Entrevistas
A diez años de la partida definitiva de Denzil Romero
“A Miranda hay que sacarlo del panteón de los héroes”
Fotos: Roger Rodríguez

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El autor de los relatos de Infundios y El invencionero y de las novelas La tragedia del Generalísimo y Entrego mis demonios retorna al mundo de los vivos gracias a sus palabras en Lugar de crónicas, un espacio donde habita el ánima de quien escribió y dijo en Venezuela, país que casi lo tiene olvidado.

Contador de cuentos, Denzil practicaba la magia: solía hacer que los objetos de su infancia recobraran vida propia. De allí la imaginación que lo mantiene vivo donde se encuentra.

Hace diez años se murió Denzil Romero. Falleció como cualquier ser humano que pierde una batalla y asume el silencio con hidalguía. A una década de ese sobresalto, retorna a nosotros gracias a un testamento que poca gente toca, pese a encontrarse en librerías y bibliotecas.

Denzil nació en 1938 y llegó a ser una de las escrituras más importantes de nuestro país. Reconocido nacional e internacionalmente, este escritor oriundo de Aragua de Barcelona nos “habla” desde el más hondo silencio en que lo mantiene la eternidad. En marzo de 1999 dejó esta tierra para instalarse en la otra del tiempo para siempre.

En su casa de Sartenejas, donde nos bebimos todo el licor y el café, dejamos correr el olvido, pero fue posible hacernos de su sonrisa amable, de su muy criolla ambición por alcanzar la amistad de quienes lo miraban de lejos...

—¿Qué significa sacar a Miranda del panteón de los héroes?

—Mira, en la novela que escribí, Grand tour, la segunda de la tetralogía que tengo prometida sobre el Generalísimo Francisco de Miranda, respira un personaje que me he empeñado en sacar del panteón de los héroes para convertirlo, cada vez más, en un arquetipo universal, mi propio arquetipo y, un poco, quizás, el arquetipo de todos nosotros, como tan bien apuntó Pancho; por eso, digo, en el primer capítulo, de esa novela, pongo a Miranda a descubrirse escribiendo la suya y a esbozar lo que, en síntesis, contiene mi propia teoría sobre el género.

Aquí, en este sitio y en este tiempo, redondo como el silencio, Denzil agrava la voz, entra en él y sale:

“A saltos, generalísimo, diríase que escribes una historia de la humanidad. Una historia de la que tú mismo eres el personaje principal, una especie de Adán primigenio, no entendido precisamente como primer hombre, sino más bien, al modo de Fabre d’Olivet, como la primera humanidad, le prèmier ‘Regne hominal’, suerte de dinastía de la humana existencia, diríase, generalísimo, que escribes una novela. Una novela total...”.

—Vale, vale. Ese texto formó parte de una lectura el día que te declararon hijo Ilustre de Aragua de Barcelona...

—Sí. Creo a pie juntillas que esa mañana, y con el estupendo motivo de mi proclamación como “Hijo Ilustre” de Aragua de Barcelona, he escrito... algunas de las páginas más válidas de la novela de mi propia vida.

—¿Cómo llegaste a la literatura, a esa desmesura donde fundas el mundo a cada instante, como si fueras un mago?

—En el pueblo de mi infancia, los actos de magia eran sucesos cotidianos. Veo a las doncellas de entonces consumiéndose interiormente, feas y desgreñadas, mientras sus imágenes de cera se derretían al rescoldo de los fogones por encargo de los pretendientes rechazados.

—Cuéntanos una de esas magias frecuentes en tu pueblo.

—Albertico, te cuento varias: un revuelo demoníaco de ollas y vasijas podía danzar por instantes en cualquier cocina sin intervención de viento alguno; los árboles más altos se desprendían de raíz, bajo el influjo de súbitas tolvaneras; se perdían las cosechas o se malograba el ganado de los enemigos por la sola recitación de fórmulas deprecatorias. Y con inefable sensación de deleite, pude observar en una sola tarde cómo una de las brujas del lugar conjuraba a voluntad el nombre de sus malqueridos, y pociones de yerbas innombrables para consumo de los dioses subterráneos, y virginidades reconstruidas, y pentáculos semíticos, y libros fulgurales, y pezuñas de cabros, y plumas de búhos, y rabos de gatos muertos.

—¡Uff, qué carga de brujería, Denzil!

—Sí, una vecina había, capaz de localizar los objetos perdidos con el deliberado auxilio de una rama de guayabo, y otra que preservaba del mal ojo por medio de cordones de zapatos, y otra más aun que provocaba eclipses de sol invirtiendo las manecillas de su reloj al tiempo que imprecaba versículos rituales.

—¿Y todo eso ocurría en ese pueblito?

—Y más, el menos listo de los lugareños adivinaba el futuro a través del vuelo de los gavilanes o el chillido de los acures.

—Denzil, ¿tú conociste al general Arévalo Cedeño?

—No. Hay una historia que no me pertenece. Una noche se la oía contar a Salvador Pérez Hernández, entre tragos y consejas, en una pulpería del banco Telésforo.

—Por eso te pregunto por La paga de los soldados, aquella sabrosa crónica cuyo escenario fue Valle de la Pascua...

—El general jugaba con nosotros a la guerra, me contó Salvador. Ancianito ya, muy arrugado y casi sin memoria, nos reclutaba al alba casa por casa. “Sonó la diana, sonó la diana, sonó la diana”, decía dando bastonazos en las puertas y en las ventanas...

—Denzil, yo conocí al general cuando aún se podía hablar con él. Se reunía con mi padre bajo la sombra de un inmenso tamarindo en La Pascua, en la calle La Mascota. Allí le contaba a mi padre, Baltazar Hernández Loreto, esas historias que luego fueron recreadas por él mismo...

—Bueno, déjame contarte. Enseguida, se arremolinaban a su alrededor. Salvador enumera a sus hermanos y primos, mientras las mamás también salían, atribuladas. Así, una vez, en la laguna, el general procedía a repartir los rangos militares y los puestos de comando... Acto seguido impartía las instrucciones pertinentes sobre organización, conservación y entrenamiento de todas las armas, la topografía del terreno, los alcances y proyectos posibles del enemigo imaginario. Después, efectuaba el pagamiento. Un real y medio para cada soldado. Un bolívar o más para los oficiales... dinero de la paga que sacaba de su pensioncita de antiguo telegrafista jubilado o de las contribuciones que sus familiares y amigos le proveían.

—Después se murió el viejo general, Denzil, olvidado. Recuerdo su entierro, tan de poca gente... ¿Recuerdas Memoria sobre torturas?

—Claro, te voy a contar algunas, porque me están esperando, tengo que irme.

—Está bien.

—En todos los pueblos del distrito quedó el mal recuerdo de José Gregorio Capó, el más temible de los jefes de la Seguridad Nacional que por aquí pasaron. Y mire que pasaron varios. Pero ninguno capaz de tantas demasías como ese, sí señor. Adecos y comunistas y uno que otro urredista supieron de sus tropelías. Copeyanos, no; porque por aquí, entonces, no se veía copeyano. Guardajumo le llamaban por mal nombre, pero nadie se hubiese atrevido a decírselo de frente. No más por la espalda; por la espalda, no más.

A Nicasio Figuera, un maestro de escuela de El Chaparro, lo hizo colgar de la campana de la iglesia que estuvo sonando y sonando y sonando tres noches con sus días hasta que las vibraciones lo mataron. Más que matarlo, lo hicieron estallar. Estalló por todas partes, el pobre hombre; por los ojos, por los tímpanos, por las venas.

—Vaya, ¡qué crueldad!

—Bueno, me despido, no te cuento más. Debo irme.

Y se fue. A diez años de distancia, mientras los pájaros cercanos a la casa cantan desaforados, Denzil Romero se encuentra con Francisco de Miranda, ebrio y recostado del catre donde lo encontró la otra muerte, la que lo mantiene fuera del panteón de los héroes.