Letras
Dos relatos

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Variación inesperada del tamaño de un arma

La mayoría de las bolsas de basura grandes son negras. Las hay también azules o verdes, pero emplean tonalidades mates que delatan su condición. Parece que alguien se sintió obligado a quitarles viveza a los colores para contener la basura. Las negras, curiosamente, son más brillantes.

El otro día estaba a la puerta de la oficina principal de un banco procurando no parecer un atracador a ojos de un vigilante provisto de un revólver más grande que él (de hecho, el arma no dejaba ver a la persona), cuando salió una empleada de limpieza arrastrando una de esas bolsas negras y brillantes repleta de cosas. La mujer dio los buenos días a la mano que acariciaba el arma y se detuvo un momento para dejar pasar a una clienta equipada con un bolsito granate tubular.

La clienta, de pronto, sorprendida, señaló la bolsa y preguntó: “Pero, mujer, ¿qué lleva usted ahí?”.

La empleada respondió con firmeza: “¿Qué quiere que lleve? Lo único que puedo sacar de un banco: basura”.

La dama del bolsito tubular se perdió en la oscuridad interior y el revólver redujo ostensiblemente su tamaño.

 

Variaciones mercantiles

Arruinado el negocio familiar y forzado a ocultarme de los acreedores que rodeaban mi domicilio, permanecí durante varios días encerrado en la gran nave de embalaje que había sido la materialización de mi orgullo de empresario. Ahora era un desierto de paredes altas y ventanas como entradas de palomar que dibujaban triángulos de cielo sobre la penumbra. Las máquinas se las habían llevado los agentes del embargo y el espacio, sometido a juicio, caería tarde o temprano bajo las piquetas. Pero, mientras tanto, era mi refugio.

La oficina de la nave, un cajón de aluminio y cristal, se alzaba sobre un tillado en el extremo opuesto al portón. Allí instalé un catre y un frigorífico y comencé a repasar en el ordenador las cuentas que me habían llevado a la quiebra.

Buscaba excusas, pero mis descuidos no cabían en la lógica de las hojas de cálculo, que no admitía funciones de estrés ni dilapidaciones en el club. Al final, desistí de la inocencia. Era culpable: aceptar lo evidente, me dije hipócrita, también es una victoria.

El mismo día de la rendición encontré en el ordenador un juego, obsequio del suministrador informático, y aprendí a manejarlo. Era un juego muy ingenioso. Se trataba de dirigir un mundo, un país de parajes rocosos sumidos en las tinieblas, con exiguos claros en los que unos seres muy bien definidos debían establecerse y proliferar construyendo fábricas, cuarteles, mercados, incluso laboratorios y bibliotecas, cultivando la tierra y organizando ejércitos para expandirse. Y yo tenía que dirigirlo todo. Además, por supuesto, había enemigos: bestias feroces que atacaban por sorpresa, mataban a mis súbditos y destrozaban los edificios, y gentes de otras naciones en construcción que me disputaban con saña los terrenos cultivables y las minas.

No soy mal estratega, a pesar de todo. Aguanté durante varios días, muchas horas cada día y cada noche, todas las presiones. Mientras me concentraba en aquella larga partida, pretendía no oír los ruidos del exterior: a ratos la lluvia y a ratos los camiones que se llevaban de la explanada y del muelle de embarque las migajas de mi patrimonio, flejes oxidados, envases defectuosos, cartones disueltos en la calima ácida de los parajes industriales y toda la porquería que se puede encontrar en ese extrarradio gobernado en otro tiempo por perros vagabundos, ratas y drogadictos hasta que el nivel de toxicidad determinó su extinción. Sordo al sonido de mi despojo, me crecía en la lucha contra las bestias y los guerreros de los clanes del otro lado de los pantanos. Rechazaba los ataques, bombardeaba ciudades, asaltaba posiciones, ocupaba nuevas tierras tras sangrientas peleas y construía los edificios que fundamentan la civilización.

De pronto, no vi enemigos. Todo era mío. Pero algún oponente debía de quedar oculto entre las sombras; de lo contrario, el ordenador hubiera dado por concluida la partida. Algún miembro de otro clan acechaba entre las rocas o las brumas, que sólo se deshacían cuando las iluminaba la presencia de mis tropas. Busqué en vano durante más de una hora. Cansado, hice una pausa. Por primera vez, el silencio que habitaba se me hizo inquietante. Agucé el oído. Nada: la misma paz hueca. Arriba, triángulos de atardecer.

Deseché los miedos (tanta soledad en tanto espacio...) y me concentré en la pantalla.

Ordené a mis huestes recorrer todo el mapa. Abajo, en otro mundo, el portón de la nave bostezó como un gigante. Por fin, encontré lo que buscaba. Era un obrero acurrucado entre dos rocas, hambriento, exhausto junto a la entrada de una mina, como si todavía esperara encontrar el mineral que necesitaba su reino. Sin demora, uno de mis guerreros acabó con él de un golpe de cimitarra. El ordenador proclamó mi victoria con letras rojas.

Salí de la oficina. En medio de la nave (se iluminaban con linternas, como ladrones) saludé a los agentes de la demolición. No esperaban encontrarme allí. Uno de ellos me mostró la última resolución judicial. Yo sonreí y les dije que debía de tratarse de un error o de una broma, porque estaba seguro de haber vencido. Pero no me hicieron caso.

Luego, camino de la ciudad en la ambulancia, me dije que ya era tiempo de convertirme en otra persona.