Entrevistas
Leandro Díaz, el compositor del epígrafe de El amor en los tiempos del cólera:
“La novela de Gabo se iba a llamar La Diosa Coronada”
Fotos: Jorge Chávez
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Uno

—La luz y yo somos enemigos —dice Leandro Díaz.

La frase, poética y amarga, se expande por la sala de la casa en Valledupar, donde el legendario juglar vive aún con la aureola de los hombres que han tocado la buena fama. La expresión no aparece en sus canciones, ni siquiera en las inéditas, según afirma Ivo, su hijo, sino que surge en esta tarde que se desdibuja lentamente detrás de los cerros, más allá de montes y llanuras.

Su ceguera de siempre está acompañada ahora de una audición débil que lo obliga a exigir la cercanía de los interlocutores a pocos centímetros de su oreja izquierda. Ya no abre los ojos como en otros tiempos, cuando mostraba parte de sus pupilas muertas. Apenas hilillos de agua como lágrimas, que nacen de pestañas ocultas, demuestran que ahí están los sentimientos de toda una vida que el canto y la composición aproximaron a la leyenda.

Muchos creen que Leandro murió hace años después de recorrer los pueblos perdidos de los departamentos del Cesar y La Guajira en medio de la estela de canciones que ni él mismo sabe cuántas son. Otros ignoran su existencia y prefieren asimilarla a una especie de Francisco el Hombre que deambula como fantasma por veredas y corregimientos lejanos.

Pero aquí está, sentado en una silla de mimbre, moviendo los dedos como si quisiera acompasar la cadencia de las palabras con el sonido leve sobre la madera. Entre frase y frase, revela su exquisito sentido del humor que en ocasiones festeja con una inmensa carcajada.

—Sé que existe el sol porque me quema —afirma.

Leandro, este hombre que nació el 20 de febrero de 1928, ya no posee la reciedumbre que lo hizo famoso en la región. A sus tanteos naturales en busca de los espacios libres, se suman los estragos de los años y el efecto de enfermedades que aparecen sin avisar. Pero su memoria está intacta. Por eso recuerda su primera composición, 15 de julio, y la historia que la rodea.

—Era una canción fuerte y a mi mamá le molestaba —explica—. Le prometí que jamás la daría a conocer.

—¿Está inédita? —indago.

—Y seguirá —responde—. Después de que la hice me arrepentí.

El destino de aquella composición que, según él, contenía expresiones desagradables contra su familia, fue distinto al de La Diosa Coronada, canción que habría de universalizarlo a través de una obra literaria: El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez.

Gabo sabía de Leandro no sólo por sus ancestros guajiros, sino por los múltiples caminos que debió transitar por aquellas tierras en las que el canto vallenato forma parte de la cotidianidad. En la década del cincuenta, años en que la canción comenzó a escucharse a lo largo y ancho de las sabanas del Caribe, el autor de Cien años de soledad vivía preocupado por la construcción de un mundo paralelo, Macondo, cuya historia descrita en su obra más emblemática la comparó con un vallenato de trescientos cincuenta páginas.

En esa época quedó grabada en su memoria la historia de la diosa que mueve el caderaje para que el rey se ponga más engreído. El compositor recuerda que, en su época de adolescente, sus tías leían por toda la casa los cuentos de hadas asomadas en ventanitas o mezcladas entre emperadores y princesas. Con esas historias de fábula que golpeaban sus oídos, supo de la llegada de una hermosa joven que, a sus 16 años, despertó la admiración del pueblo.

Entonces, se acercó con el propósito de ser su amigo, pero fue rechazado. Leandro era un forastero que, meses atrás, había llegado a Tocaimo, un corregimiento del municipio de San Diego, Cesar, en cuyas orillas del caudaloso río que lleva su nombre se sentó varias tardes para preguntarse, a través de palabras que resultaron versos, por qué la muchacha que alcanzó a dibujar en las duermevelas del atardecer se creía una diosa coronada. Así nació la canción.

 

Leandro DíazDos

En 1985, tres años después de haber ganado el Premio Nobel de literatura, García Márquez publicó El amor en los tiempos del cólera con el siguiente epígrafe que sucede a la página dedicada a su esposa Mercedes: “En adelanto van estos lugares: ya tienen su diosa coronada”. Y en la parte inferior, el crédito al autor: Leandro Díaz.

—¿Qué recuerda de eso, Maestro?

—Que la novela de Gabo se iba a llamar La Diosa Coronada, como la canción —explica—. Él me conoció en el año en que se creó el departamento del Cesar y la canción que más le gustó fue esa.

—¿Le han leído la novela?

—No. En ese entonces mis hijos no tenían tiempo. Pero sí me leyeron la más importante: Cien años de soledad.

El nombre de García Márquez lo obliga a reacomodarse en la silla. Pareciera reconocer que sus relaciones con el Nobel y la aparición de su verso en millones de ediciones de una novela famosa, constituyen el sello de garantía de su condición de juglar, moldeado por la melancolía de una vida en penumbras, pero también por el toque de una alegría expresada en metáforas y estrofas.

Por eso se detiene en Cien años de soledad y evoca, mediante las imágenes que desfilaron por su imaginación después de haber escuchado la lectura de las primeras páginas, el regreso de los gitanos a Macondo y el anuncio de Melquíades de que la ciencia había eliminado las distancias.

Leandro Díaz asocia la escena de la novela, que grabó para siempre en su memoria, con su idea de ser clarividente, no sólo para saber dentro de cuántas horas la lluvia caería sobre los arrozales secos, sino para ir de pueblo en pueblo descifrando el futuro a través del recorrido de sus dedos sobre la palma de las manos de su clientela ansiosa.

Algunos destellos hubo, según él. Como el regalo de agua que cayó entre tempestades cerca de la finca San Esteban que tenía su padre arriba del cerro Los Girasoles, minutos después de que él lo sintiera como una premonición. O el anuncio de lluvia que le hizo al cosechero Alejandro Brito luego de agradecerle la entrega de un gajo de guineos.

Pero fue una gitana —como la que llevó Melquíades a Macondo—, sentada en el extremo de la aldea, sin catalejo y sin carpa, la que lo obligó a desistir de su empeño de ser un gran prestidigitador. Leandro recuerda que se escondió detrás de la puerta de la casa para escuchar a aquella mujer de hablar hondo que decía echar la suerte a una de sus hermanas mayores.

—¡Cómo se dejan robar la plata! —exclamó—. Esa gitana no vale ni cinco...

Vinieron enseguida garrotazos que él soportó con estoicismo, pero seguro de que aquella charlatanería iba contra la tragedia que él presentía en su familia y cuyo comienzo fue el accidente mortal de su hermano mayor mientras limpiaba el revólver, seguido de la pérdida de su abuela y de su prima hermana. Decidió entregarse a la música y comenzó a cantar boleros, tangos y vals. Tenía doce años.

 

Tres

Leandro Díaz recuerda la sombra borrosa de su padre, Abel Duarte, un hombre de estampa mediana que reía a toda hora, pero parco al hablar. Nunca escuchó largueza en sus conversaciones, sino monosílabos que soltaba con una precisión de relojero. Era un campesino formal que trabajaba dieciséis horas en su finca de caña y café.

Su madre, María Ignacia Díaz, alcanzó la categoría de matrona por la exhibición de su señorío. Por ser hijo natural de “Nacha”, como le decían a su progenitora, Leandro asumió su primer apellido. Al principio, el futuro juglar fue conocido como “El cieguito de Nacha”.

Su nacimiento lo ubican en distintas regiones, aunque todas tienen relación con el origen. Cuando la leyenda comenzó a abrirse por los pueblos remotos del Caribe, se confundieron algunos nombres y, así como hablaron de su muerte, junto a la de Toño Salas, afirmaron que el autor de La Diosa Coronada había nacido en una finca del sur del Magdalena.

Él es consciente del amasijo de nombres que revolotean alrededor de su punto de partida y por ello aclara que nació en Hatonuevo, un pueblo de la Baja Guajira ubicado en mitad de la serranía del Perijá y la Sierra Nevada de Santa Marta, que alcanzó la categoría de municipio en 1994 en medio de la fiebre carbonífera de El Cerrejón.

—Pero también nací en la vereda Alto Pino —agrega—. Allí estaba la casa, situada en una finca grande que se llama Los Pajales. De eso resultó una canción.

La canción, interpretada por Ivo Díaz y Colacho Mendoza, es apenas la punta de un iceberg en el que habitó el dolor de los primeros años. Porque, ser criado como un retoño perdido, significa que su infancia fue dura y triste, cruzada por desprecios que ahondaron el sufrimiento. Era una pena que sólo la música mitigaba a través de caminos que lo llevaban a la orilla del río o a los descampados de las llanuras donde se sentaba a escuchar la caída de las hojas maduras.

—Como yo nací sin vista, entonces no me atendían —dice—. No producía y por tanto no tenía derechos. En vez de llorar mis sentimientos me puse a cantarlos.

Y empezó a cantarlos desde los cinco años. Inicialmente, con la entonación de un verso extraviado de Chico Bolaños por el que recibió las primeras monedas. Después, con el grito a voz en cuello de las rancheras mexicanas mientras viajaba entre San Diego y Hatonuevo. Fue la época en que sus ingresos aumentaron, pues su vida transcurría sólo para endulzar los oídos de los pasajeros ocasionales que transportaban sus nostalgias en buses destartalados.

Años atrás, había comenzado a soñar. Pero hoy, cuando no hay imágenes que inventar, recuerda que aquellos sueños eran difíciles, con figuras resquebrajadas que se aproximaban a las pesadillas. En algunos momentos armaba su contextura en el inconsciente y entonces sentía dificultades para caminar en ese otro escenario de las noches dormidas. Durante varias madrugadas soñó con una casa misteriosa, adornada con una fuente en blanco y negro, adonde intentaba llegar para observar la caída del agua, pero al acercarse despertaba a la realidad.

—¿Se podría decir que nunca tuvo un sueño feliz?

—No —contesta—. Mis sueños fueron terribles, pero como son sueños, no les paro bolas.

 

Leandro DíazCuatro

Tocaimo, adonde llegó Leandro después de un breve periplo por varias regiones, fue el verdadero comienzo de una vida de juglar que habría de trascender con sus composiciones. “Allí tomé la cosa en serio”, dice.

Ya llevaba en sus entrañas motivos para la inspiración: las mujeres, el amor, la naturaleza y su propia vida invadida de tristeza. En el fondo, son los cuatro elementos clave de sus cuatrocientas composiciones de las que más de treinta forman parte de lo más exquisito del folclor popular. Podrían ser quinientas o más, según su autor, pero todas animadas con un soplo interior y una magia narrativa que sólo podría concebirse desde el silencio de sus miradas muertas.

Las mujeres contribuyeron a su formación y eso explica que estén presentes en muchos de sus cantos. Las evoca con devoción y hoy trata de describirlas a su lado, sentadas sobre un taburete de madera y cuero, leyéndole María, de Jorge Isaacs, o relatándole las escenas más conmovedoras de La vorágine, que muestra la búsqueda desesperada de Arturo Cova en las inhóspitas selvas de la Orinoquia y el Amazonas.

—La mujer que más me leyó libros fue la difunta Fanny Zuleta —dice—. También lo hizo Natividad Toncel, una muchacha de Fonseca, y después Clementina, mi mujer.

Igualmente, el amor ha aguijoneado su existencia en diversas formas. No sólo el filial, el que comenzó a sentir cuando la razón se instaló en su vida, sino el que experimentó en los latidos acelerados de su corazón al escuchar el saludo de una mujer e imaginarla después de descubrir la anchura de su mano y el tamaño de sus brazos. De ahí su frase: “Sin amor, el hombre representa el astro que ha perdido su virtud por ser errante”.

Así nació el sentimiento por Matilde Lina, la mujer que le provocó innumerables insomnios y la que sirvió de inspiración para organizar las letras de una de las canciones más representativas del folclor nacional. Leandro admite que aquella mujer, que al caminar hacía sonreír la sabana, fue el amor de su vida, y un milagro musical.

Un día perdido del año sesenta y ocho, él, juglar reconocido en la región por su canto y por las composiciones que se extendían por las tierras calurosas del Caribe, amaneció inquieto, pues no había podido asistir a la fiesta de la Virgen del Carmen, en Hatonuevo. Decidió irse a Manaure para parrandear en casa de su amigo Juan Manuel Muelle. En la mañana del día siguiente, mientras reposaba en el patio de aquella casa hospitalaria, mirando hacia ninguna parte, escuchó el saludo de una mujer que dijo llamarse Matilde Díaz y cuyo recuerdo habrá de acompañarlo hasta su muerte.

Después de visitarla en la población de El Plan, sintió que ella, Matilde, se había clavado en sus afectos y provocaba con el eco de su voz la evocación en las mañanas cuando despertaba sudoroso por el sueño inconcluso; en las tardes, tendido en una hamaca en mitad del silencio; y por las noches, antes de que se le apagaran los pensamientos y se refugiara otra vez a pocos metros del ensueño angustioso y tenaz.

Con ese tormento a cuestas se fue un día a la finca Santa Fe, a la orilla del río Tocaimo, entre algodonales, según le dijeron, y en medio del canto de todos los pájaros de la región, según pudo escuchar. Era el momento ideal para componer una canción que fluyó al paso de las corrientes de agua que captaba en la cercanía:

Un mediodía que estuve pensando (bis)
En la mujer que me hacía soñar
Las aguas claras del Río Tocaimo
Me dieron fuerzas para cantar
Llegó de pronto a mi pensamiento
Esa bella melodía...

La naturaleza, el otro componente, está expresada en El verano, una canción cuyo origen, de acuerdo con Leandro, es un árbol llamado uvito que utilizan las mujeres para pegar tabaco. Cada noviembre, él sentía que las hojas se empezaban a desprender y entonces las tardes ya no estaban cubiertas por la sombra de otros meses, sino que el esplendor del sol de campo abierto también lo sorprendía sentado encima de las raíces.

—Aquí el verano es la sequía —afirma—. La compuse en el año cincuenta y seis y me pareció genial después de que la hice. Alejo Durán la canta con sentimiento desde las primeras estrofas:

Vengo a decirles compañeros míos...
Llegó el verano... Llegó el verano
Ahora verán los árboles llorando
Viendo rodar sus vestidos.

 

Cinco

Leandro Díaz dice que alguna vez le leyeron versos de Jorge Luis Borges, el escritor argentino que anduvo sus últimos años tanteando la oscuridad de sus días y sus noches. Cuando indagó por su vida le informaron que era ciego, como él, que caminaba, como él, pero apoyado siempre en un bastón curvo que lo acompañó hasta su tumba.

Este juglar nunca ha usado bastón, pues le basta la mano derecha para abrirse camino entre los breves espacios que transita en la soledad. Cuando requiere de un guía, ahí está Ivo, uno de los seis hermanos de padre y madre que tuvo Leandro con Clementina Ramos. Ivo fue el único hijo que alargó la leyenda musical del viejo compositor: fue rey de la piquería en 1986 y rey de la canción inédita siete años después.

Cuando su padre calla, después de haber revelado parte de su historia, Ivo toma la palabra para señalar que todas las mañanas escucha sus pasos lentos que luego recoge en la terraza o en el patio de la casona donde viven desde hace varios años. Allí espera a sus nietos para dialogar y entonarles estrofas de versos antiguos o poesías nuevas fragmentadas por el esfuerzo.

Él sabe casi todo sobre su padre. Recuerda que hay centenares de canciones perdidas de las que sólo ha podido rescatar quince, aún inéditas, que guarda en un archivo especial; que hay una composición, tal vez la única, en la que menciona el tema de la muerte, a la que denomina “ave negra”; y que aún evoca, entre lágrimas, a Toño Salas, con quien hizo pareja musical por más de treinta años.

—¿Cuándo fue la última parranda de Leandro? —pregunto a Ivo.

—La última no la ha tenido todavía —contesta.

Leandro escucha y ríe a carcajadas.