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Un amor perfecto

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Sus senos abultados, firmes, hermosos, se postraban sobre su pecho. Su tez bronceada brillaba con el resplandor del placer compartido. El peso inerte de ese cuerpo derramado sobre el suyo no le resultaba molesto. No era la primera vez que recurría a unos brazos extraños en vista de la ausencia de los de su esposa. Recordaba el sabor a disgusto que había invadido su paladar con aquella cita clandestina en un intercambio odioso y apresurado que lo había convencido de que nunca más engañaría a su mujer. Pero la tentación se había presentado nuevamente, oportuna y complaciente, en la figura de una joven atractiva cuyos besos le hicieron cuestionar su estado de salud, pues, a pesar de su devoción, ellos no habían despertado en él ningún tipo de reacción: ni frío, ni calor.

Había transcurrido un buen tiempo antes de esta nueva reincidencia de sus vicios pasionales con otra desconocida. La luz que penetraba la habitación parecía no venir de ningún lado, llenando aquel espacio de un ocre tenue pero equilibrado. Un pensamiento —algo menor que una preocupación, algo más que una idea— invadió su mente, desterrando al sueño de su lecho. Un breve destello de amor en la córnea de aquellos ojos negros hizo que la noche que albergaban sus pupilas pareciera más profunda. El pensamiento que invadía la paz de su conciencia empezó a tomar forma, a combinarse con la ligereza de saberse satisfecho, con el deseo por abarrotarse de lujuria una vez más, por olvidarlo todo. Pero no podía olvidar, ni podía sonreír, porque aquel pensamiento se convirtió en la conciencia del dolor que habría de sentir su amada (sí, verdaderamente amaba a su esposa) de llegar a conocer los pormenores de sus escapadas nocturnas. No bastó para descartar aquel pensamiento la certidumbre de que su esposa vivía y (sin lugar a dudas) continuaría viviendo a plenitud la magnitud de su ignorancia. Tampoco logró restaurar su habitual serenidad la convicción de que éste sería —inequívocamente— su último desliz en el camino de la fidelidad. Nada logró serenarlo porque esta vez la convicción, aunque absoluta, no era ni voluntaria, ni necesariamente deseada. Un dolor ajeno e hipotético se alojaba vívidamente en su espíritu, exhortándolo a recurrir a cualquier medio para erradicar la posibilidad de su existencia. Sin embargo, las ansias casi incontrolables por apoderarse de la vida de aquella mulata con brillo de amor en las córneas, de compartir su sudor más que a menudo, de saberla parte inseparable de su vida, contrastaba de una manera devastadora con su primera resolución.

Sus ojos evadieron el fulgor de aquellas pupilas de petróleo, y el inquisitivo “qué sucede” se hundió en el silencio mientras en su rostro se dibujaba una expresión taciturna que escondía todo júbilo y toda tristeza. Un dejo de melancolía se posó sobre su corazón cuando supo que ya no vería nunca más a aquella criatura. Pero no era esa una melancolía triste, ni agobiante; no era pesada y restrictiva, ni abstracta, ni absoluta: era más bien una melancolía en potencia, inactivada y pasiva que obedecía su reconocimiento del hecho que de no ser por un número de circunstancias —de no ser porque él estaba casado, de no ser porque él amaba a su esposa, de no ser porque no era ella sino otra la que ocupaba aquel lugar especial, irremplazable, indispensable en su vida— la mulata de ojos negros y piel morena podría haber llegado a ser quien rigiera su vida, podría haber llegado a ser el receptáculo de su amor. No fue la nostalgia de no poder repetir su experiencia con ella, ni la ausencia de una historia más substancial entre los dos, lo que nubló su mente en aquel instante, sino la sorpresa (el desengaño, tal vez) de encontrar que el gran amor de su vida podría haberlo vivido con otra mujer, que una relación tan intensa, genuina, sincera como la que tenía con su esposa podía dispensar de ella. Espantando al miedo, se levantó en silencio y partió, dejando tras de sí un corazón desnudo y la razón de su tormento.