Letras
“Gringadas”, de Juan Fernando Hincapié
“International Face” hace parte del libro Gringadas, publicado por Ediciones B Colombia en junio de 2010.
International Face

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Llevaba tres semanas trabajando en Tierra Latina. Nada que no pudiera manejar: servirles el agua a los que iban llegando, llevar los platos sucios a lavar, limpiar mesas, volverlas a poner, barrer, trapear.

En fin, trabajo de verano.

Poco a poco fui conociendo a los compañeros. Estaba Przemek, polaco, estudiante de maestría en Ciencias Políticas, encargado de indicarme cómo funcionaban las cosas la primera tarde que llegué, y estaba con Larry, quien exasperado me enseñaba cómo se marcaba la tarjeta de entrada en el computador, y Przemek venía entrando y Larry, el judío, lo encargó de aleccionarme.

Un tipo inteligente, Przemek, aunque algo frío y tal vez hasta indolente, como algunos europeos con los que me he topado. O será que nosotros nos la pasamos quejándonos. Mas buen tipo, sin duda, gran sentido del humor. Todavía nos contactamos de vez en cuando. Tenía buenas relaciones con todo el mundo. Los mexicanos y el ecuatoriano de la cocina le decían Chemek. Conversábamos mucho; hablaba buen español, que había aprendido en Ciudad Juárez. “¿Qué coño hacías en Juárez?”, le pregunté yo, “¿cómo llegaste a la costa este?”. No me acuerdo qué respondió, o si se dignó a responder. Sin duda debí de referirle mi antecedente paseño.

Przemek vivía con una gringa que de vez en cuando se dejaba caer por el restaurante. Era fea, pero buena persona. Whitney, Waki, Webis, no recuerdo su nombre. Nunca tuvimos problemas con el asunto de las propinas, que los meseros repartían al final de cada turno.

Por supuesto, Przemek era mesero. Aunque había entrado dos años atrás sirviendo el agua, limpiando mesas..., como yo.

A Hisham, marroquí, no lo vi el primer día, pero nos hicimos buenos amigos fumando bareta en la parte de atrás, al lado del bote de basura. En su país había estudiado para camarero, luego sabía exactamente lo que había que hacer y cómo; los gringos que allí laboraban, niños ricos de suburbio, no tenían otra opción que respetarlo; él, árabe, oscuro, con perfecto español, inglés, árabe, hacía su trabajo, sacaba su buena pasta y se iba para su casa. No le interesaban las charlas con nadie, el mingle, no lo necesitaba, no tenía que mostrarle a nadie fotos de su familia, ni dar los diez dólares para el regalo del judío en su cumpleaños.

Yo tampoco los di, a pesar de que la que recolectó fue Lee —ya hablaré de la hermosa Lee, primero los amigos. Me hice el bobo.

En los primeros días nos unieron pequeñas ráfagas de insultos que soltábamos al cruzarnos en medio de la labor.

—¡Gringos hijos de puta!

—¡Yanqui soberbio y mal nacido!

—¡Gonorreas: por qué tienen que hablarle al que sirve el agua; al water boy no se le habla!

Hisham, dado que en el pasado había convivido con colombianos, sabía que esta venérea es de nuestros insultos predilectos.

—¡La puta que los parió a todos!

Cosas por el estilo.

No se me puede culpar: nunca había trabajado en esto, y recién descubría lo mal que la pasaba yo mientras los gringos la pasaban bien, comiendo en familia, contentos, ingeniosos, un vinito, un chiste flojo con el pendejo que sirve el agua, con el mesero. Hisham se había vuelto un experto para torearlos, desde luego, por lo cual era una verdadera maravilla verlo atendiéndolos, todo sonrisas, y después pasar por mi lado y romper en improperios, que yo devolvía magnificados.

Nos caíamos bien. O a mí me caía tan bien que ni siquiera era capaz de impugnar su más que sospechoso reparto de propinas.

Siempre, cuando salía el último comensal, amén de las labores de aseo, los meseros cuadraban cuentas con el gerente de turno. Siempre, Facundo y yo y los otros de nuestro rango nos sentábamos por ahí a tomar vino o cualquier otro trago que los clientes hubieran abandonado, en espera de que nos dieran nuestros dolaritos, que no eran muchos, pero eran algo.

Al no tener licencia para vender licores, Tierra Latina permitía al público traer su propio trago. En general, entrada la noche, la gente arribaba con su botellita de vino o de vodka o de algo. No faltaba el gringazo, sin embargo, que llegaba arrastrando una mini nevera, y eran tales las borracheras que se pegaban, que 1) podían servirles cualquier cosa y se la comían sonrientes, untándose, y 2) dejaban alguna gota o la mitad de la botella o incluso botellas sin empezar.

 

Recuerdo una conversación que sostuvimos con Hisham sobre quién era la escoria del mundo. Yo salí con todo a decir que, no cabían dudas, la escoria del mundo éramos los colombianos, despreciados aquí, allá y más allá, humillados en los deportes, en aeropuertos, en cárceles..., que se diera un paseo por la cocina a ver cuántos hablaban inglés, sólo latinoamericanos pobres, honrados, trabajadores, ignorantes, feos, explotados. Que cómo era posible que yo, sí, yo, la más grande promesa de la literatura andina, Arturo Bandini, estuviera sirviéndoles el agua a estos cabrones gringos ricos que podían prodigarse estos placeres las veces que se les diera la gana mientras que en Colombia, cuando alguien invita a restaurante es que sucedió algo extraordinario y después el pobre marrano que paga la cuenta termina por lo menos seis meses endeudado, reportado en Datacrédito, embargado...

Lo bueno de hablar con Hisham: permite, gusta, incentiva mis pasadas de lengua, mis constantes peroratas en contra del imperio. Un interlocutor de gran nivel.

Aunque claro, con todo, se me iba la mano. Menos mal Hisham hasta para interrumpir era bueno, con su perfecto español de Barcelona, de ilegal de Barcelona: “No, Juan, no digas eso, cómo se te ocurre, una mirada hacia esa parte del mundo no te caería mal, piensa, infórmate, lee”.

Y razón no le faltaba, por lo que me permito esta pequeña digresión para levantar la voz y decir: solidaridad con el pueblo árabe. Una solidaridad del tipo no puedo hacer nada, no voy a hacer nada, pero qué cagada.

(No tengo idea de lo que estoy hablando).

 

Con Facundo entré predispuesto: es argentino, el cabrón. Además, era mi superior directo, es decir, el otro que servía el agua, recogía las mesas, etcétera. Mi arribo a Tierra Latina, a la importante posición de bus boy, que es como se llamó mi trabajo por ese periodo, significaba una perspectiva de ascenso para él, por lo que yo pensaba que esa era la causa por la que el tipo fuera amable, pero no, resultó que era buena gente, bien intencionado —una buena persona, en suma—, porque así le salía. Se portó muy bien conmigo, llevándome y recogiéndome de la casa de mis primos, en donde permanecí arrimado en el sótano lo que duró el verano.

Tenía veinte años, Facundo (se mudó con su familia desde Argentina cuando contaba once), un pibe, menor que Przemek, Hisham y yo, razón por la cual nos miraba con respeto, incluso a mí, que era el soldado más raso. Fue mucha la marihuana que nos fumamos. Le encantaba el fútbol también y ese fue el motivo principal por el que nos hicimos amigos, ahora que lo pienso. Todos los lunes jugábamos con los de la cocina y con unos guatemaltecos que llegaban al parque. El lunes era el único día que el restaurante no abría al público. Hisham siempre amenazaba con que iba a ir, pero nunca fue. Decía que jugaba de volante de marca. Przemek era tronquísimo.

Esos eran mis amigos: Przemek, Hisham y Facundo.

También trabajaban allí un mesero maricón de Chiapas, loca histérica e ignorante que nunca soporté; un manizalita, Jorge, lavando los platos (me llamaba Bogotá, y todas las semanas me pedía plata, que naturalmente le negaba. Pero era muy simpático); Darwin, ecuatoriano, en la cocina, siempre me tenía comidita al final del turno... En fin, otros esclavos. No los recuerdo a todos.

De esa forma estaba dispuesto el restaurante: nosotros los extranjeros y ellos, los gringos, los yanquis, los norteamericanos —Lee entre otros—, como quince entre hombres y mujeres por ahí revoloteando, siendo gringos, sumando sin problemas en la cuota para el regalo de cumpleaños de Larry, el judío homosexual a quien prometo no volver a insultar, no porque no lo merezca sino porque se me gastan los insultos.

 

En El Paso, todavía en dos mil cinco, comiéndome las uñas desde una oficina, en soledad, escuché uno a uno los últimos partidos de la eliminatoria suramericana que arrojaron como resultado otro mundial sin Colombia, el segundo en línea, pues también faltamos a Corea y Japón dos mil dos. Por televisión era imposible pescarlos, pero con conexión a Internet se podía sintonizar alguna emisora de mi país. Fui especialmente miserable cuando el negro Zalayeta nos convirtió el tres a dos en Montevideo, después de haberles empatado con dos golazos (según gritó el comentarista radial). Estaba devastado, por si hace falta reafirmarlo, y la distancia lo hacía peor, pero, con todo y mi duelo, con la llegada del verano de dos mil seis, tenía planeado, por el medio que fuera, observar el mundial en su totalidad.

Lo intenté en la universidad, conseguir algo por los meses de verano: no se pudo. Era ilegal, pero pugné por trabajar fuera del campus: nada. Por consiguiente, le anuncié a Alfredo, el peruano con el que vivía, que mayo era el último mes que viviríamos juntos. Lo tomó bien. Les escribí un correo a mis primos —a Sandra la mayor, en realidad, pero con copia a todos—, quienes después de siete años me habían visto la Navidad anterior: la pasamos bien en ese corto periodo vacacional; a mi regreso a El Paso permanecimos en contacto, de modo que no tuvieron mayor reparo en recibirme. Adquirí un tiquete, arrumé mis pocas pertenencias en la casa de un amigo de fútbol, me despedí de Emiliana, quien retornó a su país, y arribé a Filadelfia, creo que en los últimos días del quinto mes del año.

Haraganeé la primera semana. O mejor, intenté pasivamente conseguir algo. No se lo comuniqué a nadie, pero mi prioridad era encontrar un trabajo que me permitiera observar el mundial en toda su majestuosidad. Hubo un contacto con una agencia de traducción; nunca me devolvieron la llamada. Por una madrugada, gracias a un anuncio, uno de mis primos me acompañó a repartir el periódico. El jefe era agradable. No obstante, después de seguirlo por tres horas en su labor, mientras me enseñaba la que iba a ser mi ruta, me di cuenta de que podían surgir toda clase de problemas con este oficio. Además, me tocaba pedir el carro prestado, echarle gasolina, etcétera. Evité sus llamadas en los días posteriores.

Coincidencia o no, un día salí a caminar y divisé el restaurante. Tierra Latina, cocina latina gourmet, rezaba la pancarta. “Tiene que haber algo para mí”, me dije. Entré y hablé con el judío, quien lo primero que me dijo fue que me parecía a un amigo suyo. A los dos días me llamaron.

Coincidencia o no, ese día, el día de mi primer día, junio nueve del año dos mil seis, comenzaba el décimo octavo mundial de fútbol de la historia.

Antes de ingresar a turno, evento que entre semana se daba a mediodía, alcanzaba a seguir el primer partido del día, y ya en Tierra Latina observaba el resto. En uno de los salones había un televisor de por lo menos cuarenta pulgadas. Sin que se notara mucho, los hinchas futboleros rondábamos de más por allí.

Por un par de días no dejamos en paz al pobre polaco, después del baile que le pegaron los hermanos ecuatorianos a su país, dos a cero que claramente debieron ser más. Ya en un partido de preparación la alicaída selección Colombia los había vencido dos a uno en la ciudad de Chorzow, que no tengo idea cómo se dice en español. “Oye, Chemek, qué gran nivel el de Polonia”, lo provocaba yo, para obtener una de dos respuestas, acompañada de timorata sonrisa: “Vete a la chingada” o “Fuck off”. Lo que sí nos dolió a todos fue el gol que les convirtió Alemania en el último minuto, en su segunda salida. Przemek estaba desolado.

El 24 de junio, lo sé porque acabo de corroborar la fecha, ese sábado, Argentina jugaba los octavos de final en contra de México. Antes de ingresar al trabajo, antes del partido, Facundo y Hisham me recogieron. Acudimos a un bar, no lejos de Tierra Latina. Con el uno cero a favor de los mexicanos, tres cervezas encima, Facundo exclamó:

—Si perdemos yo no voy. Me hacen mierda esos mexicanos.

—Tranquilo, huevón —traté de consolarlo. Faltaba mucho.

Y no sé por qué (bueno, sí sé, porque de alguna forma me enterneció el cabrón), pero de albergar un sentimiento neutro hacia esta confrontación, me incliné claramente por los suramericanos, quienes en tiempo extra terminaron imponiéndose, al tiempo que un argentino, un colombiano y un marroquí saltaban y se abrazaban en un bar norteamericano.

Algo más de Facundo: hablaba perfecto español, pero no podía escribirlo. Nunca había retornado a su país, y casi podía afirmarse que el único vínculo que lo unía con Argentina era el futbolístico, si bien no era muy buen jugador, sí comprometido y solidario. Era hincha televisivo del club Boca Juniors, como tantos otros pendejos. Un domingo, en medio del cansancio de la jornada, declaraba cosas como:

—Mañana quiero jugar fútbol todo el día.

Como sea, por disparos desde el punto penal, un par de días después, los alemanes eliminaron al buen equipo argentino. Los alemanes nunca han perdido una definición por penaltis en copas del mundo. Que valga el dato.

 

En realidad, no llevaba tres semanas en el restaurante, llevaba un poco más, cuando Facundo me dijo:

—Ché, Juan, sos igualito a un amigo mío del colegio. La misma cara.

Era cuatro de julio. El judío había organizado una fiesta para los empleados. No para todos, desde luego; no se vio por ninguna parte a Darwin ni a Jorge ni a ninguno de los de la cocina, tan latinoamericanos como Facundo y yo, pero oscuritos. Esa tarde, sin nada que celebrar, yo estaba cómodamente instalado en el sótano de la casa de mis primos jugando Play Station cuando Facundo y Przemek pasaron por mí. No me pude negar. Al menos vería a Lee, de quien para la fecha ya estaba clarísimamente enamorado. No era tan bonita, la verdad... Era... yo no sé lo que era, pero me encantaba. De pronto se parecía a Emiliana.

En cuanto a Emiliana, hablábamos por teléfono un par de veces a la semana. Estaba en Acapulco, en el D.F., la pasaba muy bien, asistía a conferencias, a encuentros de jóvenes escritores. ¿Yo?, desde luego que la quería, pero estaba en Acapulco, en el D.F....

 

Hay alguien de quien no he hablado: Vanesa. Vanesa, la hostess, que yo no sé por qué razón había pasado unas vacaciones en Bogotá, motivo por el cual se interesó en mí. De hecho, ella estaba presente el día que Hisham me dijo, una vez que olvidé dejar las gafas en casa (siempre lo hacía cuando acudía al trabajo):

—Juan, con esos anteojos te ves exactamente igual a un primo mío de Casablanca.

Por cierto, Hisham no acudió a la fiesta del cuatro de julio. Él no asistía a este tipo de eventos, y si yo fuera más inteligente tampoco lo haría.

Pero bueno, Lee se hallaba de cuerpo presente y estaba en la misma mesa con Facundo, Przemek, Vanesa, la mesonera (me encanta la traducción de este vocablo), Rachel —mesera a la que yo llamaba Raquel y se emocionaba—, otro par de gatos y un servidor.

Había trago y comida en abundancia. Casi ni parecía un evento auspiciado por el rácano Larry, judío de oficio.

Bebimos, bebimos y bebimos un poco más. En algún momento, no sé a cuento de qué, comencé a relatar lo que me había sucedido un par de días atrás, al atender a una mujer de unos treinta y cinco años, pelirroja, no del todo apestosa, que raramente había llegado a almorzar en soledad. En el momento de servirle el agua, mientras miraba la carta, con mi rutinario inglés de colegio bilingüe bogotano:

—Would you like some water?

Se tomó su tiempo en responder. Levantó la vista hasta empatarla con la mía. Finalmente, lo dejó salir:

—Do you have an accent or do they make you speak like that? —me preguntó la muy puta.

Realmente me indigné en ese momento. Pero ahora lo contaba por lucirme. Me excedí en los gestos, como correspondía, en la dicción, en la mala leche. Przemek me cortó muy a su estilo:

—Juan, relájate, al menos no eres negro —dijo en español, mientras le daba otro sorbo a su cerveza, el polaco de la mierda. Facundo rió.

Yo comencé a elaborar a partir de su respuesta, que daba para mucho, pero me interrumpió de nuevo, esta vez en inglés:

—Ahora que te agitaste hiciste los mismos gestos de un amigo serbio con el que estudié en la universidad en Finlandia. Se llamaba Dussan. La misma cara.

Contra todos los pronósticos, sin soltar su trago, fue Lee quien habló:

—Juan, you have an International Face—en su “Juan” había un claro esfuerzo por imitar la jota española.

Todos nos reímos. Seguimos bebiendo. Alguien puso salsa.

International Face.

Lee me rechazó, pero Vanesa, la hostess, salió a la primera.

Estaba buena. Ambos estábamos prendidos.

—How does it feel to have an International Face? —me preguntó en medio del baile.

—It feels ok; although I’d much rather have an International Cock, but thank you —no tuve problemas con el inglés, casi totalmente prendido como ya estaba. Nos dimos un beso. Sentí su lengua rastrillando mi garganta.

—We can always fix that.

Pasado un rato, el judío dio por concluida la fiesta y todos terminamos en un parque cercano, contemplando el espectáculo de juegos pirotécnicos. Estaba oscureciendo. Yo me seguía chupeteando a Vanesa sin mayor recato. Lee estaba ahí, Facundo, Przemek, Rachel. Poco después de inquirir por la fecha de la independencia polaca (para la nuestra faltaban solo dieciséis días, después de todo. Yo me estaba tomando esta celebración como un adelanto de mis fiestas patrias) fui a orinar y vi cómo Przemek metía su mano por debajo del vestido de Lee quien, según Vanesa, ya se había dado besos con Facundo y se había acostado con Hisham. Esto no fue óbice para —ya en donde Facundo, quien ofreció su residencia para continuarla; sus papás estaban en Atlantic City— abordarla, mientras Vanesa iba al baño. En un despliegue de eficiencia verbal, más considerando que no usé mi lengua materna, le confesé todos mis sentimientos. Apenas se dio por aludida.

Hay algo sobre las mujeres gringas, o mejor, sobre mi comportamiento con las mujeres gringas. En Colombia todo era mucho más fácil: en el momento de entrar a matar ya tenía definida mi estrategia, que siempre tendía a vender una falsa intelectualidad que, ayudada con el aguardiente, resultaba casi siempre efectiva. A saber: que Cortázar, que Rayuela, que Gabo era un genio, que Borges, que yo venía escribiendo con mucha humildad y tesón, que Faulkner, que este era un camino largo pero yo me tenía fe, que Auster..., y cuando me daba cuenta ya les estaba chupando las tetas.

Con las gringas, en cambio, no podía hacer esto porque el inglés no me da para tanto descreste. Aquí hago todo lo que hacen mis hermanos latinoamericanos: vender nuestra latinoamericanidad por lo que vale: nada. Mírame, soy muy rebelde, tengo la colombianidad a flor de piel, el misticismo, estamos muy jodidos, me vine para acá a trabajarle al tío Sam pero yo no me vendo... En fin, puro mal de tierra suntuosa.

Claro que había que sumarle trago. Yo sin trago no soy capaz de nada. Un huevón completo.

No sé cómo, amanecí con Vanesa, la mesonera, y con Lee en la cama de la hermanita de Facundo.

Fuimos a desayunar. Esa tarde todos trabajábamos. Yo me estaba muriendo del guayabo.

Con Lee volví a charlar en un par de oportunidades, pero siempre me ganaba la timidez. Vanesa me llevó a Nueva York. Allá nos peleamos, pero la pasamos bien. A veces me escribe.

 

Ese nueve de julio, domingo, fue mi último día de trabajo en Tierra Latina. Como había que atender el brunch, arribé hacia las diez de la mañana. Hay que decir que para auxiliar dicha faena sólo hacía falta un bus boy, por lo cual Facundo pudo dormir la borrachera que nos habíamos pegado la noche anterior, con Lee, Vanesa y la demás gente. Al finalizar la noche, Lee me condujo hasta mi casa, por lo que pensé que de pronto iba a suceder algo, pero nada sucedió: me dejó y se fue. La observé mientras conducía al final de la calle y daba la vuelta. La saludé al pasar. Hablaba por celular, mascaba chicle.

Pero bueno, llegué a las diez, comencé a atender a los clientes, que no eran muchos, y la final del mundial, el evento más observado por los habitantes de este planeta, comenzó hacia el mediodía.

Dos cosas que no he dicho:

A lo largo del mes de competencia, por influencia de nosotros los extranjeros, los empleados —incluso, sobre todo los gringos— comenzaron a seguir con asiduidad los partidos, de tal manera que todos ya descarados nos plantábamos enfrente del televisor y gritábamos y hacíamos apuestas. Un mesero que se llamaba Tom, quien por dos semanas pensó que mi nombre era Gwen, se aficionó de tal manera que hasta acudía a jugar con nosotros los lunes, y era quien recolectaba el dinero de las apuestas. Darwin se salía de la cocina con su uniforme untado de cilantro cuando yo me asomaba y vociferaba: “¡Maricas, gol!”. Jorge y los demás lo seguían.

En fin, sería debido a eso que el infeliz del judío mandó a apagar el televisor, poco después de que Materazzi marcara el uno a uno. Yo gritaba como loco porque había apostado cincuenta dólares con el chef, quien había estudiado en Francia y guardaba simpatía por aquel país.

(Nunca me pagó, el desgraciado).

Me estoy adelantando.

Lo otro que no había dicho es que mi desempeño como bus boy rayaba en la perfección. Los meseros, el gerente y hasta el judío estaban exultantes con mi obsesión por la limpieza y el orden. Mesa que se iba, mesa que me lanzaba a limpiar como si mi vida dependiera de ello. A Facundo, en cambio, tras un año de hacer lo mismo, prácticamente había que rogarle hasta para que sirviera un vaso con agua.

Poco después lo ascendieron a server.

Dije esto para ahora sí decir lo que viene:

Tras marcar el defensor central italiano el uno a uno, Larry dio la orden de apagar el televisor, orden que no fue acatada por Przemek, quien estaba más cerca. Esto desató la ira del judío, quien desconectó el aparato de la electricidad después de gritarle al polaco que se fuera y a todos nosotros que volviéramos a nuestros trabajos. Por un momento pensé que Darwin, quien había salido de la cocina con el cuchillo de picar en la mano, lo iba a apuñalear, pero se devolvió mansamente a su sitio de trabajo. Yo tenía ganas de discutir, de hecho comencé a hacerlo, iba a reconectar el televisor, pero Hisham me llevó para afuera, me exigió calma, me hizo ver mi actitud infantil. “¡Es la final del mundo, Hisham!”, trataba de defenderme yo. Hasta me trajeron a Lee, a ver si podía con mi ataque. El judío se asomaba por una de las ventanas. Mi decisión fue irrevocable: “Que se vaya a la mierda”, espeté. Marqué la tarjeta de salida en el computador, boté mi delantal al piso y salí caminando hacia la casa de mis primos, en donde con calma observé lo que quedaba de partido, el cabezazo de Zidane, los penales.

A Hisham le escribí después, disculpándome. Respondió que no importaba, que amigos, que cómo no, que le había alegrado conocerme. Adjuntó una fotografía de su esposa y de su pequeña niña.

 

Valió la pena, claro que valió la pena.