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“Los dolientes”, de Ruth GikowRéquiem para quienes escribimos poesía

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Ya lo decía Pessoa: “¿Quién los leerá? / ¿A qué manos irán?”. Un extremo de la vida da el puntillazo sobre los versos escritos, deberemos los poetas dejar con vida propia los escritos si queremos que ellos perduren aunque sea en unos pocos ojos amigos. Es así de simple. Toda esa destilería de palabras con miles de sabores y de tonos, nada será cuando nos vayamos de este mundo ¿a otro? No lo sé.

Tal vez debemos escribir para el ahora, para los ojos que están alrededor, nada más. Cualquier adicional giro o “riego” sobre algún verso es sólo eso, ganancia. Los poemas son como los hijos, se deben dejar ir y que tengan vida propia, aquella que le logramos o no dar. Nada podemos hacer más allá de...

Hermoso cuando en el tiempo perduran los versos. Recitaron los niños de mi época en una escuela cercana la canción de la vida profunda y hasta la canción desesperada, y los amorosos de Sabines sé que aún se recitan en muchos faroles nocturnos al oído de muchas mexicanas. Carlos Fajardo Fajardo (poeta colombiano), en sus Poetas en la niebla, pone su grano de arena al rescate de varios de sus poetas favoritos, dándole validez a sus versos: a Nazin Hikmet, a Giovanni Quessep, a Alejandra Pizarnik, a Lêdo Ivo, a Vladimir Olan, y a otros. Sólo así unos pocos versos se logran colar en el futuro. Sin embargo, aún en Carlos (perdón por la familiaridad que me tomo) se logra entrever su angustia: “¿Adónde fueron los poemas de amor y soledad de ti?”, gracias a algunos como él, son pocos los que llegan a ese olimpo.

Hace poco, hurgando en la poesía de los anaqueles de mi madre, rescaté para una noche traviesa en una calda terraza marinera, a Julio Flórez, a Luis Carlos López, a Rafael Pombo y a Eduardo Carranza. Yo sé que esa noche les di vida en el saboreo de sus versos rimados, de esa época de oro de los piedracielistas, de esa época en que uno le tiene amor a sus zapatos viejos, de esa época en que Teresa era la musa de Eduardo, de esa época en que brotaban enternecidas las flores negras, en fin... me sentí rindiendo un tributo silencioso a esos versos que llevaban muchos años entre las hojas sepia de los libros de mi madre. Me sentí en una dimensión cuántica junto a ellos, junto a lo que para el mundo fueron y no lo que son ahora, presentes sólo en sus versos. Me sentí haciendo un tributo, dando sólo un poco de lo mucho que ellos me legaron. Después de esa noche y en una cercana en que saboreaba versos de Rubén Darío, he tenido aun más clara la certeza de que no sé qué será de mis poemas de soledad de ti, de soledad de mí, de nostalgia nuestra, de ésa mi melancolía colosal. ¿Cómo se leerán a futuro, si es que ello se hace, algunas pocas de esas parrafadas de ocultos mensajes, de aparentes códices cuya clave ni yo mismo conozco ya? En fin... sólo sé que nada sé.

Qué bueno sería que se dieran debates sobre este o aquel poema de un poeta, porque ello sería decir que hay un texto que está vivo o una rima que sigue viva. Ello implicaría necesariamente que hay lectores y analistas (dos al menos), y hasta llegaría a ocurrir eso que jocosamente Alí Chumacero dice: “Un poema es algo que prolonga lo que existe. (Eso lo aprendí de Martin Heidegger.) La poesía está en el aire: cada uno ve lo que quiere ver. Recuerdo que alguna vez me encontré en el Teatro Xola con José Gorostiza, de cuya poesía yo había escrito un pequeño texto. Se me acercó y dándome una palmadita en el hombro, me dijo: ‘Me gusta que mis amigos expliquen lo que yo quise decir en mi poema (Muerte sin fin)’. Era una broma hermosa”. Y aunque Paul Valéry dijera de su Cementerio marino: “Aunque haya querido decir, escribir lo que se escribió. Una vez publicado, un texto es como un aparato del que se puede servir cada uno a su antojo y según sus medios; no hay seguridad de que el constructor lo use mejor que cualquier otro. Por lo demás, si el autor sabe bien lo que quiso hacer, este conocimiento turba siempre en él la percepción de lo que ha hecho”, parte del supuesto de ser querido y leído (al menos), y en esa condición tiene toda la razón, pero... ¿qué se deja para aquellos que no van a ser leídos? Miles, millones de versos... esa es su suerte. La poesía vive cuando se lee, dicen algunos, y aquí creo que hago un réquiem por la poesía muerta. ¿En cuál de los dos bandos irá a estar la mía? ¿Habrá alguien que alguna vez dedique media de ron en otra terraza marinera a algún poema mío? Lo dudo, aunque... yo no lo sé de cierto.