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Eugenio Montejo: apologista del tiempo y el instante
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A un año de su muerte rendimos homenaje al más excelso de los poetas venezolanos.

Me dejaron solo a la puerta del mundo,
poeta expósito cantándome a mí mismo,
un día de otoño, hace ya mucho tiempo.
De un golpe seco me arrancaron de la nada,
tronchado de raíz,
con dos ojos abiertos y un grito,
el hondo grito de quien soñó ser pájaro
y no trajo las alas para el vuelo.
Me fui rodeando del misterio terrestre
donde aún no sé si vivo o sueño,
si al fin la muerte vendrá en un torbellino
que me arroje mañana ante otra puerta.
No adivino mi origen, mi futuro,
aunque por sangre soy fiel a las palabras
y puedo jurar que cuanto escribo
proviene como yo de algo muy lejos...
Poeta expósito, errando a la intemperie,
mi único padre es el deseo
y mi madre la angustia del huérfano en la tierra.

Eugenio Montejo, “Poeta expósito”.

Mago de la palabra, estudioso de la lengua, apasionado de la vida y obsesionado de los devaneos del tiempo, Eugenio Montejo construyó a lo largo de su trayectoria un corpus literario más denso que monumental, más hermoso que intimidante, de por sí integral y siempre desafiante que cuenta entre las mayores contribuciones al arte, la leyenda y el linaje no tan sólo de Venezuela, sino del idioma castellano en general.

Su primera colección de poemas, Élegos (1967), ya presagia en canciones como la “Elegía a la muerte de mi hermano Ricardo” algunos de los elementos (la muerte, la familia) que a lo largo del tiempo se convertirán en figuras centrales de sus inquietudes. Su siguiente trabajo, más maduro tanto a nivel intelectual como discursivo, es Muerte y memoria (1972), donde el interés por el nexo familiar se mantiene presente en la figura fundamental de su padre (por ejemplo en “Levitación”, o en “Caballo Real”) y además se expande para abarcar el legado de toda una civilización —la occidental, la que nace con los helenos de aquel “Orfeo”— que sabe suya.

Montejo comprende el proceso de formación como un flujo doble entre el individuo y su entorno en el que tal individuo se reconoce como punto de encuentro entre la historia y el porvenir, permitiendo una interacción entre presente y pasado en la cual el individuo, como catalizador de este intercambio, se convierte en protagonista fundamental y a la vez pasivo, en un viajero “A bordo, casi a la deriva” (“Terredad”, Terredad, 1978). Es así como se debe comprender la paradoja de afirmaciones como la de “El rezagado”, quien sostiene que “Por esta calle ya pasó mi entierro / con sus patéticos discursos / ...lo voy siguiendo desde lejos / al paso de los años” (Partitura de la cigarra, 1999), o la de “Mis mayores” quienes “Bajo mi carne se ven unos a otros” y “van y vienen por mi cuerpo” (Trópico absoluto, 1982).

De la misma manera, una idea que surge en su tercera colección, Algunas palabras (1976), donde el narrador de “Vecindad” pasea por la ciudad junto a su cuerpo, “él con la forma de mis padres / su sangre, su materia, / yo con lo que queda de su sueño”, y que llega a su conclusión casi 20 años más tarde en “En el parque” cuando el narrador observa jugar a “el hijo que me esperaba aquí en la tierra / antes de yo nacer...” (Partitura de la cigarra, 1999), sólo puede entenderse a cabalidad cuando se considera la enseñanza del poeta en “Lo nuestro”, donde explica: “Tuyo es el tiempo cuando tu cuerpo pasa / con el temblor del mundo, / el tiempo, no tu cuerpo. / Tu cuerpo estaba aquí, teñido al sol, soñando” (Adiós al siglo XX, 1992).

Multiplicidad del individuo y paradoja del ser, del existir, para Montejo “No hay un solo camino sobre la mar / sin su contrario, / no hay maneras de estar y no estar donde se viaja” (“Partida”, Terredad, 1978). Es por eso que en la misma colección nos recomienda:

No ser nunca quien parte ni quien vuelve
sino algo entre los dos,
algo en el medio;
lo que la vida arranca y no es ausencia,
lo que entrega y no es sueño,
el relámpago que deja entre las manos
la grieta de una piedra.

“Mudanzas”, Terredad, 1978.

Y, sin embargo, a pesar de sus consejos, de sus intimaciones, de sus desesperanzas, la obra de Montejo expresa la angustia de un poeta que tiene algo que decir pero que sufre la congoja de tener que decirlo bien. Es esto lo que distingue al filósofo del artista; es esto, precisamente, lo que planta a Montejo firmemente dentro de la tradición literaria del idioma castellano: poeta comprometido con la verdad, con el misterio de la vida y del amor, con el peso de la historia y de la cultura, pero, por encima de todo, poeta.

Su devoción por la palabra es absoluta y la importancia de expresarse tal que, al fin y al cabo,

lo que nos queda en la palabra, cuando queda:
                    lo que venimos a decir, si lo decimos,
                    si nos alcanza el sueño,
                    tiene el temblor de una corola
                    ante el abismo.
La invicta luz que se coagula al florecer
                    fuera del tiempo.

“Al aire Náhuatl”, Adiós al siglo XX, 1992.

Volviendo momentáneamente a Muerte y memoria, es, posiblemente, en esta colección donde la tensión entre forma y contenido, entre postulado intelectual y experimentación lingüística se hace más palpable en su obra. Por ejemplo, en el destacado “Orfeo”, la afirmación de la palabra se ve comprometida por una cláusula condicional contenida en unos paréntesis que la colocan en algún punto medio, parcialmente dentro, parcialmente fuera del poema:

Orfeo, lo que de él queda (si queda),
lo que aún puede cantar en la tierra,
¿a qué piedra, a cuál animal enternece?
...Orfeo, lo que en él sueña (si sueña),
la palabra de tanto destino,
¿quién la recibe ahora de rodillas?
...Viene a cantar (si canta) a nuestra puerta,
ante todas las puertas. Aquí se queda,
aquí planta su casa y paga su condena
porque nosotros somos el Infierno.

“Orfeo”, Muerte y memoria, 1972.

Es, tal vez, esta inquietud por el recurso de la palabra, esta inclinación por caer en la experimentación lingüística, la que incita a Montejo a explotar las posibilidades de la heteronimia y, tal como lo hiciera su modelo, Fernando Pessoa, a desplegar todo un mundo imaginario en torno a un número de personajes que exploran, no sin humor, las inquietudes formales del poeta. Entre tales personajes la figura más importante es la de Blas Coll, centro neurálgico de la vida intelectual de Puerto Malo, tipógrafo dedicado al estudio de las palabras y al desarrollo de un lenguaje óptimo que pretendía reducir el contenido de toda oración a una sola sílaba. La única obra de su producción que logra salir a la luz, El cuaderno de Blas Coll, consiste en una compilación de aforismos, opiniones y sentencias que reproducen el espíritu de la tertulia en la que caían él y sus seguidores (entre ellos todos los demás heterónimos de Montejo: Lino Cervantes, Tomás Linden, Eduardo Polo y Sergio Sandoval) en aquellas míticas noches de estudio y experimentación.

Mientras Coll aboga por la expresión del concepto en su estado pre-lingüístico y Cervantes se encarga de transcribir algunos de sus ejercicios reductivos en La caza del relámpago, Sergio Sandoval y Tomás Linden, el sueco de Patanemo que “escribía el español con dieciocho vocales en la cabeza”, se encargan de resaltar, con mayor o menor éxito, las posibilidades artísticas de formas clásicas como la copla y el soneto respectivamente, en tanto que Eduardo Polo incursiona el mundo de la narrativa infantil con su Chamario, publicado en 2004. Así, pues, la invención de un círculo intelectual alternativo permite a Montejo desarrollar una propuesta adicional con la que logra adentrarse en géneros diversos para complementar su poética sin comprometer la coherencia de su oferta.

Admirador de guijarros, cantor de piedras, poeta de ciudades, de la Caracas suya, de la Ítaca de todos, de una Lisboa con su propio Ulises, Eugenio Montejo fue un gran señor, y no tan solo de la literatura. Ganador del Premio Nacional de Literatura en 1998 y del prestigioso Premio Internacional Octavio Paz de Poesía y Ensayo en 2004, siempre mantuvo un bajo perfil, caracterizado por una humildad acorde con sus principios. En una ocasión tuve la fortuna de intercambiar correspondencia con el gran maestro, en vista de una ocurrencia literaria propia basada en La caza del relámpago de Lino Cervantes. La generosidad, cortesía y dignidad que en aquella ocasión mostrara aquel gigante hacia quien, al fin y al cabo, no era más que un desconocido, opacó el grado de erudición de su comentario durante un corto intercambio de opiniones literarias. Su agradecimiento escrito sigue siendo el único halago que he recibido que considero honesto y su enseñanza continúa surcando cauces nuevos. Su recuerdo tardará mucho más que tres meses en borrarse, como también lo hará el curioso sentimiento de ausencia que sobreviene a la pérdida de una figura ejemplar. Nunca sabremos por qué son siempre los buenos los que parten primero pero en el vil intento de conseguir consuelo al atribuir responsabilidades tal vez convenga adoptar la postura de Montejo y culpar de todo a la nieve, a su ausencia, ella y los abrigos que nunca descolgamos.