Letras
Paz a los hombres de buena voluntad

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[Octubre 12, 9:50, una semana aquí, mi diarrea ha desaparecido, me siento como nuevo, una chica holandesa me ha puesto de cariño “Gray”, no hay cielos más azules que estos, mis ojos absorben más de la cuenta]

Estamos en una especie de reserva natural. Un campamento de esos, lejos de la ciudad, perdido entre montañas verdes, de varias tonalidades. Hay cabañas. Hay casas en los árboles. Hamacas por aquí, tiendas de campaña por allá. Estamos aquí, enriqueciendo nuestras vidas, fortaleciéndonos mutuamente. Viviendo. Hay tres perros y un gato. Cinco de nosotros juegan con una diminuta pelota de colores en el patio. Sólo pueden usar las piernas. La idea es que no caiga al suelo. Una de nosotros lee a Palahniuk en posición meditativa. No viste más que collares y una falda india de llamativos diseños. La tapa de Rant cubre sus pecosos pechos, desde donde me encuentro. Se llama Diana.

Nuestros apellidos, profesiones y nuestras procedencias raramente son objeto de mención: en el fondo son sólo datos y poco nos interesan. Mientras escribo esto, caigo en la cuenta de que estoy empezando a detestar los datos y gran parte de la lógica que siempre ha regido mi vida. ¿Mi vida? No sé si antes de llegar aquí lo era.

Como digo, hay muchos árboles y montañas a nuestro alrededor. Oxígeno. Y tres volcanes. Sí, volcanes. Enormes e imponentes. Sus formas cónicas me recuerdan a las pirámides egipcias. Y hay celajes en el horizonte. Amaneceres y puestas de sol de tarjetas postales. Otra de nosotros descansa en una hamaca. Ha fumado. Ríe con atropello mientras observa a un cuervo picotear un aguacate. Hay sonidos de aves y de insectos. Un tío que es pintor y que idolatra a Henry Darger. Sí, le gusta el arte. Es uno de nosotros. Es socialista practicante. Hay una cocina y un salón común que huele a hachís. Y rocas, piedras de distintos tamaños sirviendo de linderos. Y duchas al aire libre. Y pieles, pieles desnudas.

Dos pequeños altavoces cuelgan de una viga del salón: Vetiver, Devendra Banhart, Iron Wine, M. Ward, etc. Aquí triunfan las ropas típicas. Somos buena gente con gustos exóticos. No le hacemos mal a nadie. Hay cipreses enanos creciendo alrededor del patio y recipientes de bambú para reciclaje. Un salón para ver películas y documentales: Diarios de motocicleta, Gandhi, Hair, Bowling for Columbine, etc. Nos ofrecemos paz, por eso estamos aquí. Nos sentamos en un gran sofá artesanal, bebemos infusiones o cerveza y estudiamos los movimientos de las nubes sobre ese cielo azul de fondo. Formamos grupos y nos contamos la vida. Es divertido.

Los insultos los volvemos bromas. Nos caemos bien y nos gustamos. Jay, mi nombre, les hacía gracia a algunos, por cuestiones más bien fonéticas. Les hace gracia también que lleve una foto de Kerouac (autografiada) como separador entre las hojas de mis libros. La chica que vende pequeñas banderas bordadas de distintos países para que las cosamos a nuestras mochilas se llama Anne. Anne tiene una hermana gemela que es misionera camboyana. El jardinero “orgánico” (el énfasis es a petición suya) es gay y le llamamos Bri, y tiene un aire a marinero italiano. Ninguno de nosotros es japonés, pero nos gusta andar descalzos y sentir la textura de la tierra. Un gesto tonto para algo tan sagrado.

Mientras escribo esto, sin ningún otro propósito más que el de entretenerme en algo distinto a lo que suelo hacer: viajar, la novia de Anne se sienta a mi lado y me pregunta si prefiero Copal Guatemala o Sri Sai Flora para aromatizar el salón antes de la cena. Nos gustan los inciensos. También nos gusta el olor de la gente local. Follamos entre nosotros, pero de vez en cuando está bien variar y hacerlo con locales. El color de su piel, su amabilidad exagerada, la facilidad con la que bailan. Éstos y otros asuntos culturales nos apasionan. Aquí, construimos cabañas a cambio de comida y bebidas. Damos trabajo a los locales y así nos hermanamos. Es una vida sencilla en la que obviamos las complicaciones.

Volveré mañana. La chica holandesa quiere mostrarnos un acto de malabarismo... ¡con fuego! “¡Venga, Gray!”, me grita. (...)

 

[Octubre 13, 10:00, otro día soleado más, me acuerdo menos de casa y de mis “amigos”, piquetes de mosquito, me gustaría ser hoja de árbol o al menos poder concentrarme un poco más y asimilar mejor lo que ocurre, lo cual es vital aquí y en Marte]

Diana continúa sus lecturas en posición tántrica. Uno de los perros está a su lado, boca arriba, estático, con las patas tiesas. Es gracioso. Mientras trato de asociar esas dos imágenes: la de la chica pecosa y el perro, uno de los chicos hebreos pasa a mi lado y me hace una reverencia. Me gustan sus barbas. Lleva una taza en la mano y un cigarrillo en la otra. Ve a Diana, va y se sienta a su lado. Quiere conversar. La pelirroja deja su libro sobre la hierba, coge una chalina, se cubre y escucha. Anoche, mientras yo reparaba una de las guitarras, ese mismo chico me habló de Obama. Quizás ande captando diversas opiniones al respecto. En el salón suena Elliott Smith y yo disfruto de un zumo de mora que nos ha preparado la novia de Anne mientras observo el movimiento de las hojas de los árboles, aunque unidas a éstos, me parecen tan lívidas, tan... libres.

Osama y Obama, ¡qué irónico!, ahora que lo pienso.

El único reloj que tenemos (instalado en el tronco de un pinabete) marca las 10:35. Ayer, a esta misma hora, había un precioso sol y Bri, que sonríe y te abraza cuando hay sol, no había salido aún de su tienda. Por la noche, Roger y él fueron los últimos en salir del salón. Roger fue cura ortodoxo y ahora es una especie de poeta subversivo que adora a las plantas y a los animales. Les gusta hablar hasta la madrugada y emborracharse. Anne aseguró haber visto a Roger subir el sendero de “salida” sobre las ocho de la mañana. Conozco los hábitos de Roger, es mayor y pocas veces se levanta antes de las diez. Seguramente bajó al pueblo a comprar tabaco, baterías para su radio o el periódico, me dijo Anne. Yo asentí. Anne es como una madre para mí, aunque sólo tenga 28 años.

Cuando el reloj marcó las once, fui hacia la tienda de Bri. No quería molestarlo, así que me acerqué despacio. Noté que el cierre de la puerta estaba roto. La cutícula externa estaba caída. A través de la mosquitera se podía ver la espalda desnuda de Bri. Me acerqué un poco más. Le hablé, musitando, dos o tres veces. ¡Bri, Bri! No hubo respuesta. La tienda olía a alcohol y a pies. Recuerdo un artículo del Times: “Licores clandestinos en países tercermundistas: el poder devastador de una resaca”. A los mayores les afecta el doble. Metí la cabeza por la puerta, bajando el cierre de la mosquitera y me quedé de piedra. No supe qué hacer. No supe si reír o gritar y llamar a los demás. (...)

 

[Octubre 14, 9:55, verdades piadosas, si la sonrisa desapareciera de nuestros rostros no quedaría nada, nuevo descubrimiento: barritas de alpiste y novedades en el estudio del aura, barro para revitalizar la piel, Roger y Bri y las mil y una zanahorias]

Sentados alrededor de la fogata, Roger nos contó lo sucedido. Bueno, habló también Bri y Anne. En fin, nuestras voces se escucharon mientras un largo y compacto canuto de marihuana pasaba de mano en mano. Roger y Bri habían bebido demasiado. Al salir del salón, Bri invitó a Roger a su tienda de campaña. Hicieron el amor como si estuvieran en una luna de miel y disfrutaron. Pero dadas las circunstancias, el alcohol no fue el mejor aliado y Bri no logró que, al segundo intento, Roger respondiera. Su pene, más bien. Diana insinuó que debían haber invitado a alguien más. Nos señaló a mí y al chico hebreo. Ambos asentimos, como lo habría hecho cualquiera en plena etapa de “pérdida de comportamientos negativos y aceptación del camino hacia el placer integral”. A lo lejos, en alguna parte del bosque, había búhos y el viento mecía los árboles.

Mientras avanzaba la noche, las palabras, nuestras palabras, endulzaban mis oídos y me situaban en un escalón más hacia algo parecido a la felicidad. Ahora, mientras contemplo los dedos de mis pies, sucios y descalzos, y siento como nunca el olor de mi cuerpo en estado puro, siento que soy capaz de cualquier cosa. Poseo un aura que me lo permite (Anne dixit). Ya no hay etiquetas. Como dice el dicho, el sol nace para todos. Yo soy todos. Todos soy yo. Antes de continuar, debo dejar constancia de algo que me enteré anoche: Roger y yo tenemos las manos pequeñas, como e. e. cummings.

El carácter de Roger, según hemos aprendido, se aleja mucho de ser el del típico perdedor, del que se rinde a la primera. Bri lo admitió acariciándole la rodilla. Nos contaron que la idea era no despertar a nadie y que fuese una sorpresa para todos. Roger lo intentó todo, pero su miembro no estaba por la labor. Bri, por su parte, estaba desesperado, no quería que el buen momento acabara. ¡Haz algo! Roger imitó a Bri para delicia del resto y confesó la negativa de éste a que “usara los dedos”, debido a la pequeñez de sus manos. Así que Roger salió de la tienda, desnudo y sin linterna. Había una luna grande y espléndida. Cogió el camino de la derecha. A más o menos cinco metros, bajo un gran sauce en donde los chicos hebreos se reúnen a tratar asuntos sobre religión y conflictos territoriales, está una de las tres pequeñas huertas.

Cuando encontré a Bri, dormido como una piedra, creí que algo malo había ocurrido. Había manchas de color naranja en sus piernas, en su espalda y en sus nalgas. Pensé que también había sangre, pero no podía estar seguro. Anne y su novia vinieron enseguida. Y uno de nuestros perros, Lázaro, con el olfato acelerado. No, no hubo sangre. Roger contó que antes de cumplir los trece, sus sueños solían tener un denominador común: se veía a sí mismo como una niña que alimentaba a un conejo azul que vivía escondido debajo de su cama. De ahí venía entonces lo de las zanahorias. Ni siquiera Bri necesitaba explicaciones, pero había una y era válida para que nuestra curiosidad fuese saciada. Concluyó diciendo que todo había sido como en su sueño, que la borrachera y los jadeos de Bri, suplicantes y sensuales, lo habían motivado. Bri añadió un eslogan para camisetas: My butt is just like a bunny, come and feed it. Entonces hicimos más muecas, reímos, fumamos y brindamos al calor de la fogata bajo una luna grande y espléndida. Así es aquí. Me voy a por barritas de alpiste.