Sala de ensayo
Paul Auster
El azar como estética

Paul Auster

Comparte este contenido con tus amigos

I. Auster, ese escritor hispanoamericano

El sitio de Paul Auster (Nueva York, 1957), en el campo literario de su país es incómodo. Su extensa obra no aparece como continuidad de los grandes escritores de mitad de siglo (Hemingway, Steinbeck, Dos Passos) ni con la generación beat (Salinger, Kerouac) ni tampoco con los maestros del cuento minimalista (Cheever, Carver). Distante también por concepción de la escritura y por temática de las obras de De Lillo, Mailer, Roth o Bellow, parecería acercarse a la experimentación más audaz de Faulkner o la creatividad sorprendente de ciertas zonas de la obra de Thomas Pynchon, pero de todos modos, la obra de Auster se distingue por su llamativa singularidad.

Sus vínculos intertextuales más evidentes pueden hallarse en las literaturas hispanas o hispanoamericanas. Se ha insistido, y con razón, en la influencia de la obra de Borges en los textos austerianos; la puesta en jaque de la identidad, la confusión de las categorías de autor, personaje y lector (ese gesto típico del primer Cortázar también), la concepción del universo como una biblioteca infinita y la idea de escribir desde el pliegue entre realidad y ficción, entre otras nociones, acercan esas producciones. En el último libro de Auster, Un hombre en la oscuridad, la pululación de personajes en mundos infinitos y paralelos a partir de la invención literaria simula obedecer a las ideas de Giordano Bruno, pero las páginas de “El jardín de senderos que se bifurcan”, del genial autor argentino, laten inconfundiblemente en la invisibilidad del libro más reciente de Auster.1 Como Borges y como Cortázar, Bioy Casares despliega —especialmente en La invención de Morel, El lado de la sombra o Plan de evasión— la sobreimpresión de la ficción en el plano de lo real, las identidades en espejo o la idea del “manuscrito” como matriz, expansión y confusión de las historias. El perjurio de la nieve, en este sentido, podría leerse como un cuento austeriano.

Un pasaje de Niebla, de Unamuno, en el que el personaje acude a entrevistarse con el autor que ha decidido su muerte, sirve de antecedente. Como también lo es la obsesión autotextual de Vila Matas. Pero sin dudas la relación más explícita de Auster con la literatura de habla hispana es su devoción por Cervantes y por Don Quijote en particular:

Cervantes ha sido siempre uno de mis escritores favoritos. Lo ha sido desde el momento en que comencé a leerlo. Si tuviera que elegir un libro para llevar a una isla desierta, sería Don Quijote. Todo está ahí. Todo sobre el mundo y todo sobre la escritura de ficción está ahí. Lo he leído unas cuatro veces. Me resulta curioso que la primera parte sea delirante, fantástica, y la segunda totalmente moderna: su tema es el propio libro, el Quijote que otros están leyendo y criticando, completando con historias que el autor parece haber dejado atrás. No sé cómo a Cervantes se le ocurrieron esas ideas. Todas las ramificaciones, todas las posibilidades, todas las permutaciones de la novela moderna están prefiguradas ahí. Además, creó personajes memorables, que siguen vivos.2

Auster ha revisitado una y otra vez la obra cervantina, sus pliegues y posibilidades, ha sondeado sus recovecos y los ha hecho fructíferos, ha aprendido y ha expandido la enseñanza central del Quijote: la invención parte del libro (el manuscrito, en Auster), la generación y construcción del deseo y del sentido humano (o su negación) está en la biblioteca, el “lenguaje al infinito” (como decía Foucault en Las palabras y las cosas releyendo a Cervantes) está en los anaqueles de la escritura pasada y por venir.

Una hipótesis de Auster en el capítulo X de La ciudad de cristal (de La trilogía de Nueva York) sobre la novela de Cervantes, recogida por Martín Cristal en “Don Quijote en Nueva York”,3 corrobora esa devoción y propone la idea de la relectura infinita del texto como re-escritura, como re-invención: don Quijote simula su locura para que Sancho, analfabeto, cuente esas historias al cura y al barbero, que las escribirán en castellano para que Sansón Carrasco las traduzca al árabe y las encuentre Cervantes en Toledo como manuscrito de Benengeli para narrarlas como obra propia.

En esa hipótesis hay una matriz del modo austeriano. La circularidad del recorrido depende del azar que vincula los tramos del itinerario, que siempre tiene como esencia el manuscrito produciéndose y los personajes superponiendo identidades. Es Pierre Menard reescribiendo el Quijote y es el poema también borgeano “Sueña Alonso Quijano” con Cervantes soñado por sus personajes. Es “Continuidad de los parques”, de Cortázar, con personajes allanando las zonas inviolables del lector o del autor, como en Niebla, de Unamuno. Es el Morel de Bioy diseñando una filmación eterna donde instalar su cuerpo finito entre los cuerpos ficticios e infinitos del arte. Es el mismo Auster, ese escritor hispanoamericano, construyendo desde esos manuscritos circulares una estética del azar o el azar como estética, mecanismo que alcanza su esplendor, quizás, en La trilogía de Nueva York.

 

“La trilogía de Nueva York”, de Paul AusterII. El espacio circular de la escritura (sobre La trilogía de Nueva York)

Es en esta trilogía donde Auster propone la matriz de su literatura, el concepto clave de su noción escrituraria y hasta el alcance de su programa narrativo. Aquí aparecen, como latencias, los perfiles arquitectónicos de su obra presente y futura, pero también el sentido profundo de esa ingeniosa arquitectura, lo que Auster tiene para decir sobre el hombre, el mundo, el tiempo y la escritura. En la extensa obra austeriana, ese sentido, en la plenitud de su decir, aparece en algunos textos y en otros vacila entre esa búsqueda y la comodidad del atractivo juego narrativo de identidades, historias en espejo o sorprendentes reveses del guante.

La trilogía de Nueva York (1986) divide su palabra en tres textos: La ciudad de cristal, Fantasmas y La habitación cerrada.

En el primero, Daniel Quinn es un escritor que, por obra del azar (una llamada equivocada), simula ser el detective Paul Auster para seguir a J. Stillmann. Su tarea, anodina, se desvanece y termina llamando al detective Auster, que en realidad no existe sino como escritor. La multiplicación de identidades satura el texto (Quinn es detective y escritor, Auster también y Stillmann se confunde con su hijo; Quinn se presenta ante Stillmann con varios nombres, entre ellos, el mismo Stillmann). La idea del manuscrito (un cuaderno rojo que registra la historia) aparece y plantea también dudas sobre la identidad del autor.

En el segundo, Fantasmas, el detective Blue es contratado para seguir al escritor Black, de vida poco relevante. El investigador termina imaginando historias sobre Black, y su tarea se pierde diseminando su identidad en diversos personajes que utiliza para tomar contacto con Black sin ser descubierto. Black, que escribe sobre escritores, avanza en un manuscrito donde cuenta la multiplicidad de las vidas de Blue. Entre los dos escritores fantasmas, el libro permite la interrogación borgeana sobre la autoría del texto y las posibilidades de diseminación de la escritura, como proponía Derrida, esa otra lectura austeriana.

En la tercera parte, La habitación cerrada, la esposa del escritor Fanshawe busca ayuda para hallar a su marido, desaparecido, en un escritor amigo. Ese narrador decide publicar los manuscritos de Fanshawe como propios, asumir su vida y casarse con Sophie, su “viuda”. La obsesión de encontrarlo y hacerlo desaparecer de verdad lo pierde y lo confunde. En una solución típicamente austeriana, la zona final del libro propone que el narrador sin nombre, que ahora es Fanshawe, no existe. Sólo existe Fanshawe, que escribe la historia del narrador, su vida con Sophie y hasta su biografía. La ambivalencia especular culmina alejando a los personajes del principio de realidad:

Estaba cavando una tumba, después de todo, y había momentos en que empezaba a preguntarme si no sería la mía.4

Sobre la búsqueda de sentido en la trilogía y su relación con la proliferación de historias y la historia de las proliferaciones, dice Pau Sanmartín:

El narrador inventa los personajes y las tramas de las novelas. Para ello parte de sí mismo pero, al mismo tiempo, renuncia a sí mismo para que la ficción pueda ser. Como se nos decía en Fantasmas, el escritor se refleja a sí mismo mientras escribe y a la vez es suplantado por su propia escritura. Esta especie de reversibilidad existente entre el autor y su creación se muestra de manera especialmente aguda en La habitación cerrada.

Si la vida es sentida desde este presente narrativo como una sucesión de cambios bruscos e inesperados, cualquier intento de imponerle un orden o sentido está destinado al fracaso o a la locura. Esta es al menos la suerte que siguen los personajes de La trilogía de Nueva York en su búsqueda de sentido.5

Esa proliferación de historias circulares bien puede entenderse también como reciclado de textos que se construyen, pierden, encuentran y vuelven a circular en la metrópoli. Pablo Chiapara prefiere entender esta dinámica como un síntoma de la gran ciudad, en la que el ciclo materia-basura-reciclado es reproducido por la circularidad textual de la trilogía y transformado en representación de la cultura posmoderna:

Esa es la alegoría austeriana: se reciclan las ideas en su dispositivo tecnológico (el texto), junto a su recipiente (el libro), y se vuelve a colocar en circulación su liquidez (el discurso). La basura y la actividad del mendigo (revolver en los escombros cotidianos de la producción industrial como un arqueólogo urbano, actuando en las camadas más superficiales de la materia acumulada y dando vuelta fósiles del día a día) pasan a cumplir la transposición de lo tópico para lo heterotópico en la escritura de Auster.

Ese movimiento de caos-orden latente palpita en cada contacto del individuo con su entorno, con su frontera... Quinn y Stillman son seres fronterizos, son el síntoma de un movimiento de pasaje, no el paso en sí. Son el desplazamiento constante, el vaivén que asusta al hombre de la metrópoli agresiva. Ellos encarnan la revelación mágica del texto-basura y también el miedo de convertirse en basura-basura y no ser descifrados por nadie.6

El borramiento de la identidad, la puesta en jaque de su presencia desde las posibilidades múltiples del texto, como un infinito en expansión. La ubicuidad permanente del manuscrito austeriano, como una marca de la escritura produciéndose sin dueño y sin destino, sujeta a los vaivenes estéticos del azar. La interrogación sobre el tiempo, la imposibilidad de su captura, la voluntad infructuosa del arte por asir sus formas y erigir su sentido en ese fracaso. La imaginación del desborde y la sorpresa textual. Los personajes posmodernos de la narrativa de Auster, caballeros de triste figura, como su héroe preferido, derrotados por la ciudad impiadosa, desnudos ante sus destinos inciertos. Son las marcas del programa austeriano. Las huellas que dibuja su escritura, a veces —como decíamos— indagando, a veces, la profundidad del puesto del hombre en el universo; otras, apenas jugando con los avatares de una ingeniosa red que desdibuja o desdobla identidades.

 

“El Palacio de la Luna”, de Paul AusterIII. La ausencia de sí en la narrativa de Auster (sobre El Palacio de la Luna)

“Ra (el dios del sol) creó a Thot, la luna, para que lo reemplazara durante las noches. Thot era el dios de la escritura y por eso la figura fugaz, inasible, del suplemento, de la usurpación”.

P. Sollers, prólogo a De la gramatología, de Jacques Derrida.

La impactante novela de Auster se construye con los hilos apenas visibles del azar y la coincidencia, pero deja vislumbrar, detrás de ese tejido, el rostro conmovedor de la condición humana actual: lejos ya del arte combinatorio, de la casualidad, El Palacio de la Luna7 aparece como una singular indagación sobre el hombre urbano de fin de siglo, una interrogación ineludible sobre el puesto del hombre en la ciudad posmoderna.

La atomización que proponen las ramificaciones constantes de su historia se resuelve no sólo desde la presencia del narrador —aun cuando cede su posición de centro del relato a los otros en cada subhistoria— sino desde el signo que atraviesa todo el texto: la luna, cifra de la otredad, del paisaje por explorar, del costado no atendido de la realidad, de la faz que esconde y niega la relación siempre tensa entre la ciudad omnipresente y el hombre, ausente de sí.

En este sentido, los personajes de Auster no son los hombres iluminados por el sol del “sueño americano” sino los que buscan, bajo la opacidad de la luna, una vida distinta, con perfiles épicos a veces, con pozos infrahumanos otras, convertirse en ausencias, en agujeros negros, en anonimatos, como forma de ser (o de no ser) en un universo donde todas las presencias —incluido el hombre, claro está— se han convertido ya en mercancías, en objetos, ideas y sueños que se compran y venden. En El Palacio de la Luna ese proceso hacia la ausencia de sí se evidencia desde la orfandad (tema recurrente en toda la narrativa de Auster) de M. S. Fogg, el cambio de su nombre —que se repite en el caso de su abuelo— y el descubrimiento tardío de su padre: esas deconstrucciones de la identidad son acompañadas por un proceso paralelo, el de la “nadificación” social que Fogg planifica cuando el dinero se le acaba: no estudiar, no salir, no comer, no ser... dejarse llevar por una destrucción sin estridencias, silenciarse frente a la ciudad ensordecedora y sorda, construir una santidad disolvente y sin salidas, asumirse no sólo como anónimo o austero sino como ausencia de sí.

Cuando Fogg tiene dinero (siempre producto de rentas por seguros, herencias, regalos) vive adaptándose al mundo sin cuestionamientos ideológicos ni sociales (los personajes de Auster no cuentan con fuerzas para esas rebeldías, son las criaturas de la posmodernidad). Pero cuando el dinero se esfuma, se deja caer allí donde el vacío lo decida. Su situación más crítica transcurre en el Central Park de Nueva York, viviendo de desperdicios y limosnas, decidiendo “abandonarse al caos del mundo para que el mundo lo revelara” (p. 69). Lo salvarán el amigo Zimmer y la novia, Kitty, con quienes recuperará las ansias de vivir pero no su sentido, extraviado ya en el todopoderoso laberinto del sistema urbano (desde esta línea Auster recupera claramente la perplejidad kafkiana y el lúcido cinismo borgeano). Curiosa ironía la de Effing (el viejo que contrata a Fogg como ayudante, que lo instruye desde los infinitos libros y la percepción del arte “lunático” del pintor Blakelock) que reparte su fortuna entre los desprevenidos neoyorquinos, billete a billete, como deshaciéndose de la sobra, del papel inutilizado por el cuerpo ausente, por el deseo ausente, por la decisión de mudar de nombre, poner fecha para su muerte, y elegir “la ausencia de sí” para recuperar, desde ese silencio tal vez inútil, el sentido “lunático” de la existencia, la convicción de que hay otro lugar, otra identidad, otro tiempo, otra mirada:

El sol es el pasado, la tierra es el presente, la luna es el futuro (p. 107).

 

La invisibilidad como exilio y preservación

En un ensayo de Auster dedicado al poeta Reznikoff (que, como Fogg, terminó como indigente en los parques de Nueva York) leemos: “el acto de Reznikoff une el acto de ver con la invisibilidad. Para poder ver, el poeta debe volverse invisible, desaparecer, sumirse en el anonimato, ser un vagabundo en la multitud...”. Ese acto de aislamiento implica una doble estrategia: no ser, ausentarse de un sistema que desprecia la posibilidad de ser humano, y a la vez, ser, desde esa ausencia, el mismo, preservarse, no caer, resistir las operatorias de succión o de anulación que el sistema diseña y perfecciona. Ser desde el exilio: “La poesía es un arte de la soledad, pero no sólo es soledad, es también un exilio que tiene la ventaja o la desventaja de mantenerlo intacto”.8

¿Qué ve la mirada del poeta exiliado y ausente? ¿Hacia dónde se dirige la mirada del narrador austeriano? En la novela donde sobrevive Fogg, y desde su mismo comienzo, hacia la figura de la luna, cuya vigorosa carga simbólica se disemina en la semiosis del texto con admirable eficacia.

Fue en el verano en que el hombre pisó por primera vez la luna (p. 11).

A partir de allí se multiplican las referencias: un restaurante chino que se llama “El Palacio de la Luna”, un sargento llamado Neil Armstrong, la similitud explícita entre el paisaje lunar y el Oeste americano, el relato de Cyrano de Bergerac sobre el viaje a la luna, la presencia del ciego Effing como un hombre “sin luz propia”, el cuadro enigmático de Blakelock, “Luz de luna”, hasta la luna “llena, redonda, amarilla” con la que termina la novela.

En una de las páginas donde el texto se resume y poetiza —en otras se abre al juego de la expansión narrativa— se evidencian estas combinatorias también típicamente austerianas, que entremezclan la figura de la luna con los viajes, las guerras, los sitios exóticos:

Pensaba: el Oeste, la guerra contra los indios, la guerra de Vietnam, en otro tiempo llamado Indochina; pensaba: armas, bombas, explosiones, nubes nucleares en los desiertos de Utah y Nevada, y luego me preguntaba: ¿por qué se parece tanto el Oeste americano al paisaje lunar? (p. 43).

Las coincidencias van más allá: la música (cuyo signo clave en el texto es el “tío Víctor”, frustrado clarinetista, primer tutor), también se vincula con los viajes “a lo desconocido” (el de Colón, el de los astronautas) y la aspiración a una verdad que subyace en esos juegos azarosos, que por otra parte se oponen simbólicamente a la robotización del sistema económico y social. El vivir, y morir, sin dinero y en manos del azar, el dinero regalado al azar, la inclusión del azar que implica toda creación artística, socavan las estructuras sociales donde el azar es abolido desde la lógica implacable del mercado. En La música del azar,9 casualidad y dinero se ligan desde las fortunas heredadas y dilapidadas, como en una certificación patética de su poder y su fragilidad, según lo ilumine la irresistible y viril luz del sol o el tenue reflejo de la luna, femenina y extraña. Esa noción obvia del dinero como padre omnipresente no debería escindirse de la persistente temática de la orfandad austeriana, también decisiva en Mr. Vértigo10 y especialmente en La invención de la soledad,11 de perfiles autobiográficos.

Los huérfanos de Auster, zamarreados por el viento del azar, ponen en evidencia las grietas de un concepto de la vida y del hombre allí donde las apariencias parecían mostrar su esplendor.

Las referencias constantes que se desgranan en El Palacio de la Luna con respecto al arte también operan como deconstrucción del “logocentrismo”, como solía llamarlo Derrida. Hay un claro recorrido del arte “lunático” (en el sentido de lo expuesto por Sollers en el epígrafe que preside este trabajo) en todos los libros que Fogg lee para sí o para Effing (entre los que destacamos, por el carácter contracultural, disolvente, deconstructor del orden artístico que prohíja el sistema, las referencias a Cyrano de Bergerac, Pascal, Don Quijote, Dostoievski, Montaigne...), las obras de pintores “fracasados” como Blakelock y su “Luz de luna”, clave de lectura de la novela, en que Fogg advierte “todo lo que habíamos perdido” (p. 148) y evalúa como “una canción fúnebre para un mundo desaparecido” (p. 149) en esas siluetas que muestran la armonía del paisaje y los indios en un tiempo previo a la conquista blanca. Entre los músicos, el tío Víctor y su “fracaso” constante marcan el mismo recorrido contra la imposición del éxito. En los registros de personajes que exponen su creatividad, su distinción humana, y su fracaso posterior, consumidos por la despiadada maquinaria del consumo que mastica y vomita, aparecen el genio de Tesla, el aventurero Thomas Moran, que descubrió el Oeste (lo “otro” del sistema), o Kepler, un pintor viajero con contactos sobrenaturales. Todos ellos vigorizan y consolidan el recorrido de Fogg y de Barber, su padre, que construyen sus vidas ausentándose, convirtiéndose en “exiliados” que evidencian, silenciosa y visceralmente, la presencia invisible de lo otro: lo otro de lo visible.

 

La escritura de lo Otro

Foucault postulaba que la noción de lenguaje no discursivo se puede concebir en términos del Mismo y de lo Otro. El espacio del Mismo se caracteriza por la luz, es el espacio del discurso. Los elementos que caracterizan el espacio de lo Otro, el ámbito de la oscuridad, para Foucault, son los que han sido excluidos por el discurso (y por el Mismo), son las figuras de la locura, la sexualidad y la muerte.12

La idea de escritura como manifestación de la locura también remite a Blanchot, quien lo notaba en el Ulises, “capaz de escapar al destino que se le ofrece continuando su habla ficticia hasta el espacio que bordea con la muerte”,13 y a Derrida, en el que la escritura es espacio del “logos-habla-razón-bien-padre”, una faz escondida, femenina e irracional.

Si estos planteos del posestructuralismo francés se acercan llamativamente a los postulados de El Palacio de la Luna, aun más se aproxima la idea derrideana expuesta por Sollers sobre el alunizaje:

El paso del primer hombre sobre la luna es el paso sobre el estado inicial de la tierra, escamoteado por el logocentrismo.14

La voluntad narrativa de Paul Auster busca dar cuenta del sentido total de la experiencia urbana contemporánea; deconstruir el discurso único y registrar el espacio foucaultiano del Otro para incorporarlo a un sentido envolvente y nunca para contar la disolución o sólo la disolución: narrar desde la ausencia de sí y no la ausencia de sí.

Leemos en Leviatán:

Si eso es verdad, significaría que la conducta humana no tiene ningún sentido. Significaría que nunca se puede entender nada acerca de nada.15

En El Palacio de la Luna el discurso de la locura y la muerte aparece diseminado y persistente: en el Fogg que cae hasta sus propios límites, en personajes como Tesla, Harriot o Thomas Moran... pero especialmente aparece en el gesto de la escritura: cuando Fogg escribe, lo hace sobre Tesla, sobre el suicidio, sobre la orfandad, sobre el dinero (que son los temas de la novela misma), operando desde la oscilación escritura/locura. El mismo gesto se reitera en Salomón Barber cuando escribe La sangre de Kepler, sobre un pintor que viaja a Utah y Arizona y toma contacto con los “humanos” que vienen de la luna a luchar contra los “barbudos”, un texto delirante que recupera (desde el mecanismo escritura/locura) el viaje “ilógico” de Cyrano a la luna y el viaje “lunático” de Effing y Barber al Oeste americano.

En ese relato, y en todas las subhistorias que la novela cobija, el registro de la muerte reaparece, incluso en los simulacros de muerte, como en el cambio de Barber a Effing o en el proceso de deshumanización de Fogg (“como Jonás en el vientre de la ballena”) y la muerte planificada de Effing, que no fatiga los recorridos del suicidio sino que es una construcción lúcida y solemne de una “ausencia de sí” de la que dará cuenta la biografía encargada a Fogg; la operación escritura/locura se desliza aquí hacia la escritura/ausencia.

La relación con Kitty vigoriza, por otra parte, la escritura del lunático deseo sexual. A la salida del infierno que significa el límite de la inanición y lo que Alejandra Glaze llama “la nadificación”16 en el Central Park, el joven Fogg se abre al “misticismo erótico” con su novia oriental. Recupera su cuerpo y el sentido de “ser para otro” que parecía perdido. En el final, cuando se aleja de Kitty en una zona de la novela atravesada por el relato de la muerte (el aborto de Kitty, la desaparición de Barber, la destrucción del cuarto de hotel, la fuga al Oeste), otra vez el texto edifica “la ausencia de sí” en la inmensa nada del paisaje de Denver:

La inmensidad y el vacío modifican mi sentido del tiempo (307).

Desde allí, desde esa profunda soledad construida larga, paciente y azarosamente, Fogg se siente nuevo y distinto, como quien nace no ya como una presencia más bajo la luz del sol sino como una ausencia consciente y anhelada, apenas entrevista, bajo “la luna llena, redonda, amarilla...” (309).

Fogg se ve en la situación de Stillman, el personaje-escritor de La ciudad de cristal, que pretendía reinventar un lenguaje que “responda a nuestras necesidades” socorriendo a las palabras “en desuso”, los “restos que han perdido su utilidad para ponerles un nuevo nombre y así crear un nuevo lenguaje que borre la distancia entre el nombre y la cosa”.17 Lenguaje reciclado, decíamos antes, revisitando el texto de Chiapara, escritura recogida entre los desperdicios de la gran ciudad, basura que vuelve a ser texto. Un lenguaje nuevo que nombre a un hombre nuevo, como se siente Fogg (que ahora se sabe Barber) en el final de El Palacio de la Luna, con el ruido de la sociedad americana a sus espaldas, mirando el vacío de la costa oeste frente al mar, el silencio y la luna “llena, redonda y amarilla”:

Aquí es donde empiezo, me dije, aquí es donde mi vida comienza (310).

En la contemplación del “fin del mundo” el hombre austeriano adivina un comienzo y una identidad entre la ausencia de sí y la infinita desolación del paisaje donde la luna se ausenta en la oscuridad final. En la plenitud de esa identidad respira y nace la palabra que intenta decir lo otro del hombre, lo que el discurso calla sobre el hombre, el lado oculto, lunático, el más humano tal vez, del hombre que sobrevive entre las luces de la ciudad posmoderna.

 

“La noche del oráculo”, de Paul AusterIV. Auster y el sujeto disperso (sobre La noche del oráculo)

“¿Pero dónde está la desesperación? ¿dónde el horror?”.

W. Faulkner; Las palmeras salvajes.

La noche del oráculo relata una historia en donde el perdón, como una forma de olvido o de misericordia, parece ser el último intento humano ante una civilización que ha llegado a su propia disolución. La historia triangular del escritor Sidney Orr, su esposa Grace y su colega John Trause, bastarían para diseñar una trama intrigante, pero la novela de Auster es, afortunadamente, mucho más que eso. Alrededor de esa historia vertebral se propagan incontables relatos que salen y entran al texto con una dinámica vertiginosa; un juego constante de espejos que reproducen pero también deforman, deslizan o resignifican los hechos diversos que le dan un sentido global a la novela.

La historia inicial se convierte —desde una concepción faulkneriana del vínculo entre estructura narrativa y significación textual— en una novela brillante.

La matriz del mecanismo de propagación escrituraria es el consejo que Trause le da a Sid: reescribir un pasaje de El halcón maltés, de Hammett, en el que Flitcraff, tras salvar su cuerpo en un accidente, decide cambiar el rumbo de su vida, aceptando la manipulación del azar. La referencia literaria dispara la ficción de Nick Bowen y ésta otras múltiples historias que pululan en el campo de la invención literaria pero que a menudo se cruzan con los referentes de la realidad (el holocausto, la vida en N.Y. o China, etc.) o de la historia central (las vidas de Sid-Grace-John).

En un procedimiento ya trabajado por Auster, especialmente en El Palacio de la Luna, el sujeto narrativo se bifurca en otros hasta descomponer su identidad haciéndola múltiple, azarosa, incomprensible. El sujeto, disperso, siempre escapa de la autocomprensión, es una ausencia de sí. En La noche del oráculo esa idea, que es la mirada austeriana sobre el hombre posmoderno, disuelto y frágil, ingobernable y miope ante sí mismo, adquiere su despliegue más elaborado y más eficaz.

La historia “de amor” de Sid, su esposa y su amigo, descansa en la necesidad del perdón como comprensión de la fragilidad humana (Sid imagina, con enorme lucidez, escribiendo, el amor secreto de su esposa con John, y decide perdonar sin saber si esa escritura tiene pies en la realidad). Ese acto, ese cruce entre lo literario y lo existencial, sobredimensiona su sentido en el tejido que el texto va construyendo acerca del horror humano que denuncian el holocausto, los encierros, los niños asesinados y tirados como desechos:

Estaba leyendo una historia sobre el fin de la humanidad... la vida humana había perdido su significación (p. 124).

Esa trama del horror se compone desde la diversidad textual: el encierro sin salida de Bowen, el futuro como encierro en la historia de Flagg, la alucinatoria colección de guías telefónicas de Ed, los recuerdos del espanto de la segunda guerra, el relato del niño muerto en el Bronx que se espeja en la muerte similar de Jacob, hijo de John.

Así, ficción y realidad dan cuenta del mismo proceso disolutorio, del mismo horror, que traspone esa delimitación, que la aniquila como sentido de la historia y que plantea la condición del hombre en la posmodernidad: un sujeto que se ajeniza, que advierte la fragmentación de su identidad, que contempla la disolución de la unicidad del saber y del ser, que asume su espacio urbano como dislocación, que intuye su calidad de simulacro, de sujeto disperso e inatrapable. Un hombre atravesado por múltiples historias que desconoce la suya, como Sidney Orr.

 

La duplicidad del texto

Desde el cuaderno de Sid todo se duplica: la fuga de Flitcraff en la de Bowen; el sueño de Grace en el que todos los libros son el mismo libro en los archivos de guías con todos los nombres; las fotos de Richard en las de Grace como “pasado intacto”, el niño del Bronx en la muerte de Jacob; la biografía sobre Trause en la que imagina Sid. Hasta el propio cuaderno azul, en manos de Sid y de John y la novela misma, que lee Bowen en la ficción.

Las trece notas al pie también duplican la novela, oponiéndose como contratexto o paralelo narrativo. Auster transforma el lugar de la nota al pie: no son ya frases aclaratorias en letra menor, son ahora textos narrativos que a veces independizan su decir.

En El Palacio de Papel, sitio del cuaderno azul que genera la escritura, hay una estatuilla de un hombre que escribe dos textos a la vez, o mejor, escribe la duplicidad del texto. Esa noción del texto doble remite, para el lector argentino, a las arquitecturas borgeanas y su multiplicación especular, pero también a Bioy —en la operación que hace la técnica sobre el tiempo— y a Cortázar —en la idea de lo real como dinámica inatrapable. El trabajo de la nota al pie como texto paralelo también recuerda experiencias similares de Rodolfo Walsh en su cuento policial “Nota al pie”.

Uno de los rasgos notables de esta duplicación serial es que no opera solamente en la dicotomía realidad/ficción, como parece indicar el primero de los casos (Sid reproduce un pasaje de Hammett) sino que cruza, desliza y fusiona los pliegues que parecen dividir esos campos: la historia de las guías se desprende de la historia de Bowen pero una crónica periodística la devuelve al plano “real”. Un tejido similar vertebra la novela que lee Bowen (La noche del oráculo), en la que Flagg “lee” el futuro con la historia del escritor que anticipa, desde un poema, la muerte de su hija y la conversación final entre John y Sid sobre la escritura como “consignación del futuro” más que como registro del pasado.

Esa dinámica, que compone un tejido más que una o dos líneas narrativas, vigoriza el sentido global del texto.

El trabajo austeriano repite “el encanto del doble”, como decía Foucault analizando Las Meninas de Velázquez, ese otro texto de espejos y espejismos en el que “el vacío esencial da cuenta de que el sujeto mismo ha sido suprimido”. Sidney Orr es, en definitiva, un simulacro del azar, una supresión que se multiplica en los otros, los que salen y entran de su historia como figuras especulares.

Al final, Sid decide dejar de escribir y tirar los cuadernos azules. John ha muerto y Grace se recupera en un hospital. No escribir lo libera y hasta lo hace feliz. Se entiende: escribir ha sido, para Sid, conocer el abandono metafísico y el despojo del ser:

Aquello era el fin de la humanidad. Dios apartó la vista de nosotros y abandonó el mundo para siempre. Y yo estuve allí para presenciarlo (p. 230).

No escribir, en cambio, es renunciar a mirar ese abandono, y seguir viviendo. Grace espera. Sólo cabe intentar el perdón como gesto de la misericordia comprensiva, solitaria y última.

 

“Viajes por el Scriptorium”, de Paul AusterV. La escritura en espejo (sobre Viajes por el Scriptorium)

Viajes por el Scriptorium cierra el itinerario circular de la imaginativa escritura de Paul Auster. Condensa, resume y resignifica buena parte de su obra planteando un escenario mínimo (una pieza cerrada, un escritorio con manuscritos, un anciano sin memoria) pero vigorosamente expansivo: múltiples zonas de otros libros austerianos son convocados al juego que proponen la lectura de esos manuscritos y los personajes que visitan a Mr. Blank.

Toda una pululación autotextual se hace cargo del libro, lo alimenta y absorbe cerrando la producción de Auster, porque Viajes por el Scriptorium suelda el último eslabón de esa cadena y obliga a los libros futuros (como Un hombre en la oscuridad, de 2008, por ejemplo) a inscribirse en esa producción circular. Formulada como recuperación y resemantización de la obra personal y dejando que la última voz sea la del propio narrador, simula ser el último avatar de su escritura. En la pieza vacía de Mr. Blank, entre sus manuscritos inagotables, en los recovecos de su memoria blanca, habita la obra de Auster, dispersa, lúcida, inquietante.

En la línea que atraviesa su obra la escritura entremezcla sus pliegues con los hechos reales, borronea sus límites y satura la obsesión de que una y otra, ficción y realidad, generan relatos que acaban siempre en la incomprensión de su sentido final, en la arbitrariedad del destino, en la formulación, en fin, del azar como forma estética.

Este libro de Auster revisita esas nociones suyas también desde su estructura narrativa: una escritura en espejo inicia y culmina la novela cuando Blank lee, casi en el final, un manuscrito que se titula “Viajes por el Scriptorium”. La lectura directa del manuscrito se complementa con los comentarios que Blank hace del manuscrito: una lectura en espejo. En el mismo manuscrito el inesperado desenlace se produce a partir de un texto, como un manuscrito en espejo, que nos devuelve, sin decirlo, a la fecundidad intertextual de Borges en “Tema del traidor y del héroe”.

Ya en La noche del oráculo podía advertirse este mismo “encanto por el doble”, como decía Michel Foucault analizando Las Meninas de Velázquez, ese otro texto de espejos y espejismos en el que “el vacío esencial da cuenta de que el sujeto mismo ha sido suprimido”.18 Sidney Orr (el personaje central de La noche del oráculo) parece un simulacro del azar, una supresión que se multiplica en los otros, que salen y entran de un relato a otro como figuras que aparecen y desaparecen entre galerías de espejos.

A este juego especular habrá que agregar la profusión de personajes que habitan Viajes por el Scriptorium pero que provienen de otros textos austerianos: Flower (La música del azar), David Zimmer (El Palacio de la Luna, El libro de las ilusiones), Quinn (Ciudad de cristal), John Trause (La noche del oráculo), Fanshawe (La habitación cerrada), Benjamín Sachs (Leviatán), Anne Blume y M. Flogg (El Palacio de la Luna).

¿Qué sentido nuevo tiene esta autotextualidad? Como señala Armando Capalbo, “este recurso dista mucho de ser un complaciente homenaje a sí mismo. Se acerca, en cambio, al autoanálisis y la autocrítica, al reencuentro inesperado de lo conocido en lo desconocido”.19 Reclama, además, que la obra total (todos los libros de Auster) sean leídos como uno solo, como un continuum gobernado no por una racionalidad escrupulosa sino por la “música del azar”; como en las obras de Faulkner, Onetti o J. J. Saer, también la visión global ayuda a entender su sentido más verdadero.

El pliegue entre lo real y lo ficticio, otra zona borgeana de la narrativa de Auster, propone la desestabilización de lo real, su deconstrucción silenciosa y permanente desde los espacios de representación simbólica que construye en cada novela y especialmente en esta última. Aquí importa la aparición de personajes “de ficción” ante el personaje “real” (Mr. Blank) que vacila entre el sugerente rol de escritor de los textos donde ellos habitan o de lector de esas ficciones, de la misma manera en que el mismo narrador aparece en el final hablando de Mr. Blank como personaje y expandiendo el desacople de las categorías literarias a la mejor manera de Borges o Cortázar.

En el fondo, y más allá del planteo categorial, el texto mismo parece preguntarse por la identidad de quien escribe, quien lee y quien es escrito sin diferenciar jerarquías de existencia o representación. Mr. Blank transita los tres estadios (escribe o ha escrito algunos de esos manuscritos, lee y se lee en ellos) y la interrogación permanece, porque se traslada al lector, es decir, a nosotros.

En el interior del juego autotextual del libro la propagación parece inacabable: los personajes del manuscrito que lee Mr. Blank, ¿en qué dimensión se afirman?, ¿personajes de personajes?, ¿criaturas de un manuscrito que inventa otro manuscrito, como la segunda parte del Quijote espejando la primera?, ¿memorias de una memoria vacía, que cobija sin permanencia historias y personajes inconclusos?, ¿relatos dispersos de sujetos dispersos como única posibilidad de la escritura posmoderna?

El final de la novela obliga a replantear estas interrogaciones. Tras el enojo de Mr. Blank cuando lee el manuscrito de Flashawe titulado “Viajes por el Scriptorium” aparece la voz del narrador o de un narrador que se autodenomina “imaginario” (como el escritor ausente de La habitación cerrada) pero a la vez tiene el tono omnisciente del mismo autor. ¿Habla Auster en ese final? ¿Es Flashawe quien determina desde el manuscrito homónimo la suerte de Mr. Blank? ¿Habla un narrador incognoscible? ¿Es todo a la vez, como producto de los espejos múltiples?

Auster ya no escribe un texto que se multiplica, escribe también la multiplicidad del texto.

 

Nombres y memoria

Los objetos de la pieza de Mr. Blank aparecen rotulados, para que el anciano fije sus nombres. Pero un día el azar cambia los rótulos y las cosas deslizan su denominación: como una vuelta de tuerca de la desmemoria de José Arcadio Buendía en Cien años de soledad; la relación sígnica tiembla en el espacio mínimo de Mr. Blank.

Aquellas categorías de autor-texto-lector, que desvanecen sus fronteras para interrogarnos sobre lo real y lo ficticio, sobre las posibilidades de la representación de lo real, vuelven sobre la cuestión en esa secuencia del deslizamiento nominal. Los carteles en su lugar señalan la correspondencia lógica entre nombre y objeto. Los rótulos puestos en otro lugar reiteran el corrimiento de esas lógicas y la necesidad de nombrar desde otro lugar que no se deje atrapar por la canonización del lenguaje. El afán de recuperar una memoria desde la repetición de lo visible, desde la reiteración de lo evidente, parece ponerse seriamente en duda en la desordenada pieza de Mr. Blank, que construye su identidad a partir de los recuerdos de relatos dispersos, dinámicos, fragmentarios e inconclusos, como propone la obra global del escritor, que quiere verse como los manuscritos que se ofrecen sobre la mesa del anciano: sin orden riguroso, sin origen inamovible, sin fin previsible, flotando siempre en la ebullición del texto, donde encuentra su plenitud.

En La ciudad de cristal ya aparecía la posibilidad de reinvención de un lenguaje que lograra rescatar las palabras en desuso y conformar desde ahí otra relación entre nombre y cosa; la incomodidad que podía advertirse en la narrativa austeriana con respecto a las posibilidades del lenguaje para decir la complejidad de lo real y la intervención del azar en ese entramado, reaparece en toda la obra posterior y se intensifica en dos de las últimas novelas (La noche del oráculo y Viajes por el Scriptorium) para plantearse como estética del azar desde el lenguaje, las estructuras narrativas y los juegos intertextuales que devienen en la escritura especular antes analizada.

Tal vez la construcción de una memoria incompleta y de un sujeto disperso sea la única manera que advierte Auster como posibilidad posmoderna de identidad urbana y la profusión de un relato único y plural, azarosamente diseminado, la única escritura que puede dar cuenta de ella.

En Experimentos con la verdad, el escritor despliega algunas nociones que resumen acabadamente las aproximaciones que intentamos a la cuestión de la identidad y la memoria:

La cuestión de quién es quién y si somos lo que en realidad creemos ser. La experiencia de mis personajes es un proceso de despojamiento, hasta llegar a una desnudez en donde tenemos que enfrentarnos con lo que somos. O con lo que no somos, que en definitiva viene a ser la misma cosa.20

El mejor símbolo de esta construcción es la visión que Mr. Blank tiene de sí mismo, entre la bruma del olvido y la incomprensión, pero sentado en un escritorio, preparando una nueva hoja en la máquina, para ensayar de nuevo la (im)posibilidad de la escritura.

 

“Un hombre en la oscuridad”, de Paul AusterVI. La tristeza infinita (sobre Un hombre en la oscuridad)

En el programa narrativo de Auster la referencia a la actualidad política no está ausente. Narrar desde el pliegue entre realidad y ficción, bucear los intersticios que lo narrado y lo vivido entremezclan, inventar mundos oníricos en paralelo con los mundos que reitera la vigilia no impiden que el escritor despliegue su visión del mundo a través de sus personajes. Ese relato político que con maestría desplegó en Leviatán desnudando las relaciones entre la violencia política y la escritura del secreto, vuelve a desarrollarse en Un hombre en la oscuridad pero con otros perfiles.

El viejo crítico literario Brill piensa, e inventa, la existencia de Brick, un mago en el fondo de un pozo, que debe salir para matar al mismo Brill (un inconfundible eco de “Continuidad de los parques”, de Cortázar, resuena allí) y de esa manera impedir la guerra civil estadounidense que ocurre en uno de los diversos mundos paralelos que la novela propone, como el universo infinito que entrevió Giordano Bruno o que Borges diseñó en “El jardín de senderos que se bifurcan”.

Esa guerra ficcional y su horror inhumano le sirven a Auster para exponer su preocupada perspectiva sobre el futuro de la civilización. Allí donde se piensa el mal es posible que se produzca el mal, parece decir este triste Auster que narra su pesadumbre desde la mirada del viejo Brill. La historia de Brick (que no puede matar a su “creador” pero recibe en sí la impiedad bélica) termina en medio de la novela, pero desde el texto se generan otras series que multiplican esa desesperanza: la soledad de la hija de Brill, la pena de su nieta Katya, joven viuda de Titus Small, víctima del horror de la guerra en Irak, y las historias que pululan en todo el libro, desde las películas que los personajes recorren hasta las que les son contadas o recordadas. Un universo caleidoscópico, insondable en su dinámica multiplicidad pero también unívoco en el sentido desesperanzador de sus itinerarios.

El mundo es, en esta novela, un texto inagotable que se escribe segundo a segundo, que entrelaza sus manuscritos y desdibuja sus márgenes entre las brumas de la realidad y la ficción...

Lo real y lo imaginario son una sola cosa. Los pensamientos son reales, incluso las ideas de cosas irreales. Estrellas invisibles, cielo invisible...21

Pero también un mundo que unifica los signos de ese relato polifacético en la angustia del tiempo (clave de lectura de Un hombre en la oscuridad) y la brutal autodestrucción pública y privada del hombre posmoderno. El abanico de historias que despliega la novela, tejiendo la trama de ese espacio infinito, ese universo bruniano, reconoce sin embargo el común denominador de una interminable tristeza que contempla el puesto del hombre en el mundo con resignada compasión. Un texto que copia en sus escritos Miriam, la hija de Brill, acompaña la última parte del libro, dando sentido poético a esa tristeza infinita: “Y el peregrino mundo sigue girando”.

Auster, como en toda su obra, escribe la multiplicidad del texto. Desde ese sitio compone una “música del azar”,22 el azar como estética. Y también, como en todas sus narraciones, expone la poderosa voluntad de la literatura para redescubrir el sentido extraviado del mundo que habitamos.

 

Referencias

  1. Auster, Paul, Un hombre en la oscuridad, Anagrama, Barcelona, 2008.
  2. Martínez, Tomás Eloy, entrevista a Paul Auster, ADN Nº 1 (La Nación, Buenos Aires).
  3. Cristal, Martín, “Don Quijote en Nueva York”, http://elpezvolador.wordpress.com
  4. Auster, Paul, La trilogía de Nueva York, Anagrama, 2000. pág. 269.
  5. Sanmartín, Pau, “El reto de Sísifo o cómo está hecha La trilogía de Nueva York”, Univ. París 3.
  6. Chiapara, Pablo, “Basura y mendicidad: una historia en la Modernidad dislocada”, revista Contrapunto, Buenos Aires, 2000.
  7. Auster, Paul, El Palacio de la Luna, Anagrama, Barcelona, 1989.
  8. Auster, Paul, “El momento crucial”, Anagrama, Barcelona, en Auster’s austerity, de Alejandra Glaze, Buenos Aires, 2000.
  9. Auster, Paul, La música del azar, Anagrama, Barcelona, 1992.
  10. Auster, Paul, Mr. Vértigo, Anagrama, Barcelona, 1997.
  11. Auster, Paul, La invención de la soledad, Anagrama, Barcelona, 2000.
  12. Foucault, Michel, en “Posmodernidad y deseo” de Scott Lash, en “El debate modernidad-posmodernidad”, El cielo por asalto, Buenos Aires, 1993 (N. Casullo comp.).
  13. Foucault, Michel, Lenguaje al infinito, en “El debate modernidad...” (op. cit.).
  14. Sollers, Philippe, prólogo a De la gramatología de J. Derrida, S. XXI, México, 1968.
  15. Auster, Paul, Leviatán, Anagrama, Barcelona, 1993.
  16. Glaze, Alejandra, “Auster’s austerity”. Virtualia, Buenos Aires, 2000.
  17. Glaze, Alejandra, op. cit.
  18. Foucault, Michel, Las palabras y las cosas. México, S. XXI, 1968.
  19. Capalbo, Armando, “Esclavo de la ficción”. La Nación, Cultura, 08/04/07.
  20. Auster, Paul, Experimentos con la verdad. Barcelona, Anagrama, 2001.
  21. Auster, Paul, Un hombre en la oscuridad, pág. 203.
  22. Auster, Paul, La música del azar, Anagrama, Barcelona, 2002.