Letras
Memorias de la infancia

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Después de una semana laboral intensa, suelo ir a caminar al fondo de la casa paterna para aliviar mis huesos cansados, a reencontrarme con el espacio que cobijó la feliz infancia de seis generaciones. A veces me alcanza Tomy, mi sobrino nieto de tres años; en su afán de descubrir el mundo se toma de mi mano mientras me dice “Tío Aguto auto”, indicándome con su dedito algún vehículo estacionado en la guardería que ocupa el centro del terreno con salida a una calle lateral. Pienso en aquellos versos:

La impiedad del tiempo
es el tren que avanza,
                                        los latidos acompañan.
Nada es igual al ayer,
todo es cambio permanente.

Es el mismo suelo que vio pasar la infancia de mis abuelos, de mi padre, la nuestra... En esos tiempos Orán era el corazón maderero de Salta y nos sentíamos orgullosos de tener en nuestros montes los ejemplares más grandes de cedros, cebiles, robles, quinas y tantos árboles de madera noble. Eran las épocas en que veíamos pasar por las calles de tierra a los diableros conduciendo sus carros tirados por bueyes con grandes durmientes y a camiones vigueros con ejemplares inimaginables ahora. Todavía nuestra selva no había sido devastada.

Siendo niño todo parecía tan inmenso. No salíamos a jugar, salíamos de expedición. Numerosas plantas frutales ocupaban el terreno: pomelos, limoneros, bananales, paltas, algarrobas, moras, zopotas, guayabas. Una acequia cruzaba todo el límite sur.

Cuando el aroma de azahares se filtraba por los poros de la casona y el sol derramaba en el valle su torrente dorado, partíamos con mi hermano Alberto y nuestros amigos Mario, Carlos y Coquito a recorrer el fondo. Algún perro corría las gallinas que intentaban volar para no ser atrapadas. Pasábamos entre las habitaciones de la “Cota” y su horno de barro, al lado del cual había siempre un fogón encendido en donde calentaba el agua para el mate. Nos dirigíamos a “la montaña” (un montículo de tierra cubierto de césped), a los “tres árboles”, de donde colgaban racimos de flores rojas y anaranjadas a atrapar chicharras y coyuyos. Necesitábamos ver la inmensidad desde lo alto y trepábamos la zopota para disfrutar del paisaje mientras degustábamos de sus frutos.

A Coquito le fascinaba subirse a los árboles. La inocencia de sus ojos brillaba al observar el vuelo de los pájaros y a los aviones surcar los cielos de agosto. Éramos vecinos, una puerta comunicaba nuestros fondos. Recuerdo tan claro cuando nos arrojábamos de la pared medianera hacia la arena que amortiguaba nuestra caída y la última vez que estuvimos juntos tomando leche con scones preparados por mi madre. —Cierren la boca cuando coman —nos decía Alberto, mi hermano mellizo. Y aquella tarde fatídica cuando Magdalena, su madre, lo fue a buscar preocupada por no encontrarlo. Recuerdo más tarde al tío Negro contarnos que, al regresar Magdalena, lo encontró sin vida recostado bajo la higuera. Convaleciente de varicela había caído dando con la sien en una piedra. —Despertáte, hijito, vinieron tus amiguitos a jugar —le decía su madre al vernos llegar al velatorio. —Él ahora es un angelito y está al lado del Señor —nos decían los mayores para consolarnos.

Cómo arrancar del alma la partida temprana de nuestro amiguito, teníamos tan sólo siete años... y aquel triste cortejo fúnebre de guardapolvos blancos...

Todo fue distinto a partir de allí, “El Sapo” (casero de casa), que vivía con su familia en una casita de tablas muy bien pintada, rodeada de plantas, en el límite oeste del predio, procedió a envolver cada árbol con alambre de púas, por indicaciones de mi padre, para evitar otro accidente que lamentar. Éramos tan traviesos que improvisábamos guantes de trapos para trepar lo más alto que nos fuera posible, de allí tal vez Coquito nos vería jugar, hasta que un resbalón hizo que impactara mi pequeña humanidad en la tierra. Desperté observando mi sangre en un fuentón, mientras Julia, hija del Sapo, me lavaba el rostro. Esa fue la última vez que intentamos escalar. El tiempo pasó; cada fin de semana, al caminar el patio de la casona paterna, riego mis sentimientos para reencontrarme con mi infancia.