Letras
Auto de fe

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Igual, yo ya me estaba volviendo loca. Había pruebas concretas de que fuerzas incontrolables —y traicioneras— de mi inconsciente me estaban jugando sucio, que llevaba adentro a mi peor enemigo, y no hace falta mucha ciencia para darse cuenta de que si uno se bate a duelo consigo mismo, saldrá siempre perdedor.

Los sueños me atormentaban. Mi vida onírica me estaba quitando las fuerzas con un ensañamiento de vampiro. Tal llegó a ser mi estado de agotamiento e indefensión que revisé la almohada para cerciorarme de que estaba hecha de material sintético, porque recordé un cuento de Quiroga en el cual una joven mujer se muere de a poco, vaciada por un monstruo chupa sangre escondido en su almohadón de plumas.

Nos habíamos separado hacía ya más de tres años. La ruptura fue decisión mía y traumática: yo no quise romper porque se me hubiera acabado ese amor o hubiera encontrado uno nuevo, sino porque no se puede renunciar a uno mismo a favor de otro, porque es un calvario hacer la vida con un ser inventado por el propio deseo, porque no aguantaba más, en pocas palabras. Él no estaba por la separación, dijo, pero si nos separábamos, no vendría a buscarme ni a implorarme. Me pareció fair play.

El duelo sería largo, obvio, olvidar una pasión es difícil, un gran amor, más todavía, y él había sido las dos cosas, pero llegó por fin el momento en que pude decir, lo pasado, pisado, y quedé libre del lastre de culpas y rencores. Me sentí ligera, feliz, o lo más próxima a ese estado a lo que es lógico aspirar: los pulmones se me llenaban de aire sin esfuerzo y el alma siempre estaba ahí, acompañando al cuerpo, y no dándose de bruces en alguna otra región del cosmos, incomprensible y peligrosa. Pero a los pocos meses empezaron los sueños.

Todas las noches soñaba con él. De día, sin embargo, nunca lo evocaba. Creí al principio que era bueno eso de tener dos vidas paralelas. Durante las primeras semanas, los sueños parecían inofensivos, casi infantiles, hacíamos juntos una vida de pareja armoniosa como la que yo hubiera querido, era como si en las profundidades de la noche se me cumpliera el deseo aquel, pero luego empezaron a volverse tormentosos, laberínticos, complicados, angustiosos. Ocurrían cosas terribles que no alcanzaba a descifrar. Me despertaba extenuada y con la sensación de haber pasado por el purgatorio.

Tomar somníferos no me ayudaba, al contrario, dormía más y eso significaba prolongar el sufrimiento. Al final, opté por lo contrario, me atiborraba de café, té y estimulantes para mantenerme despierta el mayor tiempo posible. Casi no dormía, las anfetaminas me quitaban el apetito, me estaba quedando piel y huesos, y mi mente, sin descanso ni alimento, se volvió lerda y producía pensamientos escasos y confusos. En esas condiciones tenía dificultades para llevar adelante mi vida social y profesional.

Lo peor fue cuando empezaron las apariciones durante el día, o tal vez debiera decir, cuando empecé a soñar despierta: lo veía en todas partes, y no es que le atribuyera a un desconocido una semejanza con él y luego de una mirada más inquisitiva me diera cuenta de que me había equivocado, no. Era él, estaba allí, sentado junto a mí en el cine o en el subte o caminando por la vereda de enfrente, y cuando me frotaba los ojos incrédula y volvía a mirar, había desaparecido. ¿Por qué me atormentaba mi espíritu con esta producción infernal? ¿Qué sentido tenía todo aquello?

Supe en esos días que el asesino en serie Kenneth Bianchi había abordado una vez a la hija de Peter Lorre con la intención de secuestrarla, violarla y asesinarla, y cuando supo quién era el padre, le perdonó la vida. Peter Lorre representaba siempre papeles de asesino y, por lo visto, eso lo transformaba en un viejo compinche. Un monstruo que tortura y mata a una decena de jovencitas inocentes, se “humaniza” ante un asesino de ficción, aunque hace rato que Peter Lorre ha muerto y, por lo tanto, la muerte de su hija no puede causarle ya ningún pesar.

¿Qué relación había entre esa historia y lo que me estaba ocurriendo? Ninguna. ¿De qué manera podía ayudarme a entender por qué yo insistía en hacer presente en mi vida a un hombre que había abandonado y del que ansiaba liberarme para siempre? Lo ignoro. Puedo, sin embargo, aventurar una hipótesis: el hecho me puso ante la evidencia de la complejidad de un ser simbólico, de la fuerza ambigua del irracional, de nuestra duplicidad.

En todo caso, fue esa noticia lo que presentó a mi espíritu, en forma tan clara y distinta que era imposible ponerla en duda, la única solución a mi alcance: debía matarlo. En sentido figurado, por supuesto. Se trataba de una muerte ritual.

Nunca me gustaron los ritos, desconfío de altares y sacrificios, y fuera del ámbito de la religión, asocio ritos con personalidad obsesiva, es decir, con una condición patológica. Sin embargo, a juicio de los entendidos, los ritos son necesarios y no hay comienzo ni fin verdaderos si no están marcados por algún gesto propiciatorio de bienvenida o despedida. Acogerse a la opinión de “los entendidos” puede tacharse de cobarde, lo sé.

Había conservado de él un smoking, comprado de segunda mano para el casamiento de una sobrina y unas viejas pantuflas. Ambas cosas combinadas constituían una imagen perfecta de su ser contradictorio y en ocasiones surrealista. Cartas no tenía, vivimos en la época del correo electrónico y ya había borrado todos sus mensajes de la computadora. Eso sí, tenía muchas fotos y unos cuantos regalos. Algunos de buena calidad, entre ellos un chal de cachemir Loro Piana, que me destrozaba el corazón ver partir, y un collar con pulsera haciendo juego que no me gustaban demasiado y a los que daría la oportunidad de demostrar si eran de un metal noble o de una aleación de mala calidad.

Con toda esa parafernalia armé en el patio de casa una composición mortuoria a imagen y semejanza de la tumba del Señor de Sipán, que habíamos visitado juntos en un viaje al Perú. Rocié todo con un buen litro de aguarrás y le prendí fuego. Sería un holocausto. La víctima debía consumirse íntegra. No podía quedar nada, sólo cenizas que se llevaría el viento, o el basurero.

Se encendió la hoguera. Y era él, sí, ardiendo como Giordano Bruno, Juana de Arco, Miguel Serveto, Jacques de Molay, el resto de los templarios y todas las brujas condenadas. Él, sí, el Gran Hereje. No soy más favorable a los dogmas que a los ritos, la verdad, pero yo había sufrido en mi persona el daño de su herejía, había sido la víctima de su versión despiadada y poco ortodoxa de la pareja. El reo estaba por fin recibiendo su merecido tormento. Las llamas me hipnotizaron. No podía quitarles los ojos de encima.

Salí del trance cuando los bomberos rompieron la puerta con el hacha. ¿Qué pasó? ¿Fue el tronco seco del ficus que dejé en la maceta por pura pereza? ¿Una lengua de fuego que tomó posesión de la cortina? ¿Una chispa transportada por el viento? Los accidentes son siempre complejos: seguramente intervinieron varias de esas causas. Y los efectos fueron devastadores: se incendiaron la cocina y el living, lo cual incluye el sofá de cuero italiano, la alfombra Missoni, la mesa y las sillas de Saarinen y el pequeño Cabanel heredado de mi abuelo.

Dije que estaba durmiendo cuando se produjo el hecho, que había comprado aguarrás para limpiar unas prendas en seco, que los vecinos de los pisos superiores siempre arrojan fósforos o colillas de cigarrillo encendidas, que el calor era tan intenso...

Ahora no sueño más con él, por suerte, pero empiezan a atormentarme pesadillas con el perito del seguro.