Entrevistas
Gustavo López Ibarra
“Los mapas imaginan una realidad antes que reflejarla”

Comparte este contenido con tus amigos

El paladeador de exquisiteces cinematográficas ya conoce que 2009 es el año de la remasterización de Araya, la imponente cinta cinematográfica de la venezolana Margot Benacerraf. El encuentro con “Muchedumbre in albis”, cuento premiado en el concurso Juan Rulfo de Francia, se produjo a través de una edición de bibliófilo, numerada y de tapa dura, hecha en 2005 por alumnos de la Cátedra de Preservación y Conservación de la Universidad de Buenos Aires.

En la península de Araya, al noreste de Venezuela, se alza un fuerte concebido en 1642 para impedir la extracción foránea de la sal. Las heridas que conserva atestiguan que no se logró lo que se esperaba de él. A sólo seis años de acabado, los convenios comerciales de Westfalia rubricaron su colapso administrativo. Paradójicamente, las principales empalizadas del fuerte fueron voladas con pólvora en 1762 por el mismo gobierno que había alentado su materialización.

—¿Cómo surgió el cuento?

—Había visto una fotocopia de un mapa español del siglo XVII. El mapa estaba dibujado a mano y tenía varias descripciones o leyendas. La descripción principal señalaba una distancia por tierra que podía excavarse para abrir una entrada de mar que inundara una salina. Claramente el propósito del mapa era situar dicha salina en un área geográfica cercana a la Isla de Margarita. Los accidentes y otras referencias me resultaban difíciles de leer en la fotocopia, pero recurrí a un mapa actual de Venezuela. La primera sorpresa al comparar la región fue advertir que el mapa antiguo estaba, respecto del actual, volteado noventa grados en sentido antihorario, como se dice. Me hizo gracia y recordé unas palabras dichas por Jacques Lacan que hacían referencia a que en el derrotero de la humanidad el mapa del cielo fue trazado antes que el mapa terrestre.

—Esa frase aparece en boca del protagonista.

—Sí, porque él enfrenta problemas parecidos a los míos. En cierta forma, el héroe descifra las borrosas instrucciones de un mapa. El mapa sería una misión algo descabellada, aunque no imposible.

—¿Cuál era la razón por la cual alguien habría de querer inundar una salina?

—Económica. Se me ocurre que no es inaudito comparar aquella salina en el siglo XVII con los actuales yacimientos de petróleo, o con las principales reservas acuíferas.

El mapa se había dibujado por orden de la autoridad española de la zona en respuesta a la explotación de la salina por flotas holandesas e inglesas. Sin embargo, la inundación de la salina era solamente uno de tres proyectos.

Un segundo proyecto data de 1600. El Gobernador de Cumaná propuso al Rey de España el envenenamiento de la salina.

Me acuerdo que vi otro mapa, también volteado; era una especie de zoom de aquel primero. En primerísimo plano, presentaba un contorno con la siguiente leyenda en su interior: “Éstas son las salinas”. Pero en un extremo, sobre la línea costera, se alcanzaba a distinguir la traza de una diminuta estrella de cuatro puntas. Si hiciéramos el juego de superponer imágenes satelitales actuales, podríamos incrementar aquel antiguo zoom, y veríamos que la estrella era el tercer proyecto. Quiero decir, una fortificación abaluartada.

—Usted interviene en este punto.

—Todavía no del todo. Estaba impresionado por el tamaño real de la salina, cuyo diámetro promedio calculé de veinte kilómetros.

Sin dudar, tomé parte por la empresa del segundo proyecto: no sabía cómo podría escribirse, pero consideré la realización de la zanja del primer mapa para inundar la sal con el veneno. Cuarenta de ancho por seiscientos cincuenta metros de largo.

Mientras tanto, leía algunas correspondencias de la época, las cuales me indicaban que la explotación extranjera había sido continua, pero que además implicaba embarcaciones con bodegas de hasta tres toneladas, numerosos botes, tablados y carros, así como también una multitud que trabajaba a destajo. Me interesó una mirada naturalista al momento de describir los primeros efectos del veneno en la fauna, particularmente en las mariposas, que en el cuento se arraciman para sorber agua salada.

—Testimonia como lo hubiese hecho un cronista.

—Se trata de un narrador que escribe bajo presión. La narración está en pasado, sin embargo no tiene la distancia de las crónicas o de unas memorias.

A partir de más o menos la mitad del cuento, el héroe no lleva más a la historia de la mano, sino que la historia lo empuja a él. Y yo que lo escribí presiento que la ficción histórica empieza a funcionar plenamente como literatura a partir del éxito del envenenamiento.

Para ser eficaz, la empresa debía ser regular y constante, pero al cabo de un año el narrador empezará a ver que los cimientos políticos que la sostenían se desmoronan. Pronto él se verá entrampado en medio de complots y manejos por parte de funcionarios coloniales que promueven la construcción de la fortaleza.

Sin embargo, el cuento sigue teniendo ese único narrador, no cambia. Y hay que creerle, aunque se torne dramáticamente subjetivo.

—Pero acepta una componenda en oro.

¡Ah, sí! Es un funcionario público... Pero lo que no cambia es que seguirá creyendo en el poder de “los venenos”, por usar una expresión que resuena al cuento de Julio Cortázar.

El narrador será siempre fiel al mapa original, al punto que no podrá imaginarse otra realidad. Y los mapas imaginan una realidad antes que reflejarla. Sin ir más lejos, aquellos mapas antiguos de la salina son en el presente como piezas de un rompecabezas: yo tuve que voltearlas para hacer que coincidieran con el actual.

Se paró la máquina, pero el narrador necesitará hacer la ruta de la sal para ver con sus propios ojos el poder de aniquilamiento de los venenos.

—El envenenador desembarcará en las afueras de Londres, cruzará sus puentes y vagará por sus calles. Es llamativo: la lengua experimentará cambios...

—En gran parte porque cambia el decorado, pero también producto de la presión que dije.

Me gusta trabajar sobre las perspectivas. Por ejemplo, solemos imaginar el tiempo como una flecha que apunta hacia delante, pero para ilustrar la presión sobre el envenenador, alcanzaría con voltear ciento ochenta grados esa flecha y hacer que apunte en el sentido opuesto. Entonces, la narración le hace frente al pasado, pero los acontecimientos se le enciman. El decorado cambia por completo, aunque por momentos la narración exhibe el andar de un walking destroyer que contempla alegremente la muerte que ha sembrado.

—Se trata del escrito de una persona en soledad. Una especie de Drácula que trae la peste.

—Y el castillo de Araya elevándose ante la grandiosa salina... El cuento lo escribí en 2001. Lo finalicé para enviarlo al concurso en Francia. La fecha de admisión cerraba el sábado 15 de septiembre. El martes de esa semana recibo por la mañana una llamada, era un agente de viajes para confirmar un vuelo a Nueva York que yo planeaba realizar antes de fin de año.

No pasaron veinte minutos que recibo nuevamente una llamada del mismo agente. Ahora me decía que las Torres Gemelas estaban siendo bombardeadas por terroristas. “¿Ah, sí? Yo estoy envenenando Londres”, dije.

En los días siguientes, las noticias no paraban de hablar del peligro de una guerra bacteriológica. Inclusive el ministro de Salud del gobierno argentino llegó a confirmar oficialmente la presencia de ántrax en una correspondencia por vía aérea.

Un año después, el periodista Horacio Verbitsky revelaría un informe chileno de cuando las relaciones entre Chile y Argentina se tensaban por un rancio problema limítrofe. El informe de 1978 aconsejaba envenenar las aguas del Río de la Plata.

—¿Podría explicar el itinerario de la escritura en primera persona?

—La primera persona es subjetiva. El único itinerario trazado fue el siguiente: ante la mayor de las presiones imaginables, el héroe movería con firmeza las piezas de la realidad para completar su imaginario. Y como buen terrorista que se precia de serlo no admitiría una sola contradicción.

—El final exige a gritos un epílogo.

—The drama’s done, dice Ismael en Moby Dick. Pero, para que hubiera epílogo, Herman Melville permitió que el héroe sobreviviera a la destrucción.

 

Fuentes de consulta