Entrevistas
“Cuando uno no es nadie y quiere serlo todo”
Una charla con José Luis Díaz-Granados
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La cita con José Luis Díaz-Granados se dio el veinticuatro de diciembre en horas de la tarde. Pero apenas se inició la charla, el tiempo cobró una naturaleza silenciosa que sólo pudo ser advertida cuando salimos y la noche anegaba a Bogotá.

Díaz-Granados nació en Santa Marta y creció en Bogotá. Ha urdido los libros de poemas El laberinto (1968-1984), Cantoral (1988-1992), Poesía dispersa (1992-1994), Rapsodia del caminante (1996) y Oficio terrenal (1998). Así mismo, escribió las novelas Las puertas del infierno (1985), El muro y las palabras (1994), El esplendor del silencio (1997), Ómphalos (2003), Los años extraviados (2006). También hizo una biografía de Neruda llamada El otro Pablo Neruda (2003) y ha elaborado distintos volúmenes de literatura para niños.

—El día que recitaste el primer poema de tu propia cosecha acaeció el golpe militar de Rojas Pinilla, ¿cómo ocurrió exactamente?

—Fue el 13 de junio de 1953. Los sábados en la noche había un programa radial que se llamaba “La hora infantil” en la Radiodifusora Nacional; lo dirigía un chileno llamado Nerón Rojas y la madrina Clara Inés. Era a las siete. Como yo escribía versos en un álbum en que mi mamá copiaba poemas de autores famosos, trataba de hacer algo parecido a lo que encontraba, de manera que escribí un poema llamado “La casa de mayo”, el cual estaba dedicado a la Virgen de Fátima. La radiodifusora estaba en la 26 con Caracas; estaba llena de Policía Militar, nosotros entramos, yo llevaba un corbatín negro como todos los niños bogotanos de esa época, entonces recité mi poema y como era de mi autoría me dieron el primer premio que era una tortuguita plástica.

—¿A partir de ese momento comenzó la escritura de la poesía?

—Ahora leyendo las memorias de Vargas Llosa veo que hay identidad con él; con la Lima de él y la Bogotá mía, con su Miraflores y mi barrio Palermo. Yo comencé a escribir las coplas y las leía cuando mis familiares cumplían años y él hacía lo mismo. Ese comienzo fue con la poesía y con los juegos de palabras. Luego hice pequeños periódicos. A los doce años fuimos a Santa Marta y volvimos a Bogotá después de un año, y en la capital comencé a escribir cuentos porque se organizaban concursos intercolegiados; estaba tan lleno de eso, que mi primo Pepe Stevenson me dijo: “lee a Faulkner, lee a Hemingway” y comencé a leerlos.

En esos tiempos, una tía política me dijo: “Mi sobrino Gabriel García Márquez está aquí, para que te conozca y lea tus cuentos” y lo conocí. En aquel entonces su nombre se relacionaba con el periodismo por Relato de un náufrago, que había publicado en El Espectador en 14 crónicas. Yo iba los domingos durante el año que estuvo en Bogotá del 59 al 60, cuando triunfó la revolución cubana y él fue comisionado para dirigir la agencia Prensa Latina, donde yo trabajé muchos años después. Él vino, se estableció en Bogotá, estaba recién casado y con un niño de meses. Era muy espontáneo porque no era famoso ni yo buscaba la fama.

—¿Desde que escribiste el primer verso quisiste ser poeta?

—Sí, estuve seguro de eso. Ahora leo que la única ambición de José Eustasio Rivera era ser poeta; de causalidad, él como abogado, tuvo problemas en los llanos, padeció el paludismo y se puso a escribir el relato de todo lo que vivió y así surgió La vorágine. Se dice que Cortázar quería ser poeta y García Márquez también, según lo dice en las memorias.

—¿Cómo nació Las puertas del infierno, tu primera novela?

—Era una necesidad de soltar mis vivencias. Todas las técnicas que uno adquiere en la adolescencia mediante las lecturas son las que van a aplicarse el resto de la vida. Eso me pasó a mí y a Luis Fayad, que nos formamos juntos. Escribí esa novela tratando de poner en práctica técnicas novelísticas y lingüísticas. También surgió de vivencias propias; en ese momento estaba recién separado de mi primera esposa y conocí los bajos fondos de Bogotá: las prostitutas, los amores frustrados y todo eso lo quería poner junto a la técnica y surgió ese híbrido; una mezcla de Samuel Beckett en Molloy y Vargas Llosa en Los cachorros. También estaba leyendo a Joyce y Henry Miller, una mezcla de estilos... Después me di cuenta que esas novelas son las que quedan: cuando uno no es nadie y quiere serlo todo, uno da lo mejor de sí mismo.

—¿Cómo fue la experiencia con Luis Vidales, sabiendo que fuiste su secretario?

—Cuando cumplí 16 años en 1962, yo ya sabía que iba a ser escritor a tal punto que abandoné mis estudios secundarios. Admiraba tanto a Luis Vidales que se volvió una obsesión conocerlo. Mi padre, que era economista, había trabajado con él en el Dane. Entonces nos conocimos, y hubo empatía; él venía de un exilio en Chile y vivía en un apartamento en el sector judío del barrio Teusaquillo y yo iba a visitarlo con Luis Fayad. Tomábamos aguardiente, fumábamos cigarrillos egipcios que él siempre tenía. Fue una de las etapas más bellas de mi vida. Fayad entró a trabajar en la estadística, pues era sociólogo y Vidales era su jefe de redacción técnica. Cuando Fayad se fue a París, yo estaba en pleno vagabundaje bogotano escribiendo Las puertas del infierno. Vidales y Fayad me citaron y me propusieron ser el reemplazo de mi amigo. Fui secretario personal de Vidales porque me confiaba que le compilara y le seleccionara los poemas de La obreríada y le corregía textos tanto de estadística como de su literatura. Fue desde el 75 hasta el 80.

—¿Piensas en los lectores a la hora de escribir?

—Cuando escribo poesía o novelas pienso en determinados amigos. Siempre, aunque uno no quiera, está escribiendo para ellos, para ese círculo de amigos que saben de literatura.

—Cuando escribes para niños, ¿cómo entiendes a tu destinatario?

—Escribo lo que hubiera querido leer cuando niño; me encantan los trabalenguas, las charadas, los anagramas, las retahílas, jugar con las palabras, escribir con rimas. Para niños comencé a escribir cuando nació mi hija Carolina; yo era un hombre de 45 años y empecé a escribir para ella y luego vino mi nieto. Fue tan bien recibido lo que hice que Editorial Norma me ha propuesto escribir libros sobre leyendas de Colombia; me siento muy bien con ello y me divierto mucho con la literatura para niños; es cierta forma de revalorar las cosas bellas de nuestra patria: las tradiciones, los mitos, las leyendas. La editorial me lleva dos veces por semana a colegios de todos los estratos. Para mí, los niños son los lectores más honestos.

—¿La literatura para niños debe inculcar valores?

—No, sencillamente el amor a la literatura; que amen las palabras. A los niños les hablo con rimas y se ríen mucho; les gustan las leyendas, les fascina asustarse. Para adolescentes ya hay cierta noción de pasión erótica: la Patasola, la Madremonte; cierta morbosidad que aparece a veces en las leyendas colombianas. Yo todavía no he podido entender el mito de Bachué aunque me gusta mucho: la mujer que sale con un niño que no se sabe si es su hijo, pero tiene relación sexual con él y se crea la nación muisca... ¡es nuestra mamá Bachué! De Bochica la gente dice que era español porque tenía barbas blancas y era blanco; yo pienso que a lo mejor es una metáfora del propio salto del Tequendama que es una larga barba blanca.

—¿Qué diferencias hay entre la elaboración de poemas y el urdir narrativa?

—La poesía tiene que ser una fuerza verbal que pueda expresar asombros en pocas palabras; en la poesía hay mucho sentimiento interior. La novela es el exorcismo, la libertad total; la poesía es contención, es la obra de arte.

—Toda tu obra está cruzada por el erotismo...

—Es una de las vivencias mentales más fértiles que tiene el ser humano y la literatura es una liberación de la conciencia. La última novela breve, que posiblemente saldrá el otro año y que se llama Cita de amor a mediodía, es un encuentro entre un empleadillo público horrible con una mujer madura, esperpéntica y ninfómana.

—¿La aparición de nuevas tecnologías para escribir y publicar, habrá de ocasionar un nuevo género literario?

—En realidad, todo en la vida es una transformación; uno crece y le salen bigotes pero se sigue siendo el mismo niño. La novela es una transformación de la epopeya y después casi se volvió reportaje, crónica. Ahora mismo, la novela de Pamuk, Estambul, es crónica, novela, cuento, diario. Yo pienso que la novela esta yéndose por ahí. A la misma novela mía, Las puertas del infierno, la han calificado de metaficcional porque hay un momento en que yo digo que este párrafo está mal escrito y vuelvo y lo escribo.

—Perteneciste a la llamada Generación sin nombre, la cual apareció en 1968. ¿Qué posición tuvieron respecto al mayo de ese año?

—Nosotros surgimos a la vida literaria bajo el influjo del año más revolucionario del siglo veinte: Tlatelolco, Praga, París, la guerra de Vietnam. Pero paradójicamente, nosotros estábamos contra todo el escándalo nadaísta; nos dedicamos a escribir y a estudiar la poesía: la generación del 27, Vallejo, Neruda, Huidobro, las vanguardias. Considerábamos que los nadaístas eran más para mostrarse ellos, eran más la figura de Gonzalo Arango. En realidad pensamos que de la literatura quedó muy poco de ellos. Ahora, la teoría de Álvaro Miranda es que después de la muerte de Gonzalo Arango, los nadaístas comenzaron a escribir en serio, es el caso de muy buenos poetas como Jotamario Arbeláez, Eduardo Escobar, Armando Romero. En nosotros no se nota que nos hubiera influido el año 68. Después sí, cada uno tomó su rumbo. Creemos haber hecho una obra sólida, fuimos la primera generación poética que escribió novelas.

—¿Por qué el nombre de Generación sin nombre?

—Hubo tres coincidencias: Álvaro Burgos Palacios, que era periodista cultural de El Tiempo, escribió: “Una generación busca su nombre”. Jaime Ferrán, un poeta español, dijo “esta es una generación sin nombre” y se refería a un grupo de Puerto Rico. Augusto Pinilla asegura que Aurelio Arturo fue quien acuñó el nombre. El autor de Morada al sur fue uno de nuestros dos padres tutelares, el otro era Héctor Rojas Herazo, quien nos presentó en una página de las Lecturas Dominicales de El Tiempo.

—Después de la propuesta estética de la Generación sin nombre, ¿cuál fue el paso dado?

—Me llamó mucho la atención lo marginal, creí que el poeta pertenecía al lumpen e intenté recrearlo en las novelas.

—¿Aún te llama la atención lo marginal?

—Sí porque soy un observador del comportamiento humano. Las sociedades muchas veces están gobernadas por la doble moral y la hipocresía. Las clases medias de las urbes latinoamericanas son muy mentirosas; por ejemplo, en Cuba tuve una experiencia curiosa: había turistas que detestaban a Fidel Castro pero se morían por tomarse una foto con él; detestaban a García Márquez, y también buscaban fotografiarse con él.

—¿Qué ocurrió en tu carrera literaria luego de la publicación de Las puertas del infierno?

—Fui a la Unión Soviética, era un hombre de izquierda y entonces fueron quince años de poesía política. Estuve en Alemania Oriental, pero de visita, en festivales de cultura. Escribí poesía y novelas políticas como El muro y las palabras; no sé si eso fue bueno o malo para mi obra porque la política lo lleva a uno a veces al sectarismo. Neruda tiene apartes de gran sectarismo en Las uvas y el viento y en el Canto general; también poetas comunistas como Rafael Alberti y Raúl González Muñón. Y Ezra Pound que era fascista... Yo no me arrepiento de esa etapa. Esto me llevó a que fuera amenazado y tuviera que marcharme a Cuba en el 2000, y fue la reflexión total. Allá me dijeron que me dedicara a escribir mi literatura. Elaboré una biografía de Neruda, que me la publicó Planeta con ocasión del centenario. También escribí libros para niños y me publicaron uno llamado Ritos de primavera. Además, elaboré tres novelas: Ómphalos, La noche anterior al otoño y Los años extraviados, que es una novela sobre mi adolescencia.

—¿Qué proyectos tienes?

—Estoy preparando un libro llamado El escritor y sus demonios, con artículos sobre las locuras del escritor, rivalidades, plagios, envidias, los escritores que no escriben, los que escriben cosas extraliterarias. En total son unos sesenta ensayos. Y también trabajo en un libro de memorias mías, de recuerdos sobre Gabriel García Márquez a lo largo de cincuenta años de amistad.