Letras
Engendros miopes

Comparte este contenido con tus amigos

¿Recuerdas cuando
en invierno
llegamos a la isla?
El mar hacia nosotros levantaba
Una copa de frío.

Pablo Neruda, Los versos del capitán.

Poema burdo

I

Nunca se imaginó cómo habían movido los pesados bloques,
nunca había pensado en las flores y las mariposas,
ahora era tarde para principiar retornos,
ahora movía la pierna sin deseos
y orinaba amarguras,
en las noches de vendimia en un cuartucho dorado,
en las cuentas por pagar,
en el deseo por lo que prohibían las reglas,
ahora lloraba palabras
sin remordimientos,
ahora hubiera desertado de las miradas para escupir fonemas.

¡Por Dios! Nadie se lo impedía,
pero se había transformado en un triste eructo
deshumanizado,
que balbuceaba frases con sentidos ilusorios,
parábolas de chocolate.

Nunca se imaginó que terminaría desnudo y miope.

 

II

Nunca se imaginó que su desnudez sería motivo de risa,
aunque los otros mostrasen anatomías burdas,
pechos rectangulares,

culos elípticos.
Era miope y eso bastaba.

Nunca había admitido ser como ellos.
Creedle. Orinaba flores y lloraba anocheceres,
dos tristes ilusiones prohibidas
por ellos,
los de cabellera errática,
y burdos poemas elípticos.

 

III

Hubo de perdonar olvidos,
corretear incongruencias,
padecer delirios ajenos,
para conservar el mendrugo bajo la axila.

En definitiva, nada era peor
nada sería aterrador,
como un diente de ajo
arrojado sobre la hirsuta lengua

a mitad de la ceremonia del brebaje mágico.
Todo sería preferible
a la inaudible humillación del ajo.
Hubo de descender la vista,
ocultar la desnudez bajo folios numerados,
burlar la vigilia y el hambre,
para soportar ser lo que era:

Un desgraciado miope
encerrado en los cuernos de la inocencia.

Solo
sin conocer diosas estridentes
ni magistrados ovíparos.

Solo
en la negrura infinita
del abandono deleznable...

 

Epitafio

Aquí yace el miope,
adoraba la propia desnudez,
se creyó cíclope,
ahora reposa en ignorada desfachatez.

 

Miopes

No se sabe de dónde vinieron,
ni los árboles los recordaban,
eso sí, parecían tenebrosos,
como lagartos heridos de muerte por una amapola,
con costras de luces
en las impías carnes desnudas.

Nunca se supo cómo habían arribado,
si en trenes lecheros, o en piraguas,
eso sí, nadie los quería,
tenían ese extraño fulgor del espanto
reflejado en las solapas,
ocultas bajo espejos de vidrio verde.

No se supo, a ciencia cierta, nada,
solamente el mote,
como capa de odio,
que los cubriría más allá de los lagos y las costas,
en las lápidas de los sueños rotos,
en la penumbrosa promesa del futuro.

Nadie los vería desaparecer,
un poeta borracho esculpió un depauperado epitafio a uno de ellos,
que los huracanes deshicieron
en truenos amarillos, lluvias hipotecadas, y el hálito
vergonzoso del viento salvaje.

Huyeron de la isla despiadada,
aborrecida ahora en la senectud,
de la isla misteriosa,
cuna de otros miopes,
y numerosos engendros.

 

Retorno

I

Retornaron a la isla
durante el primer invierno,
no llovía mucho,
el aire fresco de la madrugada
los abofeteaba en la larga avenida,
arteria de los acalorados
que siempre buscan salida a los sueños.

Habían retornado en medio del bullicio,
machetes alzados,
guatacas afiladas,
y las voces incoherentes que gritaban a la luna.
Habían retornado
simplemente,
por estúpida añoranza,
por un deseo inesperado de observar el mar tropical.
Al principio todo fue urbano,
comedido,
los cinemas exhibían cortos musicales y guerras de samuráis,
había arroz y cerveza,
helados y malta.
Al principio, todo era soportable.

 

II

Retornar al cabo de los años es pecaminoso.
Un acto despreciable de desdén por el acervo cultural,
de olvidada melodía.
Con el tiempo los cangrejos se tornaron sospechosos,
hasta que fueron acusados de preferir la noche
a la promesa de la pureza,
las palabras suelen ser crueles,
las miradas perturbadoras,
la miel, veneno,
la leche, ácido,
la sal, dulce.

Todo había cambiado
con la llegada de los huracanes,
bellezas con nombres de modelos de Adolfo Domínguez,
Ángela, Pamela, Begoña,
todo había sido increíble,
y tuvieron que renunciar a los bañadores exóticos,
para copiar frases destrozadas
en la rutina diaria.

No pudieron beber algas,
se habían marchado al horizonte,
allá donde la marea es alta
y el mar profundo,
allá donde proliferan bestias
y dardos venenosos.
Retornaron a la isla,
callados,
las ropas deshechas,
eso sí, cantando al amanecer de las tortugas
en un coro de ranas,
un lunes triste, nublado,
que presagiaba vientos del norte.

 

Muerte

La muerte era un tema tabú
ninguno de los miopes se atrevía
siquiera a mirarla de soslayo,
había algo frígido en el tacto,
algo perturbador en el aliento,
que los aterraba desde la ventana.

No podían siquiera mencionarla,
a no ser en consignas sin sentido,
que repetían como papagayos adiestrados en ejercicios de jubiloso desfilar,
con la promesa de una tarde libre,
o algo caliente con qué retozar,
en la larga caminata descalzos,
como una falsa promesa hecha a una santa.

Nadie quería reconocer el hecho trivial
de que la gente se moría de ataques al corazón,
de empachos de berenjenas con ají,
y otros trastornos innombrables,
a no ser en los secretos libros de los galenos.
Se tenía miedo a la salida definitiva,
para la cual no hace falta permiso alguno,
esa en la que dejas de sufrir,
y la faz se te transforma en heroica indiferencia ante el mundo...

 

Huida

Escapo del horror de tu mirada hacia un mundo vegetal
atravesando pájaros multicolores con espinas de rosas,
en un rito cruel de ventiscas y silencios.
Escapo a tu mirada que no me busca
en el silencio de la noche
aterrado de haberte conocido,
enmascarado en las rosas amarillas de mi jardín,
en un sueño de luz. Espantado de mi peste
que flota en el mar como lluvia de otoño...

 

Ostras

Vago por caminos soleados
sin aprehender el vaivén de los sonidos,
ni el clamor salado de las ostras silenciadas.
Las observo con asombro,
cual amuletos marinos,
que desperdician siglos en discusiones bizantinas.

A veces nos envenenan,
comentan que se debe al mercurio,
pero yo sigo vagando por la superficie rugosa
de las conchas ennegrecidas,
sin que me importe para nada
el detrito de tantos cadáveres,
tampoco el taconeo de lobezno asustado.

Recorro tranquilo
los restos de la masacre,
conchas inútiles,
caracolas desperdiciadas,
ante la visión apocalíptica de la marea.

A las ostras
también les impusieron el malhadado toque de queda.
ahora se ven precisadas a fornicar en silencio
agazapadas en la enorme cuchara
del glotón.

10-10-08, 140º aniversario del Grito de Yara

 

Esperando a Godot

No pensaban, por aquel entonces,
en abandonar la ínsula,
era algo inaudito,
un acto repugnante,
por eso cavaban, en la noche,
esperanzas de cosechas abundantes,
delirios de miel y leche.

No pensaban, siquiera los escuálidos,
los menos agraciados de la manada,
en saltar rejas de ignominia,
en aquellos días era inconcebible
para los ojos semicerrados
por las continuas lluvias de arena.

No pensaban en nada,
apenas en cavar, y esperar
la llegada de Godot
en algún teatrito de mala muerte,
a peso la entrada,
en una puesta en escena de aficionados.

No pensaban sino en callar el desenfreno,
ocultar las medias pobremente zurcidas,
y las camisas deshilachadas,
en medio de la noche,
mientras seguían cavando truchas y boniatos,
en las calurosas noches del trópico,
junto al vecino moroso,
o a la muchacha de caderas anchas,
callados todos,
ante el pavor de la luna plena.

 

Moribundos

Estamos en el mundo solos
apuradamente solos,
sin un grito que esgrimir contra la tarde absurda
o la noche fría en que nos pegamos a la pareja en una fusión de ternura.
Estamos destinados a soportar la vida
en ensueños, meditaciones, alegrías tontas como una luna llena,
o la victoria de nuestro candidato presidencial,
todo para ocultar la única verdad fehaciente:
somos moribundos
en un mundo extraño
en el cual el acto supremo,
para el cual hemos sido creados,
hemos de aprehender a solas,
escondidos, en la noche oscura del alma,
sin poder comunicarnos con los otros,
en la soledad tinte de nuestra fusión con la nada.
Afuera unos pajarillos cantan y el sol despunta una mañana calurosa.

 

Poeta

Un amigo me dice:
no escribas más, tú no eres poeta,
careces de sensibilidad,
eres analítico,
lo contrario de lo poético,
no sigas,
nunca lo serás.
La mirada de mi amigo lo refleja todo,
es el primer paso hacia el hoyo del desamparo,
hacia la nada del hombre mediocre,
de quien come, caga y mira los telediarios.
Lo antipoético, la vida cotidiana, sin sufrir ni sentir.
Poeta. Nunca lo seré.

 

Silencio

Acuso al mundo,
—agujero en forma de girasol—
del pecaminoso silencio,
lo acoso con rabia
con una oquedad en las venas,
con la venda del ciruelo.
Algo inaudito,
un mundo de piruetas
rusas, ucranianas o turcas, con caballitos alados a lo Chagall
envueltos en el tibio tul de las ensoñaciones.
Mundo enemigo,
obcecado por el silencio,
temeroso de la voz.
Lo acuso sin pruebas ni deseos,
la razón húmeda desvanecida en la tarde,
mientras callo de nuevo.