Artículos y reportajes
Guerra, poesía y revancha en la muerte de Miguel Hernández, el alto poeta de la guerra civil

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Esto es el frente; aquí no hay
el menor asomo de juego.
Ya no valen literaturas.

“Frente”, José Moreno Villa.

Se afirma que ninguna guerra dejó tan profunda huella en la literatura como la Guerra Civil Española (1936-1939) y se afirma, también, que Miguel Hernández es el poeta mayor de aquel conflicto. Es posible que el transcurso del tiempo haya operado diversamente en ambas sentencias, rebajando la primera a la categoría de tópico y elevando la segunda a la de opinión incontrovertible. El centenario del nacimiento del poeta convida a examinar las causas de esta primacía, pero sin descuidar el complejo entramado de una cesura sangrienta en la historia de España, que a setenta años de su finalización provoca remezones de proyección social, jurídica y política.

La sensación de que Hernández había sido el poeta del pueblo precedió a su elevación a voz emblemática de la causa republicana, primero, y luego de la guerra toda. Mientras aquélla fue una creación a la que no resultaron ajenos el oriolano, sus amigos y la propaganda oficial, la segunda precisó la decantación de las pasiones y el examen de los aspectos sociopolíticos que acompañan y condicionan todo acontecer cultural.

Tengo en mis manos la primera edición (1944) del Romancero general de la Guerra Española, publicado en Buenos Aires por el Patronato Hispano Argentino de Cultura: un grueso volumen de 280 páginas que declara selección y prólogo de Rafael Alberti e ilustraciones de Gori Muñoz, dos inolvidables presencias entre nosotros de la España peregrina. Bien, examinándolo encontramos el nombre de Miguel Hernández sin destacarse entre los del propio Alberti, Vicente Aleixandre, Antonio Aparicio, Juan Paredes, Plá y Beltrán, Jorge Renales, Rosa Chacel, Luis Pérez Infante, Isabel E. Ortega Arredondo, Lorenzo Varela, José Moreno Villa, Felipe Ruanova, Francisco Giner, José Herrera Petere, Antonio García Luque, Emilio Prados, Manuel Altolaguirre, Beltrán Logroño, A. Rabago, M. Alonso Calvo, Manuel Martínez, Alfonso Yuste Álvarez, Pedro Garfias, Bernardo Clariana, Antonio Oliver, Adolfo Sánchez Vázquez, Fernando Fernández, Moisés G. Matilla, Arturo Serrano Plaja, Félix V. Ramos, Leopoldo Urrutia (verdadero nombre de Leopoldo de Luis), Teófilo Blázquez, Juan Gil Albert, Antonio Agraz, Vicente Carrasco, Gabriel Navarro, José Bergamín, José Rivas Panedas, Ramón Gaya, José Antonio Balbontín, Blanco Fontalba, Roger de Flor, y los encriptados M. A., Un Miliciano y Anónimo. La enumeración, sí que completa y puede que cansadora para el lector, no ha de tenerse por ociosa; pretende dar idea de la gran cantidad de poetas que alentaron el nuevo romancero y su diversa procedencia; a la vez, sirva de respetuosa memoración de los muertos y homenaje cariñoso y emocionado para Adolfo Sánchez Vázquez, dondequiera que se halle su gloriosa ancianidad.

Siempre he considerado este libro un objeto mágico porque, además de haberme revelado a Hernández, me gusta creer que cuando Rafael Alberti visitó el Círculo Popular de Cultura de mi ciudad lo tuvo en sus manos, las mismas que estrecharon las de Miguel y que sin duda palmearon su rostro y completaron el abrazo fraterno. Así, me parece que se cumple el dictamen de Walt Whitman: “Quien toca este libro toca a un hombre”, lo cual no deja de emocionarme. Empero, este libro es incompleto por dos motivos: el primero, naturalmente, porque deja de lado los poemas del otro bando —los hay valiosos, como el “Romance de los muertos en el campo”, de José María Pemán—; el segundo, porque se trata de un romancero antológico, no de una antología de poemas de la guerra. Sin embargo de la última observación, no ha de olvidarse que no es casual la forma del romance se adaptara admirablemente a los fines propagandísticos de aquel tiempo. Hay motivos que, aunque más o menos ostensibles, conviene repasar antes de formular toda otra consideración de un maestro del género como lo fue Hernández.

La relevancia de la frase octosilábica reconoce motivos puramente anatómicos, “Es nuestra respiración”, se puede graficar; o, “con más sílabas jadeamos”, y así. El aprovechamiento de una sola inspiración explicar la causa de su empleo en el hablar parvo y quizás la preferencia que por el octosílabo tiene el canto popular.

Otra razón por la que el verso de ocho sílabas está ligado a la llaneza puede encontrarse, me parece, en la parquedad del hombre sencillo, especialmente el campesino —no olvidemos que en tiempos de la Guerra Civil la población rural ascendía al 57% del total de habitantes, de los cuales entre un 30 y un 50% no sabía leer.1 El endecasílabo, el alejandrino y el verso de arte mayor suenan afectados para las masas iletradas, a las que ya imponen distancia desde su nombre. Las coplas, las letrillas, los romancillos de cinco sílabas, en cambio, se adaptan por su naturalidad al habla del hombre común.

Hemos hablado de la eficiencia del romance para la propaganda. En un mundo de comunicaciones rudimentarias, la propagación de las ideas o los sucesos de boca en boca, o mediante “bombardeos” de octavillas, como dicen en España, o panfletos, como preferimos nosotros, debieron cumplir su objetivo acabadamente, por lo menos hasta que se vio que el asunto de Marruecos no paraba en algarada y que no se trataba de un “pronunciamiento” más al modo decimonónico. El romance se recibe fácilmente, por las razones dichas, y en una suerte de embeleso, ya que la repetición, y la rima asonante producen un efecto por cierto hipnótico. Por último, se trata versos fáciles de recordar y, consecuentemente, de repetir y no son cosa nueva para nadie, porque el espectáculo del recitador callejero y el posterior reparto del poema son familiares a todo el mundo. Dos películas reflejan este ejercicio de cultura popular: la argentina Juan Moreira (Leonardo Favio, 1973) y la española El crimen de Cuenca (Pilar Miró, 1979). La primera se desarrolla en la campaña bonaerense por 1870, y la segunda en la meseta castellana, a comienzos del siglo pasado. Resulta, por tanto, una tradición ampliamente difundida en ambos continentes por la que el pueblo se enteraba de los hechos que le interesaban, ya fuera por el origen de los protagonistas o por la dimensión política que éstos alcanzaban. Con el transcurso de los años, sencillamente, el romance se agotó, se cansó. El siglo XIX impuso el folletín como entretenimiento de las masas que huyendo de la miseria de la vida semifeudal empezaron a congregarse en torno de los incipientes centros industriales del país: Barcelona, Madrid, Valencia, Bilbao. En esas ciudades, la educación popular impulsada por anarquistas, socialistas y comunistas vino de la mano de la politización. El cinematógrafo, a su tiempo, acompañó a los más rezagados en la creciente alfabetización de las clases sumergidas, entreteniendo y enseñando sin necesidad de palabras, o al menos con pocas de ellas.

En este escenario, ¿era posible la resurrección del romancero?

En teoría literaria se habla del cansancio de las formas como proceso ineludible para la aparición de otras más eficientes prestas a acompañar los cambios sociales que son el fondo de toda creación. Ahora, bien, estos análisis se hacen ex post facto, sobre un material histórico, de manera que explican, pero no anuncian. ¿Hay lugar para el vaticinio? Entendemos que, aunque sujeto al albur de las ambigüedades, sí, es posible, pero se trata de un campo vedado o parcialmente vedado al estudio, tan sólo franco a la intuición. Y esta es virtud propia de locos, iluminados, artistas y profetas. En España hubo un hombre así, pero como a la Palabra, el mundo no lo conoció. Antonio Machado entrevió la posibilidad de tal renacimiento, la intentó, y fracasó, pero dejó fecunda semilla; al mismo tiempo, sin ligar ambos fenómenos, puso a España en guardia contra la tragedia que se cernía, advirtiendo del alto precio que había que pagar para evitarla.

En su segundo poemario Campos de Castilla (1912), Machado incluye el romance “La tierra de Alvargonzález”, experimento poético insólito en un medio en el que el Modernismo se imponía y las vanguardias velaban armas:

Pensé que la misión del poeta es inventar nuevos poemas de lo eterno humano, historias animadas que, siendo suyas, viviesen, no obstante, por sí mismas. Me pareció el romance la suprema expresión de la poesía y quise escribir un nuevo Romancero. A ese propósito responde “La tierra de Alvargonzález”.2

El intento quedó en eso, porque ni el poeta persistió, ni seguidores tuvo, ni entusiastas hubo que saludasen la idea, que parecía echar vino nuevo en odres viejos. Dicho esto en el sentido de resucitar una forma de arte popular, porque romances se escribieron siempre en España, antes y después de Machado por mano, entre tantos, del duque de Rivas, Zorrilla, Unamuno, Alberti y, claro, García Lorca.

En 1914 el magnicidio de Sarajevo hizo estallar al mundo. España, afortunadamente, quedó al margen de la Gran Guerra, pero, ¿no debían sacarse provechosas conclusiones de esta inacción?

(...)
¿Y bien? El mundo en guerra y en paz España sola
¡Salud, oh buen Quijano! Por si este gesto es tuyo
yo te saludo! Salud, paz española,
si no eres paz cobarde, sino desdén y orgullo.
Si eres desdén y orgullo, valor de ti, si bruñes
en esa paz, valiente, la enmohecida espada,
para tenerla limpia, sin tacha, cuando empuñes,
el arma de tu vieja panoplia arrinconada;
si pules y acicalas tus hierros, para un día,
vestirte de luz, y erguida; heme aquí, pues, España,
en alma y cuerpo, toda, para una guerra mía
heme aquí, pues, vestida para la propia hazaña
(...)

(“España, en paz”).

No ignoraba Machado que la bendición de la que gozaba España se debía a su atraso, por lo que hubiera resultado un convidado de piedra en la repartija que se disputaban las potencias capitalistas. Por eso cuestionaba esa paz, que bien podía ser una decisión extraña a su voluntad. Al mismo tiempo, lúcidamente, vaticinaba que cuando la guerra fuera una cuestión propia, la lucha sería despiadada. Advertía a los políticos sobre el peligro de no estar preparados para el día supremo en el que la agudización de las contradicciones tornara inevitable la lucha fratricida:

En España —no lo olvidemos— la acción política de tendencia progresiva suele ser débil, porque carece de originalidad; es puro mimetismo que no pasa de simple excitante de la reacción. Se diría que sólo el resorte reaccionario funciona en nuestra máquina social con alguna precisión y energía. Los políticos que pretenden gobernar hacia el porvenir deben tener en cuenta la reacción de fondo que sigue en España a todo avance de superficie. Nuestros políticos llamados de izquierda, un tanto frívolos —digámoslo de pasada—, rara vez calculan, cuando disparan sus fusiles de retórica futurista, el retroceso de las culatas, que suele ser, aunque parezca extraño, más violento que el tiro.3

El tiempo confirmaría estos tristes presagios.

Cuando Machado así profetizaba por boca de Juan de Mairena, España vivía el llamado “bienio negro” de la II República, período signado por la violenta represión del gobierno de derecha de los mineros de Asturias y la agudización de los conflictos de clase que desembocarían en la formación de dos bandos irreconciliables, el Frente Popular, ganador por escaso margen de las elecciones de 1936, y la derecha que apoyaría el Alzamiento que el 18 de julio de ese año dio origen a la guerra civil.

¿Dónde estaba, en esos momentos cruciales, Miguel Hernández?

El poeta entusiasta desde 1925 que ha publicado —¡por fin!— su primer libro a comienzos de 1933, se ha convertido en un joven altivo y resabiado, en la medida en que el silencio que merece Perito en lunas llega a aturdirlo con indiferencia. Ya ha roto su relación simbiótica con Ramón Sijé, abandonando los postulados estéticos y políticos que habían compartido en la adolescencia y primera juventud. Hoy Miguel, como todo joven, se siente deslumbrado por las audacias rupturistas que halla en la poesía de Pablo Neruda y por el credo revolucionario de Raúl González Tuñón. Pero la posibilidad cierta que entrevé de un mundo y una literatura nuevos no alcanza para disipar su amargura y su desaliento, como lo refleja esta carta a García Lorca:

Le escribí hace mucho pidiéndole elogios, aunque ya se los había oído para mi Perito en lunas. Y aquí me tiene Ud. esperándolos —entre otras cosas. He pensado, ante su silencio, que usted me tomó el pelo a lo andaluz en Murcia —¿recuerdaaa?—, que para usted fuimos, o fui, lo que recuerdo que nos dijo cuando le preguntamos quién era uno que le saludó. “Ese —dijo—, uno de los de ¡adiós! cuando les vemos”. Y luego “me escriben muchas cartas a las que yo no contesto”. ¿Puedo estar ofendido contigo?

Perdone. Pero se ha quedado todo: prensa, poetas, amigos, tan silencioso ante mi libro, tan alabado —no mentirosamente, como dijo— por usted la tarde aquella murciana, que he maldecido las horas putas y malas en que di a leer un verso a nadie (...).4

Los años mozos nos son pródigos en originalidad, de modo que tampoco hubieran podido serlo en este sentido lamento de la vanidad herida. ¡Ay, escritores que leéis! ¿Quién de vosotros no ha pasado por este trance y apurado la copa del desengaño? Siempre habrá esa extraña mixtura de indiferencia y falta de oportunidad que se inflige al creador cuando éste más necesita del reconocimiento... Reconforta recordar el más insigne de los reproches jamás hechos al silencio desdeñoso, así como su sabio remedio:

(...) ¿Cómo que es posible que cosas de tan poco momento y tan fáciles de remediar puedan tener fuerzas de suspender y absortar un ingenio tan maduro como el vuestro, y tan hecho a romper y atropellar por otras dificultades mayores? (...).

Lo primero en que reparáis de los sonetos, epigramas o elogios que os faltan para el principio, y que sean de personajes graves y de título, se puede remediar en que vos mismo toméis algún trabajo en hacerlos, y después los podéis bautizar y poner el nombre que quisiéredes, ahijándolos al Preste Juan de las Indias o al emperador de Trapisonda, de quien yo sé que hay noticia que fueron famosos poetas; y cuando no lo hayan sido y hubiere algunos pedantes y bachilleres que por detrás os muerdan y murmuren desta verdad, no se os dé dos maravedís; porque ya que os averigüen la mentira, no os han de cortar la mano con que lo escribisteis.5

Pero nuestro poeta no estaba tan hecho a las adversidades todavía como Cervantes, y sufrió mucho las críticas frías, la ausencia de las favorables que esperaba y aun aquellas que, condescendientemente, destacaban con simpatía las letras de un humilde pastor de cabras metido a escritor.6 Las uvas, todavía, seguían en agraz.

Sin embargo, haciendo de la necesidad virtud, Hernández agrandó o dejó agrandar el sonsonete de la pobreza y de su origen montaraz. Con el tiempo, que transcurre lento para el que anda hambriento de gloria y sin dineros, el asunto ayudó a tallar su leyenda, aunque su padre hubiera sido tratante de cabras y no un pastor de gleba y amo.

Marzo de 1934. El poeta emprende su segundo viaje a Madrid y en esta oportunidad le serán dadas la frecuentación con los poetas famosos y con el fervor político de la hora. A partir de entonces es posible encontrarlo en registros fotográficos en los que aparece junto a Rafael Alberti, Pablo Neruda y Federico García Lorca. Sin embargo, la dureza de la lucha por la vida, y la sofisticación de una capital a la que no termina de acomodarse su huertana rusticidad, lo devuelven a Orihuela en agosto de 1935, en busca del amor de Josefina Manresa y, ¿quién sabe?, de la pista de una propia voz, “sin saber de qué música era dueño”.

La Nochebuena de 1935 muere Ramón Sijé, de quien se había apartado tanto en lo personal como en lo estético y lo político. Pero esta inesperada muerte hace estallar en Hernández una cepa de poeta mayor, y escribe a los 25 años (había nacido el 30 de octubre de 1910) una página potente de belleza arrolladora, sin duda una de las cumbres de la lírica en castellano. ¿Qué ha pasado? El arte propone misterios de mañosa urdimbre, que tal vez resulte imposible desentrañar, probablemente una trampa de la que se pueda salir sólo incurso en el delito de lesa poesía. Pero queda muy claro la razón que llevaba Hernández cuando reivindicaba ante García Lorca su apego en Perito en lunas a la resurrección de antiguas formas estróficas, “a pesar de su aire falso de Góngora”.7 Porque de la asimilación y el deslumbramiento por el verso libre de Neruda y Aleixandre, el tono político de Tuñón y los ecos del Creacionismo y aun del Ultraísmo, en tercetos encadenados de endecasílabos irreprochables Miguel se hace digno seguidor de Dante y de Quevedo, sin dejar por ello de responder a su tiempo por el atrevimiento temático y meta-metafórico. Mucho se ha escrito acerca de este poema perfecto, pero de lo que conocemos nadie lo definió y vibró con él como Juan Ramón Jiménez:

Verdad contra mentira, honradez contra venganza. En el último número de la Revista de Occidente publica Miguel Hernández, el extraordinario muchacho de Orihuela, una loca elejía a la muerte de su Ramón Sijé y 6 sonetos desconcertantes. Todos los amigos de la “poesía pura” deben buscar y leer estos poemas vivos... Que no se pierda en lo rolaco, lo “católico” y lo palúdico... esta voz, este acento, este aliento joven de España.8

“Elegía” cierra el tercer poemario de Miguel, El rayo que no cesa (1936); entretanto, se había presentado al Premio Nacional de Literatura con El silbo vulnerado (1934-1935) y no dejaba de trabajar en su prosa y su teatro. Faltan sólo seis meses para el comienzo de la Guerra Civil que marcaría, ya veremos con qué resultados, el renacimiento del Romancero español.

Cuando los militares se alzan en Marruecos contra la República, Hernández se encuentra en su pueblo pasando las vacaciones de verano, las “largas vacaciones del 36”, como se las llama en la película homónima de Jaime Camino (1976). Al cabo de un mes, que suponemos pasó junto a su novia cuyo padre fue asesinado por milicianos por ser guardia civil, el 18 de septiembre parte para Madrid con la intención de incorporarse al Quinto Regimiento. Lo hace, y a finales de mes se halla cavando trincheras en defensa de la capital asediada. Miguel Hernández es hijo del pueblo y como tal no pide para sí más que un lugar al lado de los suyos, porque los vientos de ese pueblo lo llevan, lo arrastran a ser su vocero, su intérprete y su mártir.

Al advertir Emilio Prados a las autoridades que se estaba malgastando la energía revolucionaria de aquel hombre dándole pico y pala y no micrófono y altavoz, Hernández comienza a desandar el camino que lo llevará a la cumbre de la poesía española de guerra, y a una muerte miserable de revanchismo y rencor.

Para marzo de 1937 se han estabilizado todos los frentes geográficos y militares de la guerra civil: los autodenominados “nacionales” han ocupado Oviedo y San Sebastián, pero su arrollador avance por Extremadura, Andalucía y Castilla se ha detenido a las puertas de Madrid. La República cobra nuevos bríos con la defensa de la capital y ganancias territoriales menores en Aragón, pero es rechazada en la invasión a las Baleares. Las organizaciones armadas espontáneas se disuelven en el Ejército de la República, y Miguel Hernández comienza a alternar su estancia en los frentes con sus compromisos políticos. 1937 es, asimismo, el año de la esperanza y el de la publicación de Viento del pueblo, libro capital en la poesía hernandiana, y a la vez documento histórico del devenir bélico y el ánimo de los combatientes contra el fascismo. Hay allí testimonio de la represión contra la inteligencia republicana:

(...)
Federico García
Hasta ayer se llamó: polvo se llama
Ayer tuvo un espacio bajo el día
Que hoy el hoyo le da bajo la grama.

¡Tanto fue! ¡Tanto fuiste y ya no eres!
Tu agitada alegría,
que agitaba columnas y alfileres
de tus dientes arrancas y sacudes
y ya te pones triste, y sólo quieres
ya el paraíso de los ataúdes (...).

(“Elegía primera”).

Se explican causas que, detrás de la traición, han llevado las cosas hasta este extremo de destrucción y de sangre:

Carne de yugo, ha nacido
más humillado que bello,
con el cuello perseguido
por el yugo para el cuello

Nace, como la herramienta,
a los golpes destinado,
de una tierra desatenta
y un insatisfecho arado
(...)
Empieza a vivir y empieza
a morir de punta a punta
levantando la corteza
de su madre con la punta.
(...)
Trabaja, y mientras trabaja
masculinamente serio,
se unge de lluvia y se alhaja
de carne de cementerio (...).

(“El niño yuntero”).

Hay el libelo en formas de romance, sañudo y prepotente:

Hombres veo que de hombres
sólo tienen, sólo gastan
el parecer y el cigarro,
el pantalón y la barba.
(...)
Estos hombres, estas liebres,
comisarios de la alarma
cuando escuchan a cien leguas
el estruendo de las balas,
con singular heroísmo
a la carrera se lanzan,
se les alborota el ano,
el pelo se les espanta.
Valientemente se esconden,
gallardamente se escapan
del campo de los peligros
estas fugitivas cacas,
que me duelen hace tiempo
en los cojones del alma (...).

(“Los cobardes”).

Y el otro, inolvidable, que da nombre al libro:

Vientos del pueblo me llevan
vientos del pueblo me arrastran
me esparcen el corazón
y me aventan la garganta.
(...)
No soy de un pueblo de bueyes,
que soy de un pueblo que embargan
yacimientos de leones
desfiladeros de águilas
y cordilleras de toros
con el orgullo en el asta.
Nunca medraron los bueyes
en los páramos de España (...).

(“Vientos del pueblo me llevan”).

Y el que demanda a los jóvenes estar a la altura terrible de las circunstancias:

Los quince y los dieciocho
los dieciocho y los veinte...
Me voy a cumplir los años
al fuego que me requiere,
y si resuena mi hora
antes de los doce meses
los cumpliré bajo tierra.
Yo trato que de mí queden
una memoria de sol
y un sonido de valiente (...).

(“Llamo a la juventud”).

Y el dirigido al labriego que, con sudor de pobre, sustenta el esfuerzo bélico del enemigo de clase:

(...)
Campesino que mueres,
campesino que yaces
en la tierra que siente
no tragar alemanes,
no morder italianos:
español que te abates
con la nuca marcada
por un yugo infamante,
que traicionas a pueblo
defensor de los panes:
campesino, despierta,
español, que no es tarde (...).

(“Campesino de España”).

Este “veterano” que se expresaba con semejante gravedad no tenía sino 26 años —había nacido el 30 de octubre de 1910. Su canto no olvida a los caídos paradigmáticos (Pablo de la Torriente, su comisario político en el Quinto Regimiento), ni a los personajes representativos de ambos bandos (“Rosario, dinamitera”, “Ceniciento Mussolini”, “Pasionaria”); recurre a la apelación colectiva (“Aceituneros”, “Recoged esta voz”, “Jornaleros”), acierta al describir el panorama mundial (“El incendio”), llora las pérdidas (“Visión de Sevilla”) y sabe fundir amorosamente pasión, conflicto, esperanza y lírica en el que muchos consideran el gran poema de la Guerra Civil:

He poblado tu vientre de amor y sementera,
he prolongado el eco de sangre a que respondo
y espero sobre el surco como el arado espera:
he llegado hasta el fondo.

Morena de altas torres, alta luz y ojos altos,
esposa de mi piel, gran trago de mi vida,
tus pechos locos crecen hacia mí dando saltos
de cierva concebida.
(...)
Escríbeme en la lucha, siénteme en la trinchera:
aquí con el fusil tu nombre evoco y fijo,
y defiendo tu vientre de pobre que me espera,
y defiendo tu hijo.
(...)
Para el hijo será la paz que estoy forjando.
Y al fin en un océano de irremediables huesos
tu corazón y el mío naufragarán, quedando
una mujer y un hombre gastados por los besos.

(“Canción del esposo soldado”).

En adelante, la vida será para él desilusión, cansancio y pérdida. Como intelectual de la República, participa del II Congreso de Intelectuales en Defensa de la Cultura (Valencia, julio de 1937) y del V Festival de Teatro Soviético (Moscú, septiembre de 1937). En diciembre ve desangrarse ambos ejércitos en Teruel inútilmente, por unos escasos territorios sin poder vencerse. El poeta esperanzado vislumbra la posibilidad cierta de la derrota: se torna sombrío y desesperado y su brulote desciende a la blasfemia que había evitado en Viento del pueblo:

(...)
Vete, mariconazo, se te ha visto
bajo los pantalones el roquete
y bajo la mirada el ano hambriento.

Algún día estarás, me cago en Cristo,
dentro del purgatorio de un retrete
enunciando la mierda con tu aliento.

(“Mandado que mando a don Gil de las calzas de la CEDA, ese que lleva robles a las espaldas del Gil y a las del corazón caca”).

La referencia a una figura política de la derecha (José María Gil Robles), hace claro que el poema es de comienzos del conflicto, porque en esos tiempos de vértigo el personaje había pasado a un segundo plano. Sin embargo, el hecho de publicarlo con posterioridad a Viento del pueblo, sugiere que si Miguel había tenido reparos para no ofender a los republicanos creyentes, la premonición del derrumbe había terminado con ellos.

La deuda que siente el poeta por la ayuda soviética debió dictar muchos de los poemas de El hombre acecha (1939), cuya edición se perdió casi enteramente en Valencia con el desbande que sobrevino a la derrota militar de la República: “Rusia”, “La fábrica-ciudad” y “Stalin”. Hay mucho en ellos de realismo socialista que no casa ni aun con la más ocasional poesía de propaganda del oriolano.

El sentimiento contrario, el desprecio por las democracias burguesas que han librado a España a su suerte contra Hitler y Mussolini, lo encontramos en la extensa, despareja y notable diatriba de “Los hombres viejos”:

Nacen puestos de gafas, y una piel de levita,
y una perilla obscena de culo de bellota,
y calvos, y caducos. Y nunca se les quita
la joroba que dentro del alma les explota.
(...)
Yo soy viejo; tan viejo, que el primer hombre late
dentro de mis vividos y veintisiete años,
porque combato al tiempo y el tiempo me combate.
A vosotros, vencidos, os trata como a extraños (...).

Pero, afortunadamente hay lugar para momentos de alto lirismo como en “El herido”:

(...)
Mi vida es una herida de juventud dichosa.
¡Ay de quien no está herido, de quien jamás se siente
herido por la vida, ni en la vida reposa
herido alegremente!
(...)
Para la libertad sangro, lucho, pervivo.
Para la libertad mis ojos y mis manos,
como un árbol carnal, generoso y cautivo,
doy a los cirujanos (...).

Pero también para el cansancio:

(...)
El tiempo es sangre. El tiempo circula por mis venas.
Y ante el reloj y el alba me siento más que herido,
y oigo un chocar de sangres de todos los tamaños.

Sangre donde se puede bañar la muerte apenas:
fulgor emocionante que no ha palidecido,
porque lo recogieron mis ojos de mil años.

(“18 de julio de 1936-18 de julio de 1938”).

El fin del ciclo poético de Hernández coincide con el fin de la guerra. Cancionero y romancero de ausencias fue compuesto (se cree) entre octubre de 1938 y septiembre de 1939 y está señalado por el sentimiento de derrota, las ilusiones deshechas, el retorno al hogar y el dolor que no sana por la muerte del primogénito.6

El cementerio está cerca
de donde tú y yo dormimos,
entre nopales azules
pitas azules y niños
que gritan vívidamente
si un muerto nubla el camino.
De aquí al cementerio, todo
es azul, dorado, límpido.
Cuatro pasos y los muertos.
Cuatro pasos y los vivos.
límpido, azul y dorado,
se hace allí remoto el hijo.

Es un libro bellísimo, imponente en la construcción de una tristeza nueva, insoportable, inimaginable ni siquiera en “Elegía”. Libro de recogimiento después de la batalla, de desprecio hacia la pequeñez de las disputas humanas ante la grandeza del universo y de los sentimientos. De la añoranza por los pequeños momentos de felicidad en el piélago de males que es la vida. Como refleja la que quizás sea una de las canciones de cuna más hermosas que se han escrito, las llamadas “Nanas de la cebolla”, concebidas con el consuelo que trajo el nacimiento del hijo segundo.

(...)
En la cuna del hambre
mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba.
Pero tu sangre
escarchaba de azúcar,
cebolla y hambre.

Una mujer morena
resuelta en luna,
se derrama hilo a hilo
sobre la cuna.
Ríete, niño,
que te tragas la luna
cuando es preciso.

Después, la huida a Portugal, la detención, la salida de la cárcel, la vuelta a Orihuela, la delación, el juicio, la condena y la cárcel hasta su muerte el 28 de marzo de 1942.

***

Hemos comenzado esta evocación de Miguel Hernández preguntándonos la causa de su entronización como máximo poeta de la guerra civil española, lo que nos puso ante la vigencia del romance como forma suprema de expresión popular en aquel conflicto. El detenimiento, necesario, en los libros que conforman su producción en ese lapso, no nos apartan de aquella inquietud primera y de su consecuente. Vimos que, para un protagonista del fuste lírico y político de Rafael Alberti esta caracterización era imposible cinco años después del final de la contienda. Hernández era uno más, a sus ojos, entre tantos que habían posibilitado el Romancero de la Guerra Civil Española. Evidentemente, la crítica literaria se reduce a una constatación tardía de hechos que la intuición popular hace propios con sabiduría en la contemporaneidad de los acontecimientos. El poema de Moreno Villa que nos sirve de epígrafe lo alumbra con justeza.

Pero este renacimiento de la poesía popular intuido por Antonio Machado, no cuajó en otro tan memorable como el que responde al ciclo de los Cantares de Gesta o la Reconquista. ¿Por qué?

Juan Ramón Jiménez creyó encontrar la causa del fracaso en la extracción social de los artistas:

La guerra internacional peleada en España entre 1936 y 1939 acreció la expresión del romance y pudo haber sido una gran ocasión de revivir el Romancero, pero los poetas no tenían convencimiento de lo que decían. Eran señoritos, imitadores de guerrilleros, y paseaban por Madrid, vestidos con monos azules muy planchados. El único poeta, joven entonces, que peleó y escribió en el campo y en la cárcel, fue Miguel Hernández, pero su resabio escolástico juvenil de los frailes de Orihuela lo impregnaron de un didactismo que duró toda su corta vida.9

¿Quién puede dudar de la agudeza de esta opinión? Es patente que Hernández no sólo se sentía pueblo sino que era pueblo, condición que faltó a otros creadores burgueses o pequeñoburgueses. Y el acento puesto por Jiménez en el didactismo de que hacía explica por qué llegó Hernández como ningún otro poeta a la gente sencilla.

Pero tal vez haya algo más, y me arriesgo a enunciarlo.

Uno de los grandes nombres del exilio republicano, el ilustre medievalista Claudio Sánchez Albornoz, recordaba a sus compatriotas desde Buenos Aires la reflexión de Ibn Hazám, de Córdoba, formulada cuando promediaba el siglo XI de nuestra era: “La flor de la guerra civil es infecunda”.10 La sentencia, aunque tenga que viajar más de un milenio para llegar a nosotros, se impone a pesar del tiempo y el mundo de diferencia que hay entre una realidad que nos rodea y la sociedad que la dictó. Es capaz, por ejemplo, de explicar el fracaso político del franquismo, cuyo aparato fue prolijamente desarmado por un hombre de derecha, Adolfo Suárez, con el aval de quien se suponía iba a perpetuar el régimen, el rey Juan Carlos. Entonces es lícito preguntarse si la validez del juicio no puede hacerse extensiva a otros campos de la vida humana, como el arte. En ese orden de ideas, observamos que los romances viejos, en gran medida, cantaron una causa nacional, y tal vez por eso ganaron en sinceridad y perdurabilidad, ya que representaban a todos los españoles.

También se ha dicho “No se triunfa sobre compatriotas”, y todas las guerras civiles son un ejemplo de supervivencia por muchos años de las causas que encendieron la mecha de la lucha fratricida. Con esa exaltación de pasiones, no hay lugar para el reconocimiento de las razones del otro, ni aun del otro. Una visión sesgada es proclive a perderse y circunscribir su vigencia al tiempo que la engendró.

O, quizás, en este caso la causa nacional fue vencida, y nadie quiere acordarse de ese mal trago, ni celebrarlo.

Salvo, claro, que el poeta sea Miguel Hernández, que surgió del pueblo para cantarle, y se quedó con él para sufrir las consecuencias de la derrota. Sus virtudes fueron la sinceridad y el convencimiento, primero, y el reacomodamiento después de la lucha de su universo psíquico, de modo que fue capaz de reflejar el hastío de los combatientes, la miseria de la violencia y la grandeza de la piedad. Así consiguió hablar de sentimientos universales, porque del otro lado también había hastío, repugnancia por la violencia desenfrenada y ansias de paz. Así se hizo, a la vez, portavoz de su bando y universal.

Miguel Hernández sufrió un calvario cuyas estaciones fueron la persecución, el presidio, la condena a muerte, la conmutación a cuarenta años de presidio y la enfermedad, celosamente alimentada por el rencor revanchista de los vencedores. Su condición de tuberculoso fue trazada por los verdugos con descaro, para que no quedasen dudas de que todas las cuentas serían saldadas a falta de un arrepentimiento que el hombre íntegro que Hernández era rechazó con desprecio.

Con el riesgo que supone toda simplificación, pudiera decirse que, si en el comienzo de la Guerra Civil el fusilamiento de Federico García Lorca fue una señal clara de los rebeldes de lucha sin cuartel para la República burguesa, las sevicias infligidas hasta la muerte a Miguel Hernández celebraron rencorosamente la hora final de la Revolución en España.

 

Notas

  1. Fraser, Ronald: Recuérdalo tú y recuérdalo a otros. Historia oral de la Guerra Civil Española, Ed. Crítica, Barcelona, 1979; T. I, notas 5 y 6, págs. 35 y 36.
  2. Antonio Machado, antología poética, biografía, edición de José Luis Cano, Ed. Bruguera, Barcelona, 1982, pág. 59.
  3. Ibídem, pág. 301.
  4. Miguel Hernández, obra completa, edición crítica de Agustín Sánchez Vidal y José Carlos Rovira con la colaboración de Carmen Alemany; Ed. Espasa Calpe, Madrid, 1993, T: II, págs. 2.306-2.307. Este artículo y quien lo escribe son deudores de esta obra de compilación extraordinaria.
  5. Cervantes, Miguel de; El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha, Prólogo.
  6. Ibídem (4), T. I, pág. 29.
  7. Ibídem, T. II, pág. 2.307.
  8. Ibídem, T. I, págs. 68 y 69.
  9. Ibídem, pág. 89.
  10. Thomas, Hugh, La Guerra Civil Española, Hyspamerica Ediciones, S.A., Madrid, 1979; T. 6, “Camino para la paz. Los historiadores y la Guerra Civil”, pág. 342.