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Henry Miller¿Qué haría Henry Miller en un día como hoy?

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“El teatro arde en llamas y los actores siguen con su papel”.

Primavera negra

Inesperadamente he vuelto a él, tímido y avergonzado, como a un viejo amor que nos ha exprimido y aplastado. Lo he buscado a gachas en las librerías de viejo y en las bibliotecas públicas de Bogotá. Y ahora, mientras escribo, tengo sobre mi mesa los dos Trópicos, Sexus y Primavera negra.

Acudí a los libros de Henry Miller por primera y “última” vez a los 19 años, seducido por el aliento pornográfico de sus portadas, y aunque los disfruté de lleno los recordaba escuetamente como extensos catálogos de polvos célebres y presuntuosos; y como una larga, idealizada e hiperbólica exhibición de heridas y cicatrices personales, exenta de autocompasión. Entendía que para Miller, como para cualquier cristiano, los buenos polvos y el dolor son asuntos sobrevalorados.

Pero si bien, en cierta medida, Miller sigue siendo eso, al releerlo he comprobado que es mucho más. He descubierto al filósofo y al vividor, al genio y al poeta, al hombre asustado, confundido, vulnerable y sensible, que no recordaba de mis primeras lecturas. He leído sus periplos en New York y París, sus amigos extraños y sus mujeres dementes, su manera de sobrevivir, de disfrazar su irresponsabilidad de fe, solicitando préstamos a amigos y conocidos, mientras contaba las fabulosas tramas de novelas de las que no había escrito una sola cuartilla. Puede que sea Henry Miller, después de su amado Dostoievski, el escritor que más dinero haya pedido prestado. El célebre escritor ruso afirmó alguna vez que había empezado a escribir para ganar dinero y que había continuado haciéndolo para poder pagar a sus acreedores. Pero a diferencia de Fedor Dostoievski, Miller, según lo expresado en sus libros, estaba demasiado concentrado en vivir, beber, “follar” y escribir como para tener tiempo de angustiarse por asuntos tan triviales como pagar deudas.

En días famélicos como hoy he disfrutado con ansiedad cada párrafo de Henry Miller; sus entretenidas cavilaciones sobre la sexualidad, sus perspicaces reflexiones sobre el ser humano, su ingenio, su humor contundente y su lirismo oportuno. En buena hora Miller, contrariando a la mayoría de los escritores contemporáneos, me ha recordado que el escritor es un artista y no un simple artesano; que un escritor es alguien que vive, absorbe algo de la vida y lo expresa con profundidad sobre el papel, y no un chico de lentes que busca entretener la vida con ingeniosos jueguitos de palabras. He redescubierto con fascinación en sus páginas al auténtico escritor que escribe con el alma amarrada a los huevos, y cuya experiencia literaria encierra una verdad de verdad. Y aunque para muchos, Miller no sea más que un mentiroso sin escrúpulos, un mitómano incorregible, un pornógrafo egocéntrico, rimbombante y exagerado, cabe recordar que ante todo es un cínico, y desde esa perspectiva siempre nos habla con la verdad. Porque a un cínico lo revelan más sus mentiras que sus verdades, porque un cínico, incluso cuando miente, o exagera, lo hace con sinceridad.