Artículos y reportajes
De un encuentro de esos que tienen los poetas

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Leía en estos días un texto de análisis lírico que empezaba así: “La lírica es el género subjetivo por excelencia y por ello el más próximo al lector: leer un poema es un acto íntimo, tan incomunicable como la propia poesía. En esta subjetividad somos siempre dos los implicados: autor y lector (pueden) siempre identificarse con el poema (o no)”, y además he encontrado en otros textos, por ejemplo algo como en Carlos Bousoño, que “la poesía no comunica lo que se siente sino la contemplación de lo que se siente”, y ello me ha puesto a pensar en las reacciones tan diversas en tiempo, espacio, modo y lugar (como los tipos de adverbios), de aquellos que nos asomamos a las líneas de la poesía. Ello me hizo preguntarme el cómo serían las reacciones de aquellos pocos amigos que benevolentemente se asoman a esos versos que oso compartir.

Bajo la obviedad de que al escoger con quién compartirlos hay involucrados afectos diversos, pero afectos al fin, me puse a pensar y creo que se encontrarían distintos tipos de reacciones: tal vez algunos silenciosamente los devuelven, otros exigirían tomar el tiempo apropiado para hacerlo, otros tal vez se sientan invadidos y hasta intimidados, y otros —pudorosamente— puede que digan algo que en la mayor parte de las veces está lejos de lo que entienden, sienten o les murmura el alma, porque hasta ni siquiera lo han podido descifrar, aunque algo sienten, eso lo sé.

Hay una especie de trasgresión de quienes nos involucramos instantáneamente en este tema, hasta sin permiso del otro. La vida pública y correntosa actual no permite el compartir poesía, para ella ni siquiera ésta existe, por lo tanto... mucho menos la fomenta, pero cuando en raras oportunidades se da... ocurren esos chispazos que arrancan del alma algunas alusiones a la belleza del vivir, a esa alegría inmensa de estar y ser lo que somos, y hasta a creer que más allá de lo que diariamente vemos hay algo más. Tal vez por esos instantes vale realmente la pena ese llegar a compartir un poema, ya que compartir es ese acto sublime por antonomasia, como su origen: “comer” + “partir”, es ese dar a otros —en la misma mesa— un pedazo de mi hogaza de pan, de lo más valioso para mí.

Al racionalizar un poco esto, traigo como ejemplo maravilloso un recuerdo de un encuentro hermosamente extraño: una mujer, la poetisa Dorotea Montoya, “Teíta” (supe después que así le gustaba que le llamaran), con apariencia desdentada y con una faz que asolaba la visión, con una mirada directa, intranquila como en una paz extraña, con una dulce voz, derivaba por entre la gradería de aquel lugar, vino hacia mí por entre ese tiempo plúmbeo previo a la lectura de poemas de la inauguración del XIX Festival Internacional de Poesía de Medellín que algunos miles esperábamos, a venderme uno de sus libros. Era uno editado tierna y artesanalmente. Tal vez tras mi actitud receptiva de escucharla, ya que casi nadie lo hacía, tomé su oferta, y sin que interviniera nada más que mi curiosidad y un algo que hoy no sé qué fue, ante su asombro le leí —en voz alta y al azar— uno o dos poemas que me impresionaron gratamente. Aquí los comparto:

La oscuridad vuela
pasando sobre nosotros
sus inconmensurables alas.
La muerte
extiende sus hoces
como por encanto
y no sabemos,
no nos damos cuenta.
Hace tiempo que estamos muertos.

La muerte
se quedó sin oficio.
Sólo cuerpos putrefactos
caminan
sobre la superficie
de la tierra.

 


 

El amor de la muerte a la vida,
arranca vidas a pedazos,
a rasguños,
a desmandes
y violencias
para perpetuar ese amor.

La muerte ama tanto a la vida,
que se apropia de ella
como puede,
a costa de su propio dolor
porque la ama y la desea.

Y sacrifica el dolor que siente
para poder tener las vidas que quiere,
en su perpetuo amor,
en su perpetuo deseo.

Al levantar la mirada vi sus ojos expectantes con cara de querer saber lo que yo pensaba y le dije algo como “¡Es la dura vida y muerte de todos nosotros! ¡Es duro pero es real como los campos y el exterminio nuestro! ¡Nuestros campos colombianos!”. Su sonrisa apareció brillante y como diciendo más de lo que yo entendía en su rostro. Hasta creo que se sintió en confianza. “Es una parte de lo que vivo... en muchas partes de mí”. Nos sentimos, por instantes, cómplices de algo, o tal vez víctimas de otro algo. Su dicción de erres arrastradas la hacía aparecer como francesa o algo similar, pero su figura demacrada era más parecida a los seres de la calle. Me dijo que venía hace poco de vivir en Québec, que había estudiado y vivido en París mucho tiempo, y que al cabo de los años había decidido volver a su terruño después de andareguear el mundo... “¿Me lo compras? Sólo son tres mil pesos” (un dólar y medio más o menos). Yo le dije que sí. Ella ofreció firmármelo. “¿Cómo te llamas? ¿A qué te dedicas?”. Mientras escribía algo dedicado a mí le dije: “Yo también escribo poesía. ¡Soy poeta!”. Su rostro se sorprendió y rió todo, y con aire de complicidad me preguntó: “¿Tienes algo tuyo?”, yo le dije que sí. “Te quiero leer un poema muy corto, ¿puedo?”. “OK”, y hurgué mi mochila por mi cuaderno compañero de luchas y notas, y busqué por no sé qué motivo ahí intencionalmente uno que sabía que en él estaba manuscrito en mis vacaciones de mi pasado diciembre. Se lo fui leyendo, con mi mejor voz:

Parece un exilio

Te vives escondido, quejándote
Te vuelves inestable, escondiéndote
Te quejas en otro idioma, misericorde
Te conmiseras al menos, rebuscándote
Te encuentras lejano, distinto, comparándote
                       y no hallas la diferencia
pero un océano te separa...
                       y de allí / no eres”

Ante su cara de sorpresa y de atenta conmoción, se lo volví a leer porque sabía del entender de segundas lecturas, lentamente, y allí sí, algo pasó. En ese instante hubo comunión (como una unión), tal vez algo removió en ella este poema, “¿Por qué ese poema para una exiliada como yo?”. Esa lágrima que se secó furtivamente decía más, y luego... una despedida: “¡Que sigas escribiendo!”, “¡Que vendas muchos!” y con una cuasisonrisa de un lado y, creo, una brillante del otro, nos dijimos “¡Hasta pronto!”.

¿Ella había contemplado lo que yo quise decir en mi poema? No lo sé, lo cierto es que yo ya había sentido la muerte que ella había descrito en el suyo. Tal vez ella hasta había visto retratado su exilio en el mío, no lo sé. Luego supe que Teíta no era parte de aquel festival, sino otro espectador de ojos brillantes ante el verso... como yo.

Esa tarde que amenazaba una lluvia feroz que después se dio empapando a propios y a poetas de otras latitudes, me deparó aquel encuentro hermoso, de esos que creo que sólo da la poesía, ¿verdad? Escribió en la primera página de ese poemario de papel periódico de unas 65 páginas (Desde afuera) como dedicatoria: “Gracias por reconocer en cada poro de este cuerpo, los cuerpos que lo componen, yendo por caminos sin rumbo fijo. Teíta”.