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Simón BolívarSimón Bolívar: el general desamparado

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Lo veía siempre que yo pasaba por la esquina. Allí, oculto tras aquella enorme figura que se elevaba sobre sus patas traseras como queriendo tomar vuelo, como queriendo huir del suelo o quizás amedrentar a los transeúntes, que como yo, veíamos asombrados aquella escena extraña de un animal erguido, con las fuerzas contenidas en un intento estático, pero amenazante, mientras a sus pies, ajeno a esa acción intrépida en suspenso, la figura de un hombre yacía impasible, tendida sobre el suelo, a un palmo de las patas traseras de la bestia.

Sobre los cartones, el hombre yacente parecía un cuerpo que, tras una ardua batalla, había quedado insepulto, mientras el héroe de algún ejército vencedor arribaba tardíamente a un poblado ya destruido, a expulsar a los bárbaros que huían del valor de aquel jinete. Porque aquella figura impresionante que se erguía, era un caballo y su jinete, un animal y un hombre, pero para el niño que era yo entonces era una aparición inexplicable de un solo ser nunca visto, que tiene dos cabezas. Así debieron haber visto los nativos del Caribe y Yucatán a los jinetes españoles: terribles apariciones de seres, mitad bestia mitad hombre, que parecían dioses, divinidades increíbles venidas del mar.

Yo miraba la altura de aquel gesto del jinete y la inmovilidad del hombre dormido sobre los cartones como un misterio incomprensible. Con los días, fui entendiendo que tal vez aquel hombre velaba el sueño del jinete, si se le puede adjudicar el sueño al bronce que durante el día parece un ser en movimiento. Es que la noche infantil no es la noche del adulto. Y podría quizás aquella estatua cobrar vida cuando todo fuera oscuro, y el hombre de los cartones dar de comer al caballo y conversar con el jinete, y éste contarle mil y una historias llenas de victorias y derrotas, hasta que la luz del sol los colocara otra vez en sus posturas diurnas silenciosas. ¡Pero yo había descubierto su secreto!

Cada mañana que yo pasaba frente a ellos viniendo del jardín de infantes a mi casa, les miraba de reojo, yo era como un confidente de aquellas pláticas nocturnas que ellos sostenían, mientras caminaban por entre los almendros y aceitunos de aquel parque. Atrás iría aquel caballo, a paso lento, descansando de la labor de su acostumbrada postura.

A veces, coronas de flores amanecían apoyadas en las patas del caballo y una banda de tambores, tubas y trompetas querían que caballo y jinete les siguieran no sé a dónde. Yo me paraba un momento y veía cómo aquel rostro de bronce impasible parecía no escuchar aquel llamado para iniciar la marcha. Y notaba que el hombre de los cartones se escondía cuando llegaban los del tambor y las trompetas y que en el lugar donde dormía, más coronas de flores rodeaban al solicitado... ¿A dónde se escondería aquella figura silenciosa con su cama de papeles?

Pero, idos los hombres de la banda, ¡allí estaba el amigo del jinete! Regresaba. Volvía a cumplir con su tarea de cuidar de sus amigos... y las coronas de flores desaparecían.

Hoy, a casi cinco décadas, la estatua de Bolívar sigue en pie, empotrada en una gruesa columna de cemento, a dos metros y medio sobre el suelo en la misma esquina de aquel parque. Dicen que para que nadie robe su pesada espada, la que ya ha perdido varias veces. El hombre de los cartones ya habrá muerto, o será un anciano que un día, por eso de la edad, se olvidó de sus labores, dejándonos al general desamparado.