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José MartíLos poetas leídos por un poeta: José Martí

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Las primeras voces de los poetas de una época arcádica, fundacional del lenguaje poético moderno, se tensan al calor de los sonidos urbanos. Encontrar belleza en la cotidianeidad, sacar imágenes del mundo para que sean incorporadas a las producciones literarias, convocaría por otra parte el proyecto fundante de Baudelaire: “Extraer la belleza del mal, de las percepciones monstruosas”. La modernidad convertiría a Martí en ese “hombre de mundo”, en esa imagen de artista moderno del que Baudelaire dijera: “Para el perfecto vagabundo, para el observador apasionado, no hay placer más grande que elegir domicilio entre la multitud, en la ondulación, en el movimiento de lo fugitivo y lo infinito. Estar fuera de su casa y sin embargo sentirse en su casa; ver el mundo, estar en el mundo, y permanecer escondidos para el mundo; tales son algunos de los placeres independientes, apasionados, imparciales, que la lengua no puede más que definir torpemente. El observador es un príncipe que goza en todas partes con su incógnito. El aficionado a la vida hace del mundo su familia, como el aficionado al bello sexo la compone con todas las bellezas encontradas, como el aficionado a los cuadros vive en una sociedad embrujada por sueños pintados en la tela”.

¿Acaso no es José Martí ese “enamorado de la vida universal”, “nuestro” desterrado que hace del mundo su casa, que elige domicilio entre la multitud, ese “perfecto vagabundo” y “observador apasionado”, el singular artesano de una escritura poética hispanoamericana autónoma? Sus propias palabras en su prólogo a Flores del destierro, compilación de poemas sueltos, escritos durante su residencia en Nueva York, afirmarían a Martí en esa imagen de artista de mundo que escribe “entre la muchedumbre de las calles, entre el rodar estruendoso y arrebatado de los ferrocarriles, o en los quehaceres apremiantes e inflexibles de un escritorio de comercio, refugio cariñoso del proscripto”.

La vida moderna que Baudelaire define para expresar la vida en la modernidad, aparece en Martí como el factor que acelera la producción de visiones poéticas. Por otra parte, su ingreso al mundo, su despojarse con la multitud, le permiten, tal como lo advierte en el ensayo pragmático sobre Oscar Wilde, liberarse “de la tiranía de algunas literaturas”:

Conocer diversas literaturas es el mejor medio de libertarse de la tiranía de algunas de ellas, así como no hay manera de salvarse del riesgo de obedecer ciegamente a un sistema filosófico, sino nutrirse de todos y ver cómo en todos palpita un mismo espíritu.

El cosmopolitismo martiano, o como lo define en sus palabras, su fe en lo inmenso, podría constituir la fuerza fundamental de su programa de escritura. Programa que Martí esgrimirá para completar “lo que falta en la moderna literatura española”, y que puede, sin embargo, realizarse en territorio americano, aunque ese territorio esté trazado aún en los bordes del exilio. Es por esta razón que de la conferencia de Oscar Wilde que Martí escucha se desprenderán algunas de las enseñanzas y redefiniciones de la belleza en la modernidad.

Embellecer la vida es darle objeto. Salir de sí es indomable anhelo humano, y hace bien a los hombres quien procure hermosear su existencia, de modo que vengan a vivir en sí.

Si apostamos a la escritura martiana como lugar donde se conjugan las voces modernas ajenas y las principales tramas de una tradición poética, es acaso porque Martí encarna esa figura de Prometeo moderno que se debate por construir un arte como potencia de reconciliación del sufrimiento social, una escena de batalla eficaz, capaz, como lo afirma en sus palabras, de “embellecer la vida y darle objeto”. Como Prometeo en su batalla constante por dar forma a las obras de arte de los hombres. Martí construye, en el acopio de las profecías y cismas del arte moderno, una prosa, de acuerdo con la época que le tocó vivir, con el rigor del trabajo y entre la multitud que elige como domicilio. La prosa poemática martiana, incorporada a las páginas del diario, se deslizará a su vez en los azares de una disputa descomunal que las obras de arte entablan con los procesos que quieren convertirlas en mercancías. Armada con materiales estéticos desusados, hecha de los fragmentos de la modernidad poética universal, desmonta viejas convenciones del arte y produce efectos de ruptura en la percepción estética.

La creación de una nueva escritura, de una nueva prosa, como la que quería Baudelaire “con las grandes ciudades”, sería entonces un mandato al que Martí no se sustrae. Como Prometeo que construye la nueva forma y se debate con ella, en la escena moderna de la sustitución de los cultos y de la democratización de la cultura, Martí se uniría al concierto de voces de los “padres” de la modernidad europea, entre ellos Baudelaire y Oscar Wilde. Es acaso por esta razón que su ensayo sobre Julián del Casal, escrito cerca ya de su muerte en Dos Ríos, señale el modo en que una nueva palabra poética, tensada en Hispanoamérica, comienza a armarse al calor de las experiencias ajenas:

Y es que en América ya en flor la gente nueva pide peso a la prosa y condición al verso, y quiere trabajo y realidad en la política y en la literatura. Lo hinchado cansó, y la política hueca y rudimentaria, y aquella falsa lozanía en las letras que recuerda los perros aventados del loco de Cervantes. Es como un familia en América esta generación literaria, que principió por el rebusco imitado, y está ya en la elegancia suelta y concisa y en la expresión artística y sincera, breve y tallada del sentimiento personal y del juicio criollo y directo.

Wilde afirmaba en Filadelfia, en 1862, en El arte y el artesano, que:

Para un arte nobilísimo se requiere una atmósfera clara y saludable, no contaminada, como el aire de nuestras ciudades inglesas, por el humo, el hollín y el horror que surgen del horno abierto y de la chimenea de la fábrica.

La preocupación de Wilde, su exigencia de un arte “nobilísimo” que contrarrestara la monstruosidad del crecimiento moderno, aparecen en Martí bajo la forma de una prosa breve, directa y en correspondencia con los tiempos modernos. Por cierto los nuevos tiempos admiten que es falsa la oposición entre lo útil y lo hermoso; de esta manera, una crónica, útil mercancía que se instala en el periódico para aparecer como vitrina del mundo ante los ojos del lector culto, también desliza parte de esa belleza moderna que, como lo entendía Oscar Wilde, sólo se opone a la fealdad. Un arte que no se oponga a la utilidad, sólo a la fealdad repulsiva, a la monstruosa carga de crimen que lo moderno encierra, aparece en Oscar Wilde como:

...el arte basado en todas las investigaciones de la civilización moderna y que sirva a todas las necesidades del siglo XIX.

Los mandatos, reflexiones y propuestas de escritores como Wilde y Baudelaire parecen alcanzar a Martí, en el otro extremo del Atlántico. Más exactamente, Martí se sumaría a una legión de artistas modernos que tratan de tallar una escritura en correspondencia con las mutaciones culturales y sociales de un frenético fin de siglo. De aquí que ese proceso de cambio trascienda en una nueva definición de la belleza, que abandona el lugar de lo inmutable para estar sujeta al tiempo. En ese gesto, considera el rigor del trabajo artístico como una utopía, o escena de redención que mitiga los efectos devastadores de la modernización. Fundamentalmente la fealdad de las ciudades modernas crecidas vertiginosamente, la masificación y la uniformidad de las prácticas sociales, la pérdida de las antiguas creencias contenedoras y cohesionadoras de los individuos. El constante trabajo de contrapunto entre las imágenes modernas, la situación de las universidades, narraciones acerca de crímenes, vidas de grandes hombres y la especifica producción poética de Martí, sacada de las percepciones de la crónica diaria, como algunos de los Versos libres, inscribirían a Martí en un comportamiento cultural que completa el modelo soñado por Baudelaire. Martí, hombre de mundo, subvierte los órdenes de la belleza académica. La encuentra en la calle y en lo cotidiano, la extrae del fragor y del movimiento de la ciudad. Ahora bien, al desbordar los límites de una sola patria, la escritura martiana, además, estaría expandiendo los límites de lo que pueda configurar un “arte nacional” y es acaso esa universalidad la que más acerque a Martí a las propuestas de los héroes de la modernidad europea. Martí se haría cargo, emblemáticamente, duplicando aun más las fuerzas de los poetas que lee en su residencia en Europa, de la propuesta de desarraigo, de la mirada del exiliado sobre la propia ciudad que desliza Baudelaire en sus escritos. El artista que Baudelaire imagina, y que de algún modo Martí completa con su experiencia singular de destierro, hombre de multitudes que permanece niño, individuo en eterna convalecencia que puede retornar cuando lo quiere y sin dificultad al tiempo de la infancia. Con esas huellas inscriptas en sí, con solamente los caracteres indecisos y heroicos de la juventud, y los alardes de una literatura, aún transita la edad de la infancia, dotado de una mirada originaria y pura sobre las cosas, asimila ese tono de época que le concede fuerza constructora a los materiales que la vida pone en las obras de arte.

Pero el poeta debe con la calma de quien se siente posesión del secreto de la belleza, aceptar lo que en los tiempos halle de irreprochablemente hermoso, y rechazar lo que no se ajuste a su cabal idea de la hermosura. Swinburne, que es también gran poeta inglés, cuya imaginación inunda de riquezas sin cuento sus rimas musicales, dice que el arte es la vida misma, y que el arte no sabe nada de la muerte.

Detengámonos en las palabras de Swinburne que Martí retiene y escucha: “el arte es la vida misma”, “no sabe nada de la muerte”, para tratar de dibujar un concepto de trabajo poético en Martí y pensar su propuesta de escritura moderna, ¿no es acaso la vida, inscripta, incorporada a las hojas del periódico, la que cimenta las reflexiones más fuertes de Martí sobre arte y cultura?, ¿la que sustituye las enseñanzas de las academias, las lecciones de padres precursores? La pérdida de patria, reduplicación exacerbada del desarraigo baudelariano, se sustituye en Martí por una absorción voraz de las cosas que la vida pone en la ciudad moderna, entre ellas la poesía. Martí, lector de poetas, ingresa al mundo desde esa altura y devuelve a su vez, en la prensa, ante los ojos de un público ampliado, anónimo, las imágenes extranjeras, portadoras de fecundidad moral, visiones que traman la nueva matriz del arte. Es por eso que lo horrible, la fealdad, como un imán que completa tan solidariamente la belleza, aparecen enlazadas con su propuesta estética, armando algunos poemas, cimentando el vigor de la continua e incesante producción de sentencias y moralejas de Martí.

 

Los pintores de la vida

Si las imágenes crueles y feroces de la vida moderna, si las profecías de los poetas cismáticos, se engarzan en una unidad que forma la palabra poética en Martí, la lección que los pintores les dejan a los poetas construye un horizonte, un espejo, donde el poeta puede dibujar, a su turno, un ética de la palabra: la palabra como la pintura de las cosas de la vida se arma a partir de un combate, la poesía deberá vencer, en una lucha descomunal, desigual, con los objetos que señala, atraviesa y recorta.

Es una cuestión de los impresionistas; agosto de 1886, en Nueva York, Martí nos cuenta acerca de una singular batalla, los pintores contra la luz:

Ninguno de ellos ha vencido todavía. La luz los vence que es gran vencedora. Ellos la asen por las alas impalpables, la arrinconan brutalmente, la aprietan entre sus brazos, le piden sus favores, pero la enorme coqueta se escapa de sus asaltos y sus ruegos, y sólo quedan de la magnífica batalla sobre los lienzos de los impresionistas esos regueros de color ardiente que parecen la sangre que echa por sus heridas la luz rota: Ya es digno del cielo el que intenta escalarlo.

Como los pintores con el movimiento de esas manos contra la implacable fuerza de la luz, Martí pelea con la forma, la talla hasta que pueda caber en un exacto molde, sin “rima violenta”, como en sus Versos libres, hechos según Rubén Darío de los versos “blancos castellanos, sin consonancia que generalmente se han prestado a bizarras clásicas”: “Hierro”, “Copa con alas”, “Astro puro”, y “Estrofa nueva” son algunas de las escenas, poesía que, en palabras de Martí, “ni en tercetos ni en octava, ni en remilgados serventesios caben”, palabras como luz pintada por los impresionistas, efectos de una contienda, de una lucha por reenquiciar y ponerle molde nuevo a las cosas.

En el ensayo que Martí escribe sobre los impresionistas, estos “pintores fuertes” aparecen como los héroes vencidos por la luz, pero además como los que intentan afanosamente encontrarle a la luz un nuevo hogar en el momento en que un adversario feroz, la fotografía, amenaza sustituir con su resplandor y energía a los retratos pintados. Roland Barthes nos había señalado en La Chambre claire a la foto como “arte poco seguro” que plantea problemas de dislocamiento de la identidad y de la percepción y como el lugar donde advienen al mismo tiempo el yo mismo como otro y el sujeto transformado en objeto. Arte sin dueño, decía Barthes, porque se preguntaba: ¿quién es el autor?, ¿el que toma la fotografía roba un pedazo del paisaje, ese retazo pertenece a alguien más, a su propietario? En un retrato, por ejemplo, el que es retratado ¿acaso no interviene haciendo a su modo la foto? Detengámonos en esa reflexión de Barthes, cuando examina las primeras fotos para pensar ahora en la crisis de identidad, las discusiones sobre la propiedad de las obras desatarían en los artistas una producción tan ligada a la técnica como la fotografía. Martí aprendería, en cierta forma, parte de ese conflicto o de esa crisis, al pensar a los individuos que se debaten por constituirse como artistas. Negativamente éstos tratarían de seguir produciendo, tratando a su modo de encontrarle nuevos continentes a la forma, al color. Es esa batalla de fuerzas negativas oponiéndose entre sí la que Martí recupera en su propia producción poética cuando habla de ponerle nuevo moldes a las cosas, remedará en cierta manera a los que aun teniendo padres pueden duplicarles en fuerza en su lucha por la existencia misma del arte:

Poner en el lienzo las cosas con el mismo esplendor y realce con que aparecen en la vida. Quieren pintar en el lienzo plano con el mismo relieve con que la naturaleza crea en el espacio profundo.

Pintar con relieve, poner en el lienzo la vida, son gestos demoledores y, a la vez, paradójicamente constructores del arte moderno en el fin del siglo europeo. ¿No son acaso esas imágenes fuertes, las escenas de esos “lienzos locos de pintores fuertes”, las que migran a las propuestas de escritura de Martí? Porque si los impresionistas tratan de “clavar la vida en el lienzo”, Martí arraiga los materiales cotidianos en una palabra que fluye, blanca, en las hojas de la prensa diaria.

Clavar la vida en las palabras, sacar imágenes del mundo, le permite a Martí darle a la lengua poética el espesor y el volumen que los impresionistas querían para sus lienzos. La palabra como lienzo, encerrada en la tensión vida/verdad, se vuelve una frontera que distingue transitoria, fugazmente a las cosas del mundo de la materialidad del lenguaje. Esta palabra/lienzo, verdad transitoria o frontera difusa que Martí elige para arraigar en ella la vida, es posiblemente la nueva patria o creencia destinada a fluir en un época sin altares. Por cierto, Martí apuesta a una palabra y a un arte que reemplaza el reino perdido de antiguas certezas. Como un verdadero organismo que se desplaza, las cosas que el arte moderno produce son en cierto modo observadas como las huellas de un inmenso impulso: los artistas quieren asir lo imposible. Por esto dice de los impresionistas: “Quieren lo nuevo y lo imposible. Quieren pintar como el sol, pintan y caen”.

Martí, dueño de las visiones extranjeras de artistas de la modernidad, también se pliega a esa batalla, y quiere lo imposible, pintar la palabra:

El escritor ha de pintar, como el pintor. No hay razón para que el uno use de diversos colores y no el otro.

Compartir los materiales, usar de diversos colores afines a los dos lenguajes, el de los lienzos, el de las palabras, convierten a Martí en un artista que se hermana a los cismáticos innovadores, a las profecías de Oscar Wilde en Chickering Hall:

Porque no basta que una obra de arte se conforme a las exigencias estéticas de su época: debe también haber en ella, si se quiere que nos cause un placer perdurable, el sello de una personalidad distinta de la de los hombres corrientes.

Las palabras de Oscar Wilde que Martí escucha: la vida de los artistas debe ser algo diferente, “sello de una personalidad distinta”, se consolida y se completa, se lleva hasta las últimas consecuencias en el magnífico desembarco de Martí en Dos Ríos. Sus diarios condensan, enfatizan su voluntad. Alejando de los hombres corrientes, en la batalla final Martí esboza una escritura macerada por las lecciones de poetas y pintores y el espejo y el relieve de una heroica biografía. Apuesta al riesgo, pelea y destino final parecen ser entonces las marcas imborrables que acompañan su prosa. Aun más, Martí verbalizaría el caos ordenando la pérdida y la contingencia en una singular triada, vida-escritura-poética. Con otras palabras, como un regalo de los dioses: la palabra poética inseparable de los actos de la vida de Martí, se continuaría hasta el instante de la guerra. Esa constitución heroica reclamada por Baudelaire, Oscar Wilde y los impresionistas se descubren en Martí bajo la forma de “palabra en acto”, “honradez de la poesía”. Porque ser honrado con las cosas que se escriben tiene el mismo valor y honestidad de los gestos de aquellos pintores que anhelaban pintar sólo para poner la vida en los lienzos: “El genio fuerte de naturaleza, y seguro de un reconocimiento final acá o allá, no gruñe ni se impacienta, ni da valor a riquezas pasajeras, trabaja, aguarda y desdeña”.

“Los enérgicos... con las ruinas de sí mismos fundan”, esas palabras de Martí resuenan, se incorporan al hechizo de una energía heroica, la de los poetas que con audacia modelan una “firme estrofa”. Lo que Rimbaud llama “dereglement de tous les sens”, en Martí se vuelve orden, racionalidad. El disturbio, el desenfreno de una eterna convalecencia de los sentidos, de una siempre virginal infancia que mira las cosas de arte, se organizan en una “prosa poemática” que reúne las formas distantes, acerca los horizontes culturales lejanos, aproxima lo contemporáneo a lo pasado. Así como los viejos buenos poetas del siglo de oro, José Martí mezcla los opuestos valores, las cicatrices del pasado y la razón contemporánea para ser ese artesano particular que se hizo dueño del saber poético del mundo para fundar nuestras letras.