendo traducida del francés por la amiga de la escritora, Grace Frick, con quien la autora compartió más de treinta años de vida en común en su mutuo retiro de Mount Black Island —una isla en las costas de Maine, Estados Unidos. A este lugar ambas lo bautizan con el nombre de La Petit Placiere.

La obra se gesta ya en los años 20 y queda inconclusa, siendo en el “exilio” de la autora que la obra es reanudada, en 1947, cuando Yourcenar recupera manuscritos y cartas, perdidas en Europa a razón de la segunda guerra mundial. “Hay obras a las que hay que atreverse después de los cuarenta años”, dice Yourcenar. Al momento de finalizar la obra, la escritora cuenta con la edad de 48 años.

Lectora atenta de Proust y de Mann —a quien le llama maestro—; traductora de Woolf, estudiosa de Gide, con quien le unió un vínculo de amistad, Yourcenar no escapa a la más ingente contemporaneidad, a la mejor tradición de la prosa de la segunda mitad del siglo veinte y a esas tendencias nuevas que surgen de la época. Profundiza en todas las culturas desde la japonesa hasta la quechua. Siendo su primera lengua el francés, domina a su vez el inglés, el griego, el latín, el italiano y no tiene fronteras para estudiar y reflexionar del pasado y del presente en lo que de mejor ha dado el género humano en la literatura y la cultura: traduce poesía clásica griega, recoge leyendas orientales desde los Balcanes al Japón. “Hay más de una sabiduría, y todas son necesarias al mundo; no está mal que se vayan alternando”, dice a través de Adriano.

Al parecer la más completa biografía de Yourcenar que se haya conocido, es la elaborada por Josyane Savigneau, amiga personal de la escritora y quien fuera, a su vez, la crítica literaria de Le Monde. Esta biografía fue publicada en español en 1991. Se debe mencionar que la escritora formó parte de la Academia Francesa de la Lengua desde 1981, siendo la primera mujer elegida para ello en 300 años. Paradójicamente, quizá, la revista de crítica literaria más prestigiosa de Estados Unidos, The New Yorker, únicamente registra un artículo sobre la autora y su obra, escrito en febrero del 2005 por Joan Acocella. Contemporánea de Marguerite Duras y Simone de Beauvoir, la obra de Yourcenar parece ser menos conocida que la de sus coterráneas, al menos de este lado del atlántico.

Yourcenar viaja incansablemente. Grecia guarda para ella un encanto particular, y viaja a esas tierras muy frecuentemente; pero de igual forma, visita Rusia, Noruega, África, Holanda, Alemania; realiza permanentes estadías en Italia, Francia, España. Aquí busca y visita el lugar donde se supone Lorca fue enterrado. Recorre incansablemente la Villa Adriana en Roma, mientras la obra va escribiéndose internamente. Siempre su correspondencia viaja más lenta que su destinataria, que tiene que alertar a sus amigos de cuál ha de ser su próxima dirección postal. Mas su residencia permanente, después de 1950, es su querida isla en Maine, Estados Unidos. Allí cultiva árboles, cuida de sus perros y va construyendo con el tiempo una riquísima biblioteca personal que recubre todas las paredes de su casa.

La libertad es un tema yourceniano; el conocimiento y el poder de la razón; la sensualidad y el respeto a la naturaleza. Los sueños le son dignos de profundas reflexiones y escribe en los años treinta un libro dedicado al tema, Sueños y destinos, que fue publicado en inglés, hasta 1999. A sus 23 años publica una obra controversial, Alexis, donde aborda el tema de la homosexualidad, y del amor no correspondido. Su erudición le permite ambientar cualquier época y región. Cuentos orientales (1938) y Como el agua que fluye (1982) lo atestiguan.

Memorias de Adriano no surge del caos de la posguerra, surge de la búsqueda de una escritora por un personaje genuino, único y que conjugara una cosmovisión, una actitud, una filosofía personal, múltiples temas; surge del intento de literaturizar un hecho donde se dio la feliz conjunción “de un temperamento, un mundo y una función” y por lo tanto, expresar los máximos límites y las extremas posibilidades de un ser humano dentro de sus circunstancias vitales. Y la obra responde, así, a la necesidad de concluir, en un momento justo, la inquietud que la escritora ha venido madurando a lo largo de veinte años; luego, a la necesidad de la utopía; a una urgencia por la verdad, y a dibujar la posibilidad de que el ser humano es capaz de la construcción de un mundo mejor y feliz, aun siendo nosotros falibles, imperfectos y mortales. Que sea la posguerra donde se da a conocer el libro, bien, pero pudo ser en otro momento histórico, cualquiera, pues los humanos siempre soñamos esas posibilidades.

Esta es una obra humanista, su preocupación es también la sociedad y el individuo; la sabiduría y el poder; el bienestar de la sociedad, su gobierno, su sufrir y sus formas de redención. Pero no es un manifiesto, o una tesis; no es un tratado ni un frío documento histórico; va lejos de la hagiografía: es una novela histórica, por lo tanto es ficción y verdad. Pero es también, un ahondamiento dentro de una personalidad, de cómo ahí se entretejen los afectos, las convicciones, las capacidades y la ideología; el crimen y la virtud. A la imaginación psicológica de un Stefan Zweig, Yourcenar antepone el conocimiento y la comprensión justa de los actos humanos. Sin el uso de diálogos con los otros, más bien, en el diálogo consigo mismo sobre los otros, se nos descubre un mundo interno como un mosaico de rasgos infinitos. Y esto a través de un lenguaje lleno de aquello que Borges llamaba a ser la cualidad principal de un escritor: el encanto, donde se entrelaza la más justa palabra para la perfecta imagen. La novela es el más claro ejemplo de una prosa exquisita, que sólo un escritor como Cortázar podía permitirnos disfrutar con su traducción.

Cuando el libro es publicado veníamos de un mundo horrorizado, desconfiado y destruido, íbamos en busca de un sentido, de una nueva razón, o simplemente de un intento por justificarnos, Así, por ejemplo, nació una filosofía del individuo y su libertad, su autodeterminación, cuyo análisis de suyo excede la intención de este escrito, pero que es un punto de referencia. El presente era entonces, en ese momento de la historia, una necesidad de transformación, y el futuro un sueño, una actitud nueva frente al mundo.

La obra está escrita en forma de una extensa carta plagada de recuerdos, de memorias, de reflexiones; estas memorias tiene un destinatario, una persona: Marco Aurelio, a quien Adriano ya ha elegido como su sucesor en el poder. Pero escribir en primera persona es un reto para cualquier escritor. Autor y personaje van de la mano, pero para el escritor serio, el personaje es una individualidad ajena, es un yo distinto al que tiene que dejar ser y que tiene que conocer, y “en literatura la imaginación es el conocimiento”, dice Carlos Fuentes: hay que imaginar. Pero en la novela histórica, es un imaginar sobre la base de un estudio lo más amplio posible de ese ser y de su ambiente; de ese yo y su circunstancia, si queremos hablar con las categorías de Ortega y Gasset, y que Yourcenar nos lega tan literariamente en la voz de un hombre, sus afectos, su poder y su mundo.

“Memorias de Adriano”, de Marguerite YourcenarAl mismo tiempo, como señala Milan Kundera en su ensayo El arte de la novela, “hay, por una parte, la novela que examina la dimensión histórica de la existencia humana y, por la otra, la novela que ilustra una situación histórica, que describe una sociedad en un momento dado”. A mi entender Yourcenar logra ambas cosas, destacando principalmente esa dimensión histórica de la existencia de una persona (el emperador Adriano). Por otra parte, siguiendo siempre a Kundera, “crear a un personaje vivo, significa: ir hasta el fondo de su problemática existencial”. Y esto es el logro mayor de esta novela. En ningún momento la autora nos habla de algún atributo físico de Adriano. No lo necesitamos. Esa falta de información no lo vuelve menos vivo ante nosotros. Lo que le da vida es ese hombre en su oposición o sumisión frente a sus importancias, eso de que la circunstancia está hecha en la vida personal, para tomar otra categoría orteguiana.

Dice Yourcenar en una carta a Joseph Breitbach: “De todas mis obras, no hay ninguna otra en la que haya puesto, en cierto sentido, tanto de mí misma, tanto trabajo, tanto afán de absoluta sinceridad; ninguna otra tampoco en donde yo me haya más deliberadamente eclipsado ante un tema que me excedía”. Y prosigue en la misma carta: “Lo que, por contraste, me interesaba mostrar en Adriano, era que fue un gran pacificador que nunca se limitó a vanas palabras, un letrado, heredero de varias culturas, que fue así mismo el más enérgico de los hombres de Estado, un gran individualista y, por esa misma razón, un gran legislador y un gran reformador; un voluptuoso, y también (no digo pero también), un ciudadano, un amante obsesionado por sus recuerdos, unido por diversos lazos a varias personas, mas también al mismo tiempo, y hasta el final, una de las mentes más controladas que jamás se dieron”.

Así, entrar en el alma de un hombre que existió hace casi dos milenios y que en su momento fue el emperador romano más espiritualmente griego que existió; vivir con él sus sueños, sus delirios, sus deseos, sus dolores, sus impulsos y manías; visionar junto a él un futuro que para nosotros es presente. Llegar y compartir un pasado que lo sentimos como un hoy y que nos arrastra con su torbellino de vivencias; en otras palabras, jugar con el tiempo, hacerlo o dejar que nos haga a su antojo, eso es Memorias de Adriano: una invitación, un viaje sin retorno ya, al pasado más lejano y más próximo que podamos sentir a un mismo tiempo.

Después de varias relecturas a lo largo de una década, descubro lo que Borges decía de la lectura: “Ahí donde el libro encuentra su lector, se produce el hecho estético”; sólo que con este libro el hecho estético deja paso a algo más, a la delicia de imaginarse —por obra de creer en el lenguaje—, que uno como ser humano es eterno, poderoso, y al mismo tiempo mortal, vulnerable, susceptible y lleno de estulticia. En otras palabras, de reconocerse más como humano.

Adriano es un hombre dentro de la historia, como cualquiera de nosotros, que en su momento fue el hombre más poderoso de la Tierra y, junto a este personaje, uno se reconoce en aquellos sentimientos y temores que son tan nuestros en cualquier tiempo: “Quería el poder. Lo quería para imponer mis planes, ensayar mis remedios, restaurar la paz. Sobre todo lo quería para ser yo mismo antes de morir”, dice Adriano. Y proféticamente declara: “...la raza humana necesita quizá el baño de sangre y el pasaje periódico por la fosa fúnebre... Veía volver los códigos salvajes, los dioses implacables, el despotismo incontestado de los príncipes bárbaros, el mundo fragmentado en naciones enemigas, eternamente inseguras”. Es que este personaje nos desnuda, nos habla de la intemporalidad y la universalidad de nuestra esencia como personas históricas, hacedores del bien y del mal a lo largo de los tiempos.

Pero también, nos hace enorgullecernos de nuestras posibilidades: “Un hombre que lee, que piensa o que calcula, pertenece a la especie y no al sexo; en sus mejores momentos llega a escapar a lo humano”, reflexiona. En otros pasajes nos dice: “Cuando hayamos aliviado lo mejor posible las servidumbres inútiles y evitado las desgracias necesarias, siempre tendremos, para mantener tensas las virtudes heroicas del hombre, la larga serie de males verdaderos, la muerte, la vejez, las enfermedades incurables, el amor no correspondido, la amistad rechazada o vendida, la mediocridad de una vida menos vasta que nuestros proyectos y más opaca que nuestros ensueños —todas las desdichas causadas por la naturaleza divina de las cosas”.

A través de esa voz nos vemos inducidos a creer en nosotros: “La vida es atroz, y lo sabemos. Pero precisamente porque espero poco de la condición humana, los periodos de felicidad, los progresos parciales, los esfuerzos de reanudación y de continuidad me parecen otros tantos prodigios, que casi compensan la inmensa acumulación de males, fracasos, incuria y error. Vendrán las catástrofes y las ruinas; el desorden triunfará, pero también, de tiempo en tiempo, el orden. La paz reinará otra vez entre dos periodos de guerra; las palabras libertad, humanidad y justicia recobraran aquí y allá el sentido que hemos tratado de darles”.

No se puede ser más realistamente optimista; no se puede dejar de pensar en los humanistas, en Erasmo de Rotterdam, en Rolland, en Tolstoi, en Gandhi. A través de esa voz, que viene del pasado, y que nos habla, recobramos algo que siempre tiende a perderse después de Auschwitz, de Ruanda, de El Mozote, de Hiroshima. Recobramos, creo, la esperanza y la confianza en la posibilidad de la perfectibilidad, pese a nuestras imperfecciones humanas. No sé si Vidal o Graves han logrado con su trabajo algo parecido; pero Yourcenar recobra no sólo un personaje, crea, por medio de un monólogo, un diálogo sobre lo que más preocupa a la persona humana: el intento de ser feliz y trascenderse, pese a la enfermedad, la vejez y la muerte.

La autora luchó siempre por ser fiel a la verdad histórica. Sus fuentes bibliográficas, sus visitas arqueológicas, sus estudios numismáticos y sus profundas incursiones en los estudios culturales y lingüísticos pudieran agotar decenas de páginas tan sólo en lo referido al soporte factual de la obra. (No le fue permitido publicar inicialmente los Carnets o Notas sobre sus investigaciones para escribir Adriano debido a su extensión, que en la versión en español consta de sesenta y cinco páginas). Fue fiel a la verdad histórica y fue, al mismo tiempo, apasionada en la creación literaria. “Conforme iba avanzando, más y más crecía mi respeto por los hechos y por la individualidad única del personaje al que yo trataba de acercarme”, nos comenta en su correspondencia.

Hay que destacar en la obra que Yourcenar escribe decenas de páginas dedicadas a los recuerdos que Adriano guarda de Antinoo —su joven amante—, el encuentro, su vida amorosa junto a él, su muerte y su lucha por perpetuarlo después de muerto. “Cuando considero esos años creo encontrar en ellos la Edad de Oro. ...El trabajo incesante no era más que una forma de voluptuosidad. Mi vida, a la que todo llegaba tarde, el poder y aun la felicidad, adquiría un esplendor cenital... Dejé de hacer preguntas a los oráculos; las estrellas no fueron más que admirables diseños en la bóveda del cielo... Releí a los poetas. Escribí versos...”. Y en su duelo escribe: “La muerte asomaba por doquier en forma de decrepitud o de podredumbre: la mancha de un fruto, la rotura imperceptible en el rotillo de una colgadura, una carroña en la ribera, las pústulas de un rostro... sentía que mis manos estaban siempre algo sucias”. Y Adriano prosigue: “Todo se venía abajo; todo pareció apagarse. Derrumbarse el Zeus Olímpico, el Amo del Todo, el Salvador del Mundo, sólo quedó un hombre de cabellos grises sollozando en el puente de una barca”.

Me atrevo a decir que Antinoo es la figura amorosa más difundida del imperio romano: desde monedas a ciudades que llevan su nombre, pasando por un sin fin de esculturas, que Adriano se afanó por difundir. Como todo ser humano, Adriano nos descubre su amor, su pasión. A través de su amor por su joven amante, el emperador se nos muestra aun más transparente en su estatura de persona semejante a nosotros. La sensualidad, los estados espirituales que crea la relación amorosa con el/la otro/a; los egoísmos; los excesos, el luto. Para entender al emperador hay que conocer cómo ama, cómo olvida y cómo recuerda... en su papel de amante.

La obra y la vida del artista son indisolubles, aunque la obra pertenezca a la posteridad y su poseedor sea ya el anónimo mundo de todas las almas que acarician los destellos inapagables del arte verdadero. Yourcenar fue una personalidad nacida para escribir este libro. Erudita y, al mismo tiempo, una ciudadana del mundo en el más amplio sentido del término; incansable en sus estudios, visitas, reflexiones e intercambios, vivió amando la sabiduría, la verdad, la libertad y con un profundo respeto por todos los alimentos terrestres: el amor, la naturaleza, la sensualidad. Así, es en el arte donde uno descubre que el destino existe, y que sus frutos tienen su simiente ya predestinada en una personalidad que se desarrolla buscando su lenguaje, su tema y su obra... su misión.

Porque las coincidencias personales entre el personaje de Adriano y la propia escritora son estrechísimas: ambos llevaron únicamente una Ítaca interior; ambos conocieron las variadas formas del amor humano; ambos amaron más que nada el placer y la disciplina que requiere el conocimiento para ser creativo; ambos amaron la belleza en su forma de cultura y de naturaleza. Ambos amaron, de esa forma extraña que hace a la autora decir “no pienso igual que ellos, no amo igual que ellos, pero muero como ellos”. Yourcenar revive a Adriano o Adriano crea a esa Yourcenar que en la edad madura conocimos. El libro debe ser leído después de haber aceptado “la sabiduría de lo incierto” e ir más allá de nuestra manía de “juzgar antes de comprender”.

Las ideas sobre la amistad, el amor, los alimentos, el sueño, la vejez y la muerte; sobre el orden social, la justicia, el arte, la filosofía, entre otras, realidades sobre las que Adriano reflexiona, son perlas espirituales que se cultivan con una lectura atenta y prolongada; que se nutren del paso de la vida a través de los años y que nos agregan valor a los actos humanos que nos constituyen. El libro se disfruta más con el correr de los años, quizá porque así se van entendiendo más los actos propios y ajenos; o simplemente, porque la obra requiere ser tratada una y otra vez, para ser valorada, descifrada y amada.

Muerta un 17 de diciembre de 1987, tras sufrir un ataque cerebral el día 8 de noviembre del mismo año, deja ya sin realizar sus planes esbozados en una postrer carta fechada el día 22 de octubre: “...estaré el 12 de noviembre en el hotel Europe-Amsterdam, y me propongo ir en coche a Bélgica (Hotel Amigo-Bruselas) para 3 días... Luego regreso en coche a Ámsterdam y cena o recepción en Palacio... Luego me quedaré en Ámsterdam hasta el 3 de diciembre... Viaje en coche (agradable) hasta Copenhague, donde debo dar la conferencia [sobre Borges] el día 8... llegada el 11 de diciembre a París... Salida de Zúrich para Bombay el 22 de diciembre...”.

Yourcenar nos lega un testamento único con su obra. Después de Memorias de Adriano, escribiría The Abyss (1968), traducida al español como Opus Nigrum, la que fuera su otra obra cumbre. A su vez, escribiría un conjunto de tres libros autobiográficos que denomina El laberinto del mundo (1984). Otros documentos, guardados en la Biblioteca Houghton de Harvard University, con el nombre de Fondo Yourcenar de Harvard, serán conocidos, por voluntad de la autora, hasta el año 2037. Es enterrada en Mount Black Island, junto a las tumbas de Grace Frick —su amante, su secretaria, su amiga, su traductora— y de un amante posterior, un joven periodista llamado Jerry Williams, con el que existía una diferencia de 50 años de edad, y quien fuera, quizás, su Antinoo...

Borges alguna vez le comentó: “Un escritor cree que trata de muchas cosas, pero lo que deja, con un poco de suerte, es una imagen de sí mismo”.

 

Fuentes principales

  • Kundera, Milan. El arte de la novela. Fabula Tusquets Editores. Barcelona, 2004.
  • Ortega y Gasset, José. El hombre y la gente, Tomo I. Revista de Occidente. Madrid, 1967.
  • Yourcenar, Marguerite. Hadrian’s Memories. Translated from the French by Grace Frick. Farrar, Straus and Young. New York, 1955.
    —. Cartas a sus amigos. Traducción de María Fortunata Prieto Barral. Editorial Alfaguara. España, 2000.
    —. Memorias de Adriano. Traducción de Julio Cortázar. Editorial Planeta. España, 2000.