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Atraco

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Penetraron en el salón con el sigilo de los gatos. Antes de que don Abelardo pudiera reaccionar le hundieron en las costillas los cañones de sus armas (dos escopetas y un revólver) y lo empujaron con brusquedad hacia el despacho, al fondo de la residencia. Eran tres hombres jóvenes, muy jóvenes, y se les notaba crispados y nerviosos, dispuestos a todo, y él era tan sólo un pobre viejo solitario. De modo que a pesar de la indignación y la rabia que el brutal atropello le hundía en el cuerpo no se le ocurrió siquiera oponer resistencia. Sí pensó, por el contrario, en lo diferente que sería todo de hallarse aquí Abelardito, su amado hijo, militar de carrera. Bien entrenado y con más que sobradas agallas el joven pondría a raya, “en cuestión de segundos”, a los tres desalmados. Pero Abelardito se hallaba en el distante cuartel haciendo frente a las obligaciones propias de su oficio, y no regresaría a la casa hasta el fin de semana, de suerte que el desvalido anciano no tuvo más opción que plegarse a la voluntad de los asaltantes.

Ya en el despacho lo tumbaron sobre una silla. El de la escopeta de doble cañón recortado (vestía en tonos marrones) se fue a vigilar la puerta de entrada; el que portaba la escopeta de cañón largo (vestía todo de negro) se situó a su izquierda, aplicándose con saña en atornillarle el largo cañón del arma en las costillas; el tercero (de frente a él y mirándole de hito en hito: era sin duda el Jefe) se concentró en “sacarle” la combinación de la caja de caudales oculta tras el cuadro al óleo situado sobre el gran escritorio de oscura madera labrada. Su voz áspera y apremiante llegaba al anciano distorsionada por la negra máscara de nylon con la que todos protegían sus rostros:

—Sólo quiero que me des los números de la caja, viejo. A ti ya no te hace falta para nada todo ese dinero. ¿Qué más te da entonces que lo disfrutemos nosotros que sí podemos?

De segundo en segundo subía la violencia en la voz a la par que, en sus costillas, la punzante presión del cañón del arma del bandido de negro situado a su izquierda. Pero a pesar de todo don Abelardo no daba su brazo a torcer. No cedía. Fuera de sí, el Jefe hundió el cañón de su Smith & Weson en la sien derecha del voluntarioso anciano, montó el gatillo, lo urgió furioso:

—¡No seas terco, coño, viejo de mierda! ¡Dame de una vez los malditos números o te vuelo la tapa de los sesos!

Ahora don Abelardo cedió y reveló los números. Mas de inmediato se arrepintió de haberlo hecho. ¡Ah, el fruto de su trabajo de toda una vida volatilizado en segundos a manos de estos desgraciados! Indignación y rabia se impusieron avasallantes a su instinto de conservación (que lo había mantenido todo este tiempo anclado a la silla “como un cobarde”), y de un ágil salto cayó sobre el bandido de la escopeta a su lado. Ferozmente forcejeó con él hasta que consiguió arrancarle la negra máscara del rostro. En seguida —como si le hubieran partido el corazón de un hachazo— se le oyó bramar:

—¡Abelarditoooo..!

Fue todo. El joven descargó la culata de su escopeta sobre la cabeza del anciano y todavía le disparó dos veces cuando éste rodó al suelo bañado en sangre.

Los tres hombres vaciaron con celeridad la caja de caudales y abandonaron prestamente la casa.