Letras
Los argentinos de los indios

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“Los peruanos vinieron a este mundo
a sufrir”.

Yo, una vez, borracho.

1

En esta vida he vivido, primero, con mi papá, mi hermana, mi mamá y Elvia; después, cuando el padre se fue, con mi mamá, mi hermana y Elvia; posteriormente, dado que nos mudamos a un apartamento más chico, sólo con mi mamá y mi hermana. Pasaron los años, terminé el colegio, asistí a la universidad, viví por un lapso en una pensión del centro de la ciudad, persiguiendo la quimera de convertirme en escritor. De esta última etapa obtuve únicamente una gonorrea, un par de atracos a mano armada y siete relatos en primera persona.

Ahora, desde hace casi un año, vivo con el peruano. La cuestión se dio de la siguiente manera: cuando me otorgaron la beca tuve que hacer las diligencias de rigor. Visa, el formato I veinte, tiquetes. Con el viaje cercano, aún tenía por solucionar el problema de la vivienda. En esas estaba, averiguando, tomando precios, decidiendo, cuando un buen día me encontré con un correo electrónico de Alfredo. Estudiaba lo mismo que yo (la secretaría le había dado los correos de los estudiantes nuevos), su roomie acababa de ser aceptado en un programa de doctorado, tenía contrato en el apartamento por un año más. Había un buen cuarto, si me interesaba era mío.

Le respondí que bueno, que muchas gracias, que podía llegar a su casa, ver cómo nos iba con la convivencia, y que si todo marchaba bien, me quedaría. Fui especialmente claro sobre ese punto: primero teníamos que ver cómo nos iba viviendo juntos. No me iba a quedar un año con alguien que de plano me cayera mal; más siendo peruano. Se ofreció a recogerme en el aeropuerto.

Total, para no hacerla muy larga, el vuelo se retrasó en Atlanta y en vez de llegar a las ocho, como decía el tiquete, terminé arribando a medianoche. Después de reclamar mis maletas y disponerlas en un carrito comencé a dar vueltas por el aeropuerto en busca del peruano. Y bueno, ¿qué cara tendría el peruano? Pues cara de peruano, de indígena.

Antes de salir de Bogotá pensé en escribir para pedirle una fotografía, de modo que no fuera tan difícil, tan latinoamericano el encuentro. No lo hice, finalmente, aduciendo (y aplastando con esto mi idea) que pedir algo así era muy gringo y por tanto, medio nerd y, en últimas, medio tonto y hasta homosexual.

Como consecuencia, fracasé un par de veces al acercarme a dos mexicanos —¿chicanos?, todavía no los sabía diferenciar— que me miraban raro por mi acento y, tal vez debido a esto, se comportaban amablemente. Después de varias idas y venidas no quedó duda: se había ido. Averigüé entonces cuánto me podía costar el transporte desde el aeropuerto hasta mi destino, y tomé un taxi.

Al cabo de un rato llegué, bajé las maletas, le pagué al conductor y timbré en su casa.

—Soy yo —le dije cuando entreabrió la puerta.

—Ah, claro, sigue —respondió—, te esperé dos horas, pensé que ya no llegabas hoy.

En efecto, cara de peruano cincuentón, de indígena cincuentón.

Descargué las maletas.

—¿Has cenado?

A lo que tuve ganas de responder, cansado como estaba, contrariado por el viaje:

—Pues sí, peruano-de-mierda-que-no-fuiste-capaz-de-esperarme-malparido, a lo largo de mi vida he cenado muchas veces; ahora bien, si lo que quieres saber es si en esta noche específica he cenado (¡si cené!), pues no, no cené todavía.

Ya conocía yo esta peculiaridad peruana de usar siempre el presente perfecto; ya me había exasperado, pantalla de por medio.

En vez de eso le contesté:

—No, no señor.

Entonces, resarciéndose, me preparó una buena cena. Salmón, creo, puré de papas, arroz. Buen cocinero, empezaba a darme cuenta. Aunque él pensaba en sí mismo como chef diletante, según me dijo alguna vez (“cocinero, huevón, cocinero”, repliqué yo). Después, porque se lo pedí, me llevó a una bomba de gasolina; allí compre una tarjeta de llamadas y desde un teléfono público llamé a mi mamá. Él compró un paquete de seis cervezas. Regresamos a la casa.

En algún momento de la madrugada, estábamos más distendidos.

—Oye, Alfredo, ese apellido tuyo me suena... Bengolea; ¿no se llamaba así un comentarista de fútbol de tu país?

—¿Y tú como sabes eso?

—Yo no me perdía Goles en acción.

Era verdad.

—¡¿En serio, wao?!

—Sí, te lo juro.

—No te lo puedo creer.

Al calor de otra cerveza escuchamos uno de sus discos de vals peruano.

—De todas formas su apellido es Beingolea, con i —aclaró el peruano—, el mío es Bengolea..., en el Perú todos nos confundían.

—Sí, si hasta se parecen y todo.

—No jodas.

 

2

Alfredo Bengolea. Alberto Beingolea.

No se me olvida, no sé por qué, una vez que estaba viendo el programa de Beingolea, Goles en acción, y estaban haciendo algo así como un recuento de los mejores momentos de los mundiales, y Beingolea, de pie, con su bigotico, se tiró el rollo de que él había gritado todos los goles de Perú en los mundiales, desde luego, y, adicional a esos, había gritado otro, sólo uno, que resultó el que convirtió mi ídolo Freddy Eusebio Rincón (cómo te quiero, negro) por entre las piernas de Bodo Ilgner en Italia noventa, a pase del Pibe, que al principio de la jugada había recibido del Bendito Fajardo, quien a su vez recibió de Leonel que obstaculizó a Voeller que sólo quería hacer tiempo. O sea, este, el momento de mayor felicidad en mi vida. Antes de pasar las imágenes, mirando directamente a la cámara, muy a su estilo medio canchero —peruanamente canchero— y, por qué no decirlo, agradable, afirmó algo así como “todos estamos con Colombia, ¿no?, cuando Perú no juega los mundiales”.

Yo veía ese programa, o comencé a verlo, mejor, los domingos de diez a doce de la noche, porque estaba esperando La serie rosa, aproximadamente de doce a una, o de doce hasta que yo llegaba al baño, me limpiaba y volvía a la cama. La serie rosa. Vaya programa. Vaya cachondez española. En fin, Goles en acción entró en mi pre-rutina onanística de los domingos. Recuerdo que había otro tipo, Bruno Cavassa si no estoy mal, que hacía apuestas con los jugadores (segura copia de los argentinos), y un viejito muy querido, de apellido San Román, que una vez relató la historia del uniforme rosado del club Sport Boys. Después, se murió; todos muy tristes en el set. Yo también, a miles de kilómetros. Qué pesar. Creo que esa noche no me masturbé, de puro respeto. O a lo mejor, sí.

A principios de los noventa, será por todo el tema de la apertura económica o por el de la piratería —da igual—, mi televisor se vio invadido por la señal de cable. O por la señal de la antena parabólica, que es como todo el mundo la llamaba entonces. Las antenas parabólicas comenzaron a verse a lo largo y ancho de la ciudad, coronando edificios o desparramadas en cualquier lote, cual naves espaciales. Daba la impresión de que en este caso el tamaño importaba. Todavía se ven por ahí, inútiles monstruos en reposo. Lo cierto es que era tal la proliferación de canales peruanos que todo el mundo comenzó a decirle la perubólica. Aunque no sólo había canales peruanos; entraban un par de brasileños (con los cuales aprendí dos cosas: que escanteio significa tiro de esquina y que pasaban también cosas muy chéveres en un espacio llamado La sexta sexy); una recatada Televisión Española, señal internacional; incluso nos entraba hbo, junto con otro puñado de canales norteamericanos. Al poco tiempo de tener la parabólica yo ya era un experto en su programación (trece, catorce, quince años: absolutamente nada que hacer); y al cabo de unos meses ya era un asiduo de La serie rosa (por tanto, de Goles en acción), seguro porque algún compañero del colegio me pasó el dato.

 

3

En los primeros días de mi estancia en esta ciudadfronteriza —semestre de otoño de dos mil cinco— todo estuvo muy calmo. Alfredo, muy querido (peruanamente querido, que equivale al doble de queridura de por lo menos un colombiano, así queridura no sea una palabra castiza, pero se entiende. Eso y que en Colombia decimos que alguien es querido, queriendo decir en realidad que es amable), me condujo en su carro para hacer todas las diligencias. Sacar el social security, comprar cama, portátil (para el cual me prestó su tarjeta de crédito; se lo pagué a plazos), inscribir materias, etcétera. También me enseñó a cocinar todo lo que actualmente sé (puré de papas, arroz, una vaina francesa para desayunar, Frosty) y hasta a lavar ropa, pues nunca lo había hecho. Todas las noches tomábamos cerveza o bourbon. A veces nos visitaban otros peruanos, amigos suyos de la universidad. También un chihuahuita, del que me hice muy amigo. Se daba por descontado que siempre se reunían en nuestro departamento, traían cerveza o postre, y Alfredo cocinaba.

En alguna de esas reuniones conocí a Emiliana.

No me gustaba mucho tener que lavar toda la loza, enguayabado como quedaba en las mañanas, hecho polvo (aunque a veces Alfredo o Emiliana, cuando comenzó a pernoctar, echaban una mano), pero mi decisión, pasado el periodo de prueba, fue quedarme a vivir con el peruano. Francamente, estaba muy bien, sin ningún motivo de queja. Un gran tipo, Alfredo, con sentido común, decente, culto pero no pedante como sus compatriotas (sería por lo borracho, sería por lo viejo, aunque no era tan viejo: 53) y, además, y sobre todo, buen cocinero. No me llevó mucho tiempo obsesionarme con la comida peruana. Mis favoritos: el chupe, el ají de gallina peruana, cualquier versión del ceviche. Bromeando con los peruanos en alguna reunión, borracho, lo comencé a llamar papi. Papi Bengolea. Todos se rieron, e incluso en privado comentaban cómo le había alegrado la vida al viejo.

Sumado a lo anterior, la universidad consumía todas mis energías, pues fuera del estudio tenía que trabajar para mantener la beca, y era reconfortante llegar a casa, cansado después de clase, nueve y media de la noche, y encontrar a Alfredo que siempre salía de su cuarto, vaso de bourbon en mano:

—¿Has cenado?

—No señor —respondía con cara de niño abandonado—, pero no te preocupes, yo me hago algo ahora, rápido, un sanduchito.

Y él que no y que no, y ponía música y se metía a la cocina y al ratico terminábamos bebiendo. Era inevitable que siempre escucháramos valses peruanos, que al principio llegaron a exasperarme y ahora me gustan, pero en algún punto también escuchábamos mi música, que en realidad eran unos cuantos discos compactos que había alcanzado a echar en la maleta. Carlos Vives terminó imponiéndose, sobre todo aquella canción en donde canta un par de oraciones en inglés, esa le encantaba. Es mi favorita, proclamaba borracho, qué buena es.

Me parece estarlo viendo en estos momentos.

 

4

Habían transcurrido un par de meses y esa noche llegamos a cenar donde Martín Pérez de Cuéllar, limeño, profesor adjunto del Departamento de Literatura de la universidad, amigo de Alfredo desde su arribo a la ciudad. Era viernes en la noche, y seguro que Alfredo sintió pena de verme ahí sin nada que hacer (no sé por qué nunca les caí bien a los compañeros de estudios, nunca me invitaban a sus reuniones. Seguro Emiliana andaba con ellos esa noche).

En su casa estaba relajada, dicharachera, toda la comunidad peruana que yo había ido conociendo con sus respectivas parejas, Pedro Muñoz-Nájar, Pablo de Piérola, Alejandro Silva-Santisteban, Julito Amat y León. Charlaban animadamente sobre la controversia surgida en Lima entre dos figuras públicas, uno, un blanquito de los que ostentan todos los privilegios; el otro, un cholo que en mi imaginario bien podía ser cualquiera de los que ocupaban el recinto. Pues resulta que se pelearon por alguna tontería, llegando a instancias tan básicas como mentarse el respectivo linaje; a lo cual el cholo, cholazo de hierro, hizo su tarea en la Biblioteca Nacional y corroboró (publicando un artículo en La Nación) que el blanquecino no tenía razón para ser tan engreído, ya que sus ancestros habían llegado a Lima a montar un negocio de recolección de basura; de manera que así había empezado su aventura americana: recogiendo basura.

Todos, no sé por qué, estaban fascinados con la anécdota. O tal vez sí sé: porque todos eran indiecitos, cholos inteligentes y retacones; felices con el ingenio de su gente en contra de los gringos que los tienen por indiecitos por redimir. No es el caso, pero en el Perú se le llama gringo a cualquier extranjero blanco. No así en Colombia, en donde gringo es sólo el estadounidense wasp. Tal vez la que ya mencioné era la causa, la solidaridad, pero no puedo estar seguro. A lo mejor este grupo de importantes intelectuales latinoamericanos estaba por encima de esas pequeñeces.

Como sea, ahora es difícil preguntarles. A mí todo me parecía bastante tonto y pedante, no obstante, en la medida de mis posibilidades, trataba de poner atención, amén de emborracharme sin hacerle mal a nadie. La mujer de Pérez de Cuéllar me lanzaba miradas lascivas, o eso me parecía a mí. Alfredo estaba en la cocina metiéndole mano a la cena y cada tanto circulaba por la sala a ver cómo estaba todo y para constatar, creo, que yo me estuviera comportando. Por todas las causas posibles, entonces, el comentario de Silva-Santisteban me cogió fuera de base. Seguro había advertido el constante cruce de mi mirada con el par de buenas y anfitrionas nalgas incaicas. Por otra parte, tampoco tiene nada que ver, a los colombianos nos va bien con las peruanas.

—Juan, ese apellido tuyo procede de España, ¿no es cierto?

—Creo que sí —respondí después de una pausa.

—Porque Juan llegó acá, al decir del poema de Vallejo, como son su mal de tierra suntuosa, ¿no les parece? —tomó la palabra de Piérola, un mamón insufrible. Era Perú contra Colombia, en cancha neutral y con inferioridad numérica. Todos me miraban.

—Sería interesante saber sobre tus antepasados, ¿sabes algo?

No había rastro de Alfredo cuando respondí. Pero primero me bajé lo que me quedaba de cerveza. La séptima. Y como dicen en ciertas películas, cuando el protagonista resuelve acometer un acto de difícil ejecución, algo hizo clic en mí.

—Pues fíjate que sí, Pablo. Los Hincapié llegamos a Medellín, primero, y montamos un negocito de azotar indios en la plaza pública; por unos años marchó muy bien, pero después todo se complicó con la irrupción de esta gente de Derechos Humanos, tú sabes cómo se ponen a veces.

Silencio total.

Salí hacia la cocina. Alfredo lo había oído todo y tenía la mano en la cabeza, mientras negaba.

—Papi, como que nos tocó irnos. Me dijo que saliera por la puerta trasera y que lo esperara en el carro.

Cuando se me pasó la risa, ya en el Ford, camino a casa le propuse que pasáramos por unas cervezas, una de bourbon, algo.

—Yo invito. Y si quieres vamos por unas hamburguesitas al Whataburguer, pero no te me pones mamón con que está fea y te la comes toda.

Era imposible comer con Alfredo fuera de casa, siempre comentando sobre la comida: “A esta carne le falta, el arroz se les pasó, los espárragos saben a caucho...”.

—Y fuera de eso exige, el bebé, ¡qué tal ostra!

Así me decían Alfredo y Carlos, el chihuahuita: bebé, el bebé. A Carlos también lo invitamos y allá llegó con la siempre significativa compañía de José Alfredo Jiménez. Cuando retorné con las cervezas y las hamburguesas, Alfredo reía.

—¿Cómo se te ocurrió, conchaetumadre?

Hice alusión a la sed de venganza que teníamos los colombianos desde que Vargas Llosa le dio en la jeta a Gabo.

Reímos por un buen rato. Casi no podía manejar. Nos tocó hacernos a un lado de la calle.

 

5

Alfredo es hincha del Alianza Lima; yo del Sporting Cristal. Su padre lo llevaba al estadio de Matute con regularidad, cuando era chico. Esto era antes de que se volviera poeta y chef, sin duda, aunque el aliancista persiste. Su hijo Gabriel también es “grone”. Yo, por mi bogotana parte, me hice del Cristal, pues este equipo pasaba por su mejor época justo por el periodo de la perubólica. De hecho, recuerdo un gol de tiro libre del Ñol Solano como uno de los más bonitos que he visto. Fue en una semifinal de la Copa Libertadores, contra Racing de Avellaneda, al palo del arquero. Desde la cámara de atrás se aprecia con total nitidez su maestría. Era un equipazo, ese Cristal, lástima que sucumbiera en la final. Desde nuestra sala, borracho, entoné en más de una oportunidad el himno del citado club, que a cada rato pasaban por Goles en acción. Este himno es un verdadero monumento a la inocencia, tal vez por eso no lo olvido:

...La actitud positiva que tenemos,
Hará que siempre, seamos, campeones,
Vamos todos, la fuerza ganadora,
Siempre campeones, siempre primeros...
Ese es Sporting Cristal... Cristal... Cristal...

—¡Cállate, mierda! —ordenaba el viejo, que entre sus posesiones más preciadas contaba una toalla de los íntimos de La Victoria. Se la había regalado su hijo.

Carlos, el chihuahuita, y la pobre Emiliana quedaban perdidos. En Ciudad de Chihuahua es poco lo que se practica este deporte; Emiliana siempre ha vivido en la luna. Los mexicanos son como raros.

 

No recuerdo el momento con exactitud, pero seguro que con el cambio de milenio dejamos de observar en Colombia, al menos de manera gratuita, los canales peruanos. Sin duda, tuvo que ver con la legalización de la televisión por cable que dentro de su oferta no consideró los canales de aquel país. Como sea, en mi imaginario y en el de muchos de mis compatriotas, todo lo peruano quedó marcado y todos los peruanos vendrían a ser juzgados por lo que mostraba su televisión.

Entonces, como es apenas comprensible, para mí fue una verdadera revelación descubrir a los grandes de su literatura, César Vallejo, Vargas Llosa, Bryce, Ribeyro (quien en uno de sus relatos se ocupa de esos temas —arribismo, identidad, gente que tiene conciencia de su lugar pero no acaba de hallarlo— de una manera muy superior, sin duda. No es mi culpa que sea un genio). Vaya literatura que tienen.

Tuve la misma revelación al toparme en una pequeña ciudad del estado de Texas con este nutrido grupo de importantes intelectuales, siempre prolíficos e inteligentes, con los que traté de abordar estos temas del deporte y otros, no siempre con resultados positivos, a veces ni siquiera con resultados. A mi juicio, están totalmente fuera de lugar. Es pertinente valerse de una expresión típicamente gringa para comentar su situación: tenían —espero se entienda— la cabeza up their own ass.

Básicamente, yo quería abordar cinco premisas:

  1. El Sporting Cristal. La horrible situación del fútbol peruano. ¿Sabías que ahora hay un equipo que se llama César Vallejo?
  2. ¿Por qué los peruanos siempre se pelean con sus vecinos? ¿Por qué no quieren a chilenos, ecuatorianos, argentinos? ¿Por qué no quieren a nadie?
  3. Televisión de tu país. Las mil y una de Carlos Álvarez (excelente programa); la señora que estaba como demente, Magaly. La locota del Jaime Bayly, quien además escribe muy bien.
  4. El golazo del paraguayo Jorge Amado Nunes, también de tiro libre pero de zurda, que mostraban en la presentación de Goles en acción, domingos diez a doce de la noche. Jugaba para Universitario, el paragua. Universitario es el otro grande del fútbol inca.
  5. ¿Por qué (no sé si todos los peruanos), Alfredo, por qué tú y tus amiguitos dicen Sudamérica en vez de Suramérica?

¿Qué más sé del Perú?

 

6

Cuando arribé a El Paso, Alfredo cursaba el último semestre de maestría, uno de los dos correspondientes al proyecto de tesis, que en su caso fue un libro de poesía. En realidad, y no lo digo porque sea mi papi, su libro estaba muy bien. Poesía fina, vibrante a veces, realmente de muy alto nivel. Hablando de alto nivel, beodos o en camino de estarlo, yo nunca tuve inconvenientes en confesar mi debilidad por el más grande poeta que haya existido, don César Vallejo. Alfredo, en un rasgo bastante peruano —bastante latinoamericano, si a ello vamos—, decía que tampoco era para tanto, que, como todo el mundo, la había cagado alguna vez. Entonces, yo iba por mi edición de poesía completa y lo desafiaba a encontrar algún poema que estuviera más o menos, “pero encuéntralo, gran hijueputa, que aquí voy a estar”, y se nos iba toda la tarde leyendo poesía y bebiendo, y ahora que lo pienso, pasándola realmente bien.

Con sus amigos, importantes profesores y estudiantes de doctorado, también llegamos al tema. Todos comenzaban sus oraciones de la misma forma:

—Mira, lo que hizo Vallejo fue básicamente...

 

Concluido ese semestre, Alfredo tomó la opción de trabajo remunerado por un año. No tenía ningún afán de regresar a Lima, en donde de seguro lo esperaba un trabajo de profesor en alguna o varias universidades. Trabajo en serio, no como el que los estudiantes nos topábamos en El Paso, que era menos de medio tiempo y, en palabras de Alfredo, “quedaba tiempo para huevear”.

Por consiguiente, también compartimos residencia en el primer semestre de dos mil seis. Durante este periodo las cosas con Emiliana fueron tomando un cariz más serio, a tal punto que comenzamos a contemplar la opción de vivir juntos. Así se lo comuniqué al viejo: después del verano era mejor que buscara otro compañero o algo, teniendo en cuenta que todavía le quedaban seis meses del permiso de trabajo. Lo tomó bien, por supuesto, como el caballero que era (es). Nos deseó la mejor de las suertes.

Las cosas no son fáciles para los estudiantes en los meses de verano, toda vez que el dinero de la beca sólo cubre los nueve meses de estudio, de septiembre a mayo, por lo que en los tres meses de calor lo más sensato es 1) conseguir trabajo en la universidad o 2) devolverse al país de origen. A Alfredo y a Carlos, el chihuahuita, les asignaron un par de cursos; Emiliana retornó a su país. Yo me fui para donde unos primos que tengo en Filadelfia y allí conseguí trabajo en un restaurante. Otra historia.

Para el inicio de nuestro segundo año de estudios, Emiliana y yo conseguimos un sitio muy agradable; Alfredo convivió por un tiempo con el chihuahuita y familia, y en agosto se mudó a un pequeño departamento, en el que vivió hasta que le llegó la hora de devolverse a Lima, en enero de dos mil siete. Nuestra relación no se enfrío, todo lo contrario, seguimos siendo muy amigos, y nos vemos con regularidad.

Al irse (consiguió un vuelo muy barato que salía desde Ciudad Juárez) Carlos, el chihuahuita, Emiliana y yo, pero sobre todo yo, resultamos herederos de todo o casi todo lo que el viejo tenía. A mí, a guisa de ejemplo, me dejó su vehículo, el cual con probidad le pagué en cómodos cuotas. Cabe anotar que esta era la única manera en que yo podía adquirir un automotor.

La noche que antecedió a su partida, nos reunimos en donde Carlos. Bebimos un poco, cenamos, nos dimos abrazos. De sus amigos peruanos asistieron Pablo y Martín. Yo estaba triste y apenas reparé en ellos, en la explicación que regaló el primero sobre una ponencia que estaba redactando.

Carlos lo condujo al aeropuerto. Por no sé cuál motivo, sólo le permitieron subir una maleta. La otra se la trajo de vuelta el chihuahuita, permaneció en un armario de su casa hasta que se fue de la ciudad; momento en el que me la pasó a mí, y yo la cuidé lo mejor que pude, y cuando le escribía al viejo, después de preguntarle cómo le iba y cómo estaba Gabriel y cómo estaba Alianza, le decía que ahí estaba la maleta, que qué hacíamos, pero Alfredo nunca hizo mención sobre el tema.

Y ahí todavía debe de estar, en la parte de arriba de nuestro clóset.