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El Club de los Feos

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El Club de los Feos tenía sede en un edificio antiguo y algo herrumbroso de la Capital Federal. Allí, el último viernes de cada mes, decenas de feos se reunían para comer sánguches de miga y tomar gaseosa; los hombres comentaban lo mal que actúa Johnny Depp y las mujeres decían que Norah Jones canta cada vez peor, y así la velada transcurría entre críticas y abrazos.

Para ser miembro del Club de los Feos, el solicitante debía ostentar una fealdad indiscutible y total. Una simple joroba o un modesto ojo bizco no eran méritos suficientes para conseguir el carnet de socio. Los feos integrantes se jactaban de poseer una estética que nunca les había permitido formar parte de otra sociedad; mejor dicho, de poseer una estética que siempre los había excluido de toda sociedad. El Club de los Feos debía funcionar, entonces, como modo de justicia y, por qué no, de venganza. Porque para que la fealdad sea íntegra, los miembros del Club la cultivaban en todos sus aspectos: no sólo eran feos por fuera sino que también se encargaban de serlo por dentro. El rencor, el resentimiento, la envidia, el maltrato a los lindos y la burla hacia lo diferente eran características festejadas por los socios fundadores.

 

Entre el selecto grupo de feos se encontraba Lorena. Se trataba de una chica callada, introvertida, tímida en apariencia. Lorena tenía el carnet de socia y cada último viernes comía sánguches de miga y bebía gaseosa, pero no participaba de los cuestionamientos a la hermosura ni del rencor hacia las vedettes de la calle Corrientes. Lorena estaba incómoda. A decir verdad, había solicitado que la incluyeran entre los miembros del Club para sentir que por primera vez en su vida formaba parte de algo, y nada más.

Como era de esperar, no tenía amigos entre los feos. Su carencia de sentimientos corruptos la dejaba afuera de casi todas las actividades grupales. Tampoco tenía amigos entre los integrantes del Club de los Hermosos, con sede en la vereda de enfrente: su fealdad no tenía lugar en medio de tanta belleza incandescente.

Pero Lorena era tan tenaz como fea, y sabía que prefería estar sola antes que descender al desdén y al ridículo para conseguir un puñado de mala compañía. Y sabía, también, que una cosa es ser feo, y otra muy distinta es agrandar la propia fealdad con pretextos y recursos estériles y absurdos. El mejor ejemplo de esto se dio cuando se pusieron de moda los sombreros de tres pisos y decorados con abejas disecadas. Todas las modelos del mundo llevaban uno de esos sombreros mientras desfilaban por la pasarela, o bien en su vida personal: cuando caminaban por París, cuando tomaban el té en Roma, cuando hacían shopping por Milán. Y los miembros del Club de los Feos, amparados en el discurso cierto de que todos tenemos los mismos derechos, se empecinaron en usar un sombrero de tres pisos y decorado con abejas disecadas. El resultado fue hilarante y deprimente por partes iguales. Sólo Lorena se negó a encasquetarse un sombrero de ésos. Que tengamos el derecho a usarlos no significa que estemos obligados a hacerlo, decía, con paciente inteligencia. Los miembros del Club no escuchaban razones, y Lorena fue quedándose cada vez más al margen.

 

Un marginado que es marginado de un grupo de marginados, ¿es más o es menos marginado? Lorena pensaba y se mareaba. Sentía que estaba tocando fondo, y que el fondo era cenagoso y frío. Había algo que a Lorena le hacía ruido, y era la certeza de que este asunto de feos y hermosos giraba sobre su propio eje, una y otra vez, sin avanzar: los feos quieren ser hermosos, pero como la hermosura natural es algo que no puede imitarse, los feos copian aquello que sí se puede: los trucos. Mas truco no es lo mismo que magia, y eso que en los hermosos resulta un condimento más de la belleza, en los feos sólo resalta la fealdad. Es como cuando ciertas personas que apenas tienen para comer, contratan servicio de televisión satelital para así sentirse ricas, pensaba Lorena. Y como sabía que la cuestión no había empezado en el Club de los Feos, Lorena no encontraba ninguna solución cercana. Porque el Club de los Feos era una consecuencia de otros hechos anteriores y sin embargo vigentes: la búsqueda humana de la belleza en todas sus formas y a cualquier precio, el culto a la vestimenta impuesta por las industrias poderosas, la burla y el desprecio hacia lo que queda afuera de la religión de la moda estética. Pero Lorena sabía, también, que la postura de víctima que se convierte en verdugo elegida por los miembros del Club de los Feos no era el resultado obligatorio del maltrato y el desdén eterno. Existían otras opciones. Los feos del mundo podían, por ejemplo, minimizar la situación mediante la ignorancia alevosa, crear sus propias modas, proclamar a los cuatro vientos que Quasimodo* es su dios y exigir respeto. Pero no. El Club de los Feos insistía en la envidia, el resentimiento, y el uso de sombreros de tres pisos decorados con abejas disecadas.

Lorena estaba sola. Lorena era algo así como una guerrera sin armas o ignorante de ellas que pretendía luchar contra una tropa de gigantes de siete cabezas. Un marginado que es marginado de un grupo de marginados puede ser héroe o mendigo.

Solitaria y cansada, Lorena evaluó sus posibilidades y, sintiéndose ajena, atravesó las puertas del Club de los Feos y solicitó una nueva oportunidad.

* Quasimodo: hombre feo, jorobado y tuerto, protagonista de Nuestra Señora de París, novela de Víctor Hugo.