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Automutilación

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Poco sabían el uno del otro: ella de él, su nombre, su profesión y que había sido recientemente abandonado por otra; él de ella, su nombre, que estaba infelizmente casada y que tenía hijos. Unas breves llamadas y expectación difusa. Como saludo, un largo beso que denotaba la mutua necesidad de abrigo. Una excusa tonta para subir al piso de él: el comienzo de un infierno. Ya en su casa, un inesperado beso ardiente conduce las manos al pan. Con desespero y sonrisas picaronas caen al sofá. Besos húmedos, una enredadera de manos, un cinturón de pantalón que se clava y algo abultado debajo demanda atención urgente. Un roñoso sofá incómodo la seduce a ella a caminar al cuarto. Él se levanta como si tirase de sí mismo un hilo invisible. Ella se sobresalta al recordar que nunca lleva preservativos, pues en casa no los precisa. Él, muy ágil, busca corriendo su cartera por miedo a que ella cambie de opinión. Ya en la cama, sin zapatos, él se queda en blanco. Ella no. Pronto sube la adrenalina de nuevo y toda la ropa salta despavorida. Sudorosos cuerpos desconocidos tratan de entenderse. Él se pierde en la fogosidad de ella y cree estar listo para el primer empuje. Se coloca el condón, y se tumba sobre ella. Dos, tres, cuatro acometidas fuertes y ella grita de dolor. Él se asusta, y su álter ego cae al suelo. Ella le incita de nuevo, vuelven a intentarlo. Él se recupera en menos de un segundo gracias a una desinhibida felación. Se coloca otro condón y ahora es él quien trata de manejar la situación. Entre los gemidos y sollozos de ella, él se tambalea. Algo enturbia su mente y la desmonta. Sin saber hacia dónde mirar busca una razón a su incapacidad viril; ella, descolocada, no entiende qué ocurre. La excusa de él: no quiere implicaciones emocionales. ¿Estaban haciendo el amor o estaban follando? Tras breves e incongruentes argumentos por parte de él, ella le recrimina su actitud: “Deberías habérmelo dicho antes”.

Él repitiendo hasta la saciedad un “mea culpa”, un “me gustas mucho”; con educación, con prisa y sin pausa, la invita a irse de su casa. Un escueto beso por despedida, un “que te vaya bien” y absurdas miradas desde el umbral del portal.

 

Ella se aleja y se sienta en el primer banco de la calle que encuentra. Pierde la compostura y un mar de lágrimas de incomprensión se agolpan en sus cuencas oculares. Las reprime; intenta sosegarse. Recupera el aliento, y se marcha a su casa. En la noche, su marido muestra su indiferencia habitual hacia ella, pero en la cama su cuerpo dice otra cosa. El marido la busca y sin saberlo termina el trabajo iniciado por otro. Ella se deja gozar. Llega al clímax, con dos hombres al mismo tiempo. Uno dentro de su cuerpo y otro dentro de su mente. No sabe distinguir si está haciendo el amor o está follando. Ni con quién. Una parte de sí misma continúa en aquel banco, sentada, observando las llagas sangrantes de su orgullo femenino y autolapidando su conciencia.

Hoy, mientras el matrimonio actual está abocado al divorcio, el remordimiento y el deseo sexual de aquella mujer conviven mutilándose, mutuamente, dejando su personalidad reducida a despojos.