Sala de ensayo
Stefan ZweigStefan Zweig, un heraldo europeo del humanismo universal

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Hay autores que escriben para el lenguaje; otros, siguiendo una responsabilidad social, y otros más, para sí mismos. Hay autores que lo hacen para la posteridad, fieles más a una responsabilidad humana, a una labor ética, atemporal, que a un impulso vacuo de la fama. A estos últimos pertenece ese extraordinario escritor de la primera mitad del siglo XX, cuya obra parece a veces caer en un injusto olvido y estar relegada —a despecho de su genuina intención—, a una minoría culta, a los especialistas, o a los coleccionistas de obras raras; nos referimos a ese magnífico ensayista, novelista, biógrafo, traductor y poeta Stefan Zweig.

Si hay alguien ausente el día de hoy, al final de la primera década del siglo XXI, dentro del mundo no sólo de la literatura, sino del pensamiento progresista, del espíritu humanizador de la cultura, es alguien que guarde, que registre y que destaque todas aquellas gestas anónimas que con inteligencia, con nobleza, con valentía, con palabras habladas y escritas, realizan hombres y mujeres a favor de la paz y de la justicia del mundo, y que quedan relegadas al olvido de las historias oficiales. Alguien que, con su obra, haga más visible y sonoro el bien que florece en el mundo que el ruido destructor del mal que nos rodea. Alguien que, fiel a la verdad, busque, investigue, indague, coteje y aclare, y con lucidez y belleza nos muestre la esperanza en nuestras propias obras humanas. Alguien que continúe la tarea inconclusa que dejó, sobre su escritorio en Petrópolis, Stefan Zweig.

No es tarea fácil presentar su obra, que es inmensa, pero es tarea necesaria referirse a ella permanentemente. De igual forma, comentar su obra obliga a hacer hincapié en un aspecto, a desmedro — injustamente— de otras vertientes de su trabajo. Por otro lado, para estudiar su obra desde una vertiente específica, digamos, la de biógrafo, es lo más justo hacerlo como su obra merece: con profundidad y detalle. Dicho esto, a lo que se puede pretender aquí es a esbozar las preocupaciones principales que recorren la obra toda de Zweig y, si es posible, poner en claro la misión, explicita e implícita, que como escritor que vive ambas guerras mundiales el autor asume como tarea personal.

Su formación es profunda y es amplia, lograda a través del contacto temprano con las personas más insignes de la cultura y la ciencia europea, pero, yendo a fondo en su trato, desarrollando con ellos una sólida amistad y un significativo intercambio de ideas: con el poeta belga Emile Verhaeren —a quien traduce—; con el inmortal Hesse —cuya mutua correspondencia se ha publicado en español en la recién pasada primavera—; con Romain Rolland, quien le influencia profundamente; con August Rodin, a quien admira en su pasión artística; con Máximo Gorki, a quien guarda un sincero respeto.

En El mundo de ayer, su autobiografía —publicada en 1955 en idioma español por Editorial Juventud—, se puede apreciar su intensa vida de intercambios personales en un tomo siempre más que significativo y de franca amistad. Por otra parte, este libro resulta el medio principal para, como lector, iniciar también una amistad de por vida con su autor.

Zweig domina el alemán, el inglés, el francés, el español y el italiano, y posee sólidos conocimientos de las lenguas clásicas; esto le permite una comunicación clara y fina con el mundo que le rodea y con su mejor tradición cultural. Viaja a Latinoamérica por primera vez en 1936, y de cuyos viajes se conservan algunas conferenciasi de las diez dictadas en 1940 en Río de Janeiro, Buenos Aires, Córdoba, Rosario, Montevideo. En su primera presentación en Buenos Aires —según cuenta Zweig en una carta a su esposa desde Argentina, fechada 30 de octubre de 1940—ii acuden unas 1.500 personas.

En su descubrimiento de Brasil, el encantamiento con esa tierra es tal que en 1941 publica Brasil: tierra del futuro, que con sus 300 páginas brinda una de las monografías más completas y amenas escritas acerca de la República del Brasil. En el capítulo sobre Río de Janeiro, Zweig dice: “No one who has ever been here wants to leave. At each departure from this enchanting town one longs to return. Beauty is rare, but perfect beauty is almost a dream. This city of all cities makes this dream come true even in the darknest hour, for there is no city in the world capable of offering more comfort”.iii Y es allí, en un paraje que recuerda su terruño, adonde ha de regresar en sus días postreros.

Con seguridad puede decirse que el joven Stefan inicia su encuentro con el arte a través de la poesía. Escribe versos, y a la edad de 20 años publica su primer libro: el poemario Cuerdas de plata. Y, como todo aquel que busca ser poeta o poetisa, sueña con rozar las cúspides que otros ya han alcanzado, esos que para el aprendiz son sus modelos, sus guías, sus maestros. Esa actitud de humildad del joven que crea, pero que reconoce la grandeza inalcanzable de otros, es una actitud permanente en Zweig, sin la cual no hubiese realizado su insigne obra. Dicho de otra forma, el principal rasgo del carácter de este artista fue su humildad, que le permitía valorar, apreciar la obra ajena en toda su magnitud. Zweig inmediatamente se enamora de ese acto creativo, portentoso, de aquellos a quienes admira. Traduciendo al poeta belga, Emile Verhaeren, por ejemplo, no sólo busca perfeccionar sus recursos expresivos en su lengua natal, tal como él se lo propuso en ese momento de su vida, sino respetar, ser fiel y destacar aun más la obra del poeta a quien más admiraba. Traducir era respetar y dar a conocer a otros lo que amaba: Baudelaire, Verlaine, Rilke. Al mismo tiempo, ese profundo respeto y humildad se apareja no sólo con su curiosidad inquieta, sino con su siempre fresco asombro por lo nuevo descubierto.

Es que Zweig tiene siempre una capacidad renovada y juvenil para el asombro. Y aquel que posee eso, parafraseando a Picasso, en el arte no busca, sino encuentra. Nuestro apreciado autor vive en permanente encuentro con lo bello, gracias a esa inusitada cualidad que su espíritu tiene de asombrarse, de dejarse maravillar por la obra ajena.

De aquí nace en el joven Zweig el asiduo interés por rescatar, coleccionar, conservar y estudiar los manuscritos, los primeros esbozos originales, los primeros ensayos de las grandes obras, sean literarias o musicales. Y este interés nace, pues, por el creciente enigma y asombro que en él va despertando el acto creativo, y particularmente el acto creativo artístico. ¿Cómo nace la obra de arte? Esa es la gran incógnita que obsesiona al joven escritor. Y de ahí que intenta rastrear ese enigma en el proceso creativo mismo, en el manuscrito original, con sus marcas, subrayados, tachaduras y notas. Con la constricción o soltura, la aprehensión o firmeza de la letra de aquel o aquella que crea. Al respecto dice: “[...] así hallamos la posibilidad de descubrir algo del secreto del artista mediante las huellas que deja al realizar su tarea. Esas huellas que el artista deja en el lugar de su acción son sus trabajos previos; los primeros esquemas que el pintor hace de sus cuadros, los manuscritos y borradores del poeta y del músico”.iv

Para Stefan Zweig, pues, el mayor arcano del universo es la creación, y —ya se dijo— particularmente, la creación artística. De igual forma, para él, lo digno de escribirse es ese momento, esa circunstancia personal e histórica, en que —dicho con palabras de Borges— un individuo, sea hombre o mujer, se enfrenta con su destino. Y mientras en la ficción y en la brevedad, el relato perfecto de ese momento único se le atribuye al argentino, en la biografía, por su parte, la narración minuciosa de esa circunstancia y de los sentimientos con la que una persona los vive, aquí, la perfección literaria es toda del austríaco. Y así, cuando el destino es la obra artística, la creación luminosa cuya luz alcanza a toda la posteridad, más aun Zweig ha de rendir años de su vida al esfuerzo para ofrecernos un destello, captado literariamente, de aquel ser humano trasmutado en esa obra que crea.

Stefan ZweigMás tarde, ya no sólo le interesa la apoteosis creativa y la tragedia del artista, también, la vivencia del que descubre, del que reta lo humanamente invencible por fidelidad a sus convicciones e ideas, del que es fiel a su verdad y a sí mismo, o del que se entrega a su propia fatalidad como un condenado y con ello define un hecho significativo en la historia. En la introducción a su obra Momentos estelares de la humanidad: doce miniaturas históricas —publicada originalmente en 1927—, Zweig nos dice: “Paralelamente a lo que acontece en el mundo del arte, en que un genio perdura a través de los tiempos, en la Historia un momento determinado marca el rumbo de siglos y siglos”.v En esos momentos, que él llama estelares, concentra mucho de su esfuerzo como historiador, biógrafo y escritor, y nos invita a vivenciarlos, a participar de esas circunstancias donde algo nuevo fue agregado a la cultura y a la historia: el descubrimiento del Océano Pacífico; la conquista de Bizancio; el genio de una noche que creó La Marsellesa; el descubrimiento de El Dorado; la lucha de Händel para dar a luz el Mesías, etc.

De esta forma, una de sus biografías más conocidas, Magallanes, es un minucioso y pormenorizado relato que nos habla de un carácter, un ideal, una convicción, y de cómo esas dimensiones subjetivas se conjugan con las fuerzas históricas, con las condicionantes económicas de la historia en un determinado momento del devenir humano, y crean una gesta: el primer viaje alrededor del mundo. Sin idealismos ni diabolizaciones, Fernando de Magallanes es puesto en el lugar que le corresponde: como un hombre que busca realizar su idea, que concentra lo mejor de sí en su obra, y que deja su vida en el intento, no sin heredar a la historia un hecho que no ha tenido precedentes.

No menos admirables son las obras que dedica a María Estuardo y María Antonieta, el retrato de sendos momentos personales que se colocan al centro de complejas encrucijadas sociales y políticas, pero donde de la persona se muestra lo más esencial, en su heroísmo o su miseria. Y qué decir de Fouché el genio tenebroso, el genio de la intriga. Una acuarela de la astucia, un retrato moral que devela una época.

En resumen, Zweig en sus libros nos termina ofreciendo una amplia obra que nos cuenta sobre la aventura humana en su pasión por descubrir, por crear; en su tragedia y en su vicio, en su sonrisa con el mal, pero fundamentalmente — y esto es lo que se desea recalcar—, por hacer prevalecer, pese a invencibles obstáculos, los mejores ideales de justicia, libertad espiritual y paz. Una aventura en la que vidas y destinos se ven jaloneados por un hado particular, un fatum personal que al final les define, pero que al mismo tiempo, por medio de ese destino, se ha de agregar algo imperecedero a la historia de lo bello, lo verdadero y lo bueno. La pasión creadora de Balzac, Marceline Desbordes-Valmore, Dickens, Tolstoi; Hölderlin, Kleist, Nietzsche; Dostoievsky, Freud, Rodin y una lista interminable de aquellos y aquellas que han ido construyendo eso que hoy consideramos como parte imprescindible de lo mejor de la cultura moral y artística de la humanidad.

Como se revela en esa obra fundamental, Castellio contra Calvino; conciencia contra violencia, un hombre desconocido se eleva por encima de la norma moral de su sociedad en un momento de la historia, y en aquella su defensa a favor de Miguel de Servet, en esa lucha de un hombre solo frente a un poder muchísimo más fuerte que él, Sebastian Castellio descubre y se entrega a una misión personal que concentra todas las energías de su vida. Dice el autor al respecto: “Castellio, como un rayo iluminador en medio de la noche oscura de aquel siglo, le observa [a Calvino] con estas inmortales palabras” —y cita las inmortales palabras de este humanista—: “Matar a un hombre no es defender una doctrina, sino matar a un hombre. Cuando los ginebrinos ejecutaron a Servet no defendieron ninguna doctrina, sacrificaron a un hombre. Y no se hace profesión de la propia fe quemando a otro hombre, sino únicamente dejándose quemar uno mismo por esa fe”.vi Así, no sólo es el acto, sino la convicción y la idea humanizadora que orienta ese acto, lo que el biógrafo nos devela en los que son objeto de sus trabajos biográficos. Este proceso va forjando, a lo largo de la propia vida de Zweig, una idea más general, una suerte de principios éticos que entretejen toda la obra que este autor nos depara hasta el final de su vida.

Es difícil escoger la obra maestra de este escritor. Como biógrafo, tiene la dicha de ser apreciado por diferentes lectores, desde los jóvenes que se asoman al mar de los hechos del pasado por vez primera, hasta los eruditos que encuentran en sus libros el rostro, el alma y el cuerpo humano, dentro del frío hecho histórico, descarnado, que mencionan las enciclopedias. No obstante, Zweig también es un novelista, un poeta y un traductor. Y en esas vertientes parece haber, a la distancia, un cauce común donde esas aguas se juntan y dan forma al objetivo final de su obra: comprender el acto humano —¡vaya tarea!— y compartirnos el secreto silencioso que guarda en el corazón una persona, para mejor entendernos a nosotros mismos y a nuestras pasiones: la culpa, el miedo, la ambición, los celos, los anhelos, la ira, la soberbia, el amor, el ideal, la honestidad y todo aquello de lo que estamos hechos.

Qué otra cosa puede esperarse de un leal amigo de Sigmund Freud, al que, como es sabido, por muchos años ha de visitar semanalmente mientras ambos viven en Inglaterra, y a quien dirige una de las más hermosas elegías que podemos conocer, donde entre otras cosas, destaca más que nada la honestidad científica del que fuera su compañero de exilio y su amigo de ideas. Porque leyendo a Zweig uno guarda silencio y admira, más que nada, el juicio equilibrado, la justa sentencia, la empatía, la sutil propuesta de una perspectiva nueva frente a un hecho conocido, y que nos hace verlo diferente. Lo mejor que Zweig toma de Freud es, desde su propia subjetividad como escritor, dimensionar el acto humano, destacar sus motivaciones internas, adherirlo a la personalidad toda del que vive, y descubrirlo en un momento específico, concreto, de aquella vida, no como un organismo que reacciona, sino como una persona que es fiel a sí misma, en su error o en su acierto, en medio de una circunstancia histórica irrepetible.

En una ocasión, Zweig anota: “Vivimos miríadas de segundos y, sin embargo, no hay nunca más que uno, sólo uno, que pone en ebullición todo nuestro mundo interior: el segundo en que (Stendhal lo describió) la flor interna, empapada ya con todos sus jugos, realiza como un relámpago su cristalización —segundo mágico, semejante al de la procreación y, como ella, oculto en el seno izquierdo de su propio cuerpo, invisible, intangible, imperceptible—, misterio que no es vivido más que una sola vez”.vii

Sin esa perspectiva no puede uno acercarse a la obra de este insigne biógrafo y ensayista, sin saber que hemos de encontrarnos, no con una lista de hechos sucesivos, sino con una reflexión fina sobre los sentimientos, una psicología que parece respetar esa máxima filosófica de Ortega y Gasset: Yo soy yo y mi circunstancia, y que se ve aplicada eficazmente en el estudio de todas esas personas, mujeres y hombres, a las que les dedicó su trabajo como biógrafo.

Pero hay otro aspecto fundamental en la filosofía personal de Zweig, y qué mejor fuente para acercarnos a ello que esa breve obra suya llamada Los ojos del hermano eterno —la cual ve la luz en idioma español en 1957—, y donde Zweig nos narra una sencilla y a la vez profunda historia de un hombre —Virata— que encuentra la felicidad sirviendo a otros, después de haber intentado encontrar felicidad huyendo de toda acción, de todo acto, concluyendo al final que “...también la inacción es una acción [...]. Porque el libre no tiene tal libertad, y el inactivo no por serlo escapa al error. Sólo quien es útil es libre: quien da su voluntad a otro y su energía a una labor, y trabaja sin querer saber más”. Y concluye: “Sólo la parte media del acto es labor nuestra. Su comienzo y su fin, su causa y su efecto, son de los dioses”.viii Zweig entrega toda su voluntad a su obra única. Ejercita su libertad como artista a través de su entrega absoluta a su cometido, sin saber del alcance de su obra, ni el alcance mismo de su propia vida mortal. Trabaja incansablemente, casi anticipando la brevedad de su vida. Se entrega a la tarea de su presente, a su misión personal en su muy propia circunstancia.

El autor comprende que la acción humana es limitada y, en su esencia, ajena por sus causas y efectos a la vida que la engendra: sólo la parte media del acto es labor nuestra, dice. Y en ese reducido espacio que a la persona le es dada, que será único, está toda la oportunidad que tenemos para entregarnos a la vida, para gozarla y abonarla con la magia de nuestro acto creativo, cuyos frutos nos serán ajenos. Sólo somos dueños del presente, la obra que ejecutamos es la que debemos concluir.

Pero Zweig, con su tarea de escritor no solamente nos trae del pasado todo el legado humanista que cabe en cada uno de sus libros, mejor, todas esas vidas que saliendo del olvido al que las ha relegado el pasado, él yergue, para hacerlas presentes como personalidades vivas, se convierten en referentes necesarios para el conocimiento de nuestro tiempo. Así, el autor no sólo eterniza un momento de una vida particular, al mismo tiempo nos da lo mejor de ese instante en su tarea no sólo de un escritor, sino del escritor que se adhiere a un humanismo, a una responsabilidad por lo que acontece en el presente o pueda ocurrir en el futuro de la humanidad toda.

En su libro sobre Erasmo de Rotterdam escribe, refiriéndose a este humanista del Renacimiento: “...sus ideas, sus deseos y sueños, han dominado a Europa durante una hora universal de su historia, y es una fatalidad para él, y al mismo tiempo para nosotros que esta pura voluntad espiritual de una definitiva unificación y pacificación de Occidente sólo haya sido un entreacto, rápidamente olvidado, de la tragedia, escrita con sangre, de la común patria”.ix Zweig nos expone la circunstancia histórica dentro de la que una determinada personalidad vive, pero nos presenta al mismo tiempo la grandeza de la circunstancia interna, de la actitud espiritual de ese individuo real frente al mundo que le toca vivir. Es decir, conocemos a aquellas personas que han entregado su vida sólo a sí mismos, y que obedeciendo a sus propias convicciones han sido libres, útiles, y que han encontrado en su preocupación por el otro la insignia de su sino.

Indudablemente, su preocupación primera es salvar a los humanistas, a los heraldos de la paz, del diálogo, de la razón, salvarlos del ruido con el que el mundo persistentemente los ha olvidado, a ese grupo de hombres y mujeres que se relevan en el tiempo para mantener viva la esperanza de la humanidad.

En ese mismo libro sobre Erasmo, Zweig nos brinda una idea básica que impregna su trabajo como escritor, cuando dice: “Humanista puede llegar a serlo sólo aquel que sienta aspiraciones hacia la educación y la cultura; todo ser humano de cualquier categoría social, hombre o mujer, caballero o sacerdote, rey o mercader, laico o fraile, tiene acceso a esta libre comunidad, a nadie se le pregunta por sus orígenes, su raza y clase social, por su idioma y nación”.x Y es precisamente en la educación de las nuevas generaciones donde él ve su cometido.

¡Digámoslo de una vez!, la tarea íntima de Zweig es educar por medio de la memoria histórica de la humanidad. Sus libros llevan no sólo la intención de informar del pasado, ya se dijo, sino de educar el mundo espiritual de las generaciones jóvenes.

En otra obra de Zweig, La lucha contra el mundo —ese minucioso libro sobre la obra de Romain Rolland—, el autor resalta el contenido de la carta que Tolstoi envía a Rolland y que parece ser otra columna básica de los principios morales del propio Zweig, a saber: “...sólo tiene un valor aquello que se propone unir a los hombres, y que sólo cuenta aquel artista que hace un sacrificio en holocausto de su convicción. Considera —sigue Zweig parafraseando a Tolstoi— que la condición previa de toda verdadera vocación no consiste en el amor al arte, sino en el amor a la humanidad”.xi Y es ese espíritu de amor a la humanidad lo que de inmediato se escapa al abrir las páginas de las obras de este biógrafo.

Su último ensayo, Montaigne, queda inconcluso en el papel. Quizás al quitarse la vida, Zweig lo concluye radicalmente al querer conservar, con ese acto fatal, la independencia de su espíritu frente a la calamidad que él ve inevitable en medio de la oscuridad de la Segunda Guerra Mundial. Al parecer comprende que en la calamidad del mundo su alma moral y artística no podrá ya sobrevivir. No podrá ser feliz, rodeado de la absoluta tristeza del mundo. No quiere presenciar —este hombre que atesora para la memoria los esfuerzos de los humanistas a favor de la paz y la solidaridad entre los pueblos—, no puede presenciar, digo, el derrumbe de la cultura, de la razón, del valor del espíritu humano creativo al cual él ha dedicado su vida entera.

Paradójicamente, en su también última novela, Novela de ajedrez,xii pequeña obra magistral, Zweig tal vez nos presenta su propia lucha consigo mismo. Quizás, en ese juego consigo mismo que ejecuta su personaje, “el señor B”, en esa escisión de una misma persona en un jugador de las piezas negras y un jugador de las piezas blancas, esté la misma lucha del escritor consigo mismo, en la que nadie parece salir derrotado, pero en la que ambos se agotan, es decir, en la que el mismo se agota... sin saberlo.

Me parece escuchar a Borges cuando escribe:

Dios mueve al jugador, y éste la pieza.
¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonías?

Muere un 23 de febrero por la tarde, junto a su segunda esposa. Son encontrados en su dormitorio yacientes sobre su cama. No se les realiza ninguna autopsia... Es correcto pensar que cuando Zweig escribe la primera palabra de su autobiografía, un año antes de su muerte, ya pensaba en el final cercano de su vida. Como también, permítasele al que escribe esta nota, suponer que la eutanasia consumada por Freud deja una impronta indeleble en su amigo, que de alguna forma la emula para acabar con su propio dolor espiritual.

En una nota póstuma, Zweig deja escrito: “Saludo a mis amigos, quizás ellos vivan el amanecer tras la larga noche. Yo estoy demasiado impaciente y parto solo”. Gabriela Mistral, su vecina y amiga de ese entonces, comentaría con profunda verdad: “Murió de guerra”.

 

Notas

  1. Stefan Zweig. El misterio de la creación artística. Sequitur. Madrid 2007. p. 11.
  2. Ibidem, p. 8.
  3. Brazil, Land of the future. The Viking Press. New York, 1941. p. 210 (el subrayado es mío).
  4. Obra citada. 2007. Página 26.
  5. Momentos estelares de la humanidad. Doce miniaturas históricas. Editorial Juventud. Barcelona. Octava edición. 2003.
  6. Castellio contra Calvino; conciencia contra violencia. Editorial Acantilado. Primera edición 2001. Reimpreso 2007. Barcelona. P. 196.
  7. La confusión de los sentimientos. Editorial Época. México. 1991. p. 11.
  8. Los ojos del hermano eterno. Editorial Juventud. Barcelona. Cuarta edición 1983. p. 74—75.
  9. Erasmo de Rotterdam. Editorial Juventud. Barcelona. Segunda edición. 1986. p. 97.
  10. Ibidem. P. 98.
  11. La lucha contra el mundo. Mateu—Editor. Barcelona. Sin fecha. p. 18.
  12. Novela de ajedrez. Editorial Acantilado. Barcelona. Sexta reimpresión. 2007.