Letras
Magister dix

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Por primera vez en mi vida, me encontraba en la penumbra de la mítica sala de profesores. La falta de ventilación, por la ausencia de ventanas, combinaba el insufrible calor con un olor que parecía ser causado por la mezcla de periódicos viejos cobijando ratas, con humo de cigarrillo y una reminiscencia de aroma a café pasado. Sin duda, un ambiente asfixiante e indeseable para cualquier mortal.

En ese momento, no había nadie más que yo en aquel estrecho lugar. Empezaba a impacientarme cuando, de repente, divisé la silueta del profesor Cabrejo colándose por la puerta. Me saludó amablemente y se sentó a mi lado. Imaginaba lo que me anunciaría. Escucharlo iba a ser como vivir un déjà vu. Enseguida comenzó con su sermón moralista.

—Bueno, Camilo, sin mucho palabreo, iré al grano —dijo parsimoniosamente.

—De acuerdo —contesté displicente.

—Fíjate, muchacho, yo no le exigí a los alumnos de cuarto de media que concursen en los juegos florales. Era un asunto de libre decisión, más allá de que haya ofrecido una nota extra para quien desee hacerlo. De manera que si no quieres participar, no lo hagas, pero ese cuento que has presentado, de ningún modo lo enviaré al jurado que califica y sólo por tratarse de ti, te doy la opción, si quisieras, de entregarme otro en dos días.

—¿Por qué no puede llegar a las manos del jurado mi cuento? ¿Qué hay de malo en él? La mayoría de mis compañeros tienen una pésima redacción y peor ortografía, y al parecer a ellos no les dice nada. ¿Cuál es el motivo de esa injusta discriminación?

—No es por redacción ni ortografía. No puedo negar que tu cuento tiene diálogos bien elaborados, buen uso del lenguaje y una trama embelesadora. Gozas de mucho salero para escribir, eres muy perspicaz, pero todas tus virtudes las degradas enormemente con reiteradas vulgaridades y una barroca diversidad de voluptuosos detalles innecesarios —me replicó ceremoniosamente punzante.

—Profesor, con todo respeto, ¿tiene usted idea de lo que está diciendo? Las “vulgaridades”, como usted las denomina, son propias de los diálogos coloquiales que le dan verosimilitud a las historias, y sí, escribí un cuento erótico, pero de igual manera el sexo es tan común en literatura como en la vida cotidiana. Realmente, no veo el problema. ¿Ha leído usted alguna vez a Mario Vargas Llosa o a Gabriel García Márquez?

—Por supuesto, Camilo, entiendo tu posición, pero aparentemente tú no la mía. Lo que has escrito quizá sea una obra interesante y como buen prospecto de escritor latinoamericano, recurres a un vocabulario soez. No obstante, los curas del colegio no comparten nuestro punto de vista. ¿Te imaginas qué pasaría si tu cuento gana y alguno de ellos se toma la molestia de leerlo? ¿Sabes las consecuencias que eso acarrearía? Quedarían horrorizados y seguramente serías expulsado y yo, despedido. Como te mencioné, tienes la opción de presentarme otro trabajo.

Hasta ese momento había resistido estoicamente a todas las barbaridades espetadas por Cabrejo, pero esto último me cayó como un elefante del quinto piso. Estaba indignado. Me di cuenta de que mi estimado profesor del curso de literatura era un descarado capaz de actuar de la manera más incongruente con tal de mantener su trabajo. ¿Qué se habrá creído este jijuna gran puta para dejar de lado mi cuento por miedo a esos curitas hipócritas? —pensé. No podía soslayar sus comentarios. Mi agresivo refutamiento era inminente.

—¿O sea que usted piensa y actúa de modos distintos? ¿Dónde quedó aquello de que quería alumnos rebeldes y cuestionadores? ¿Y qué hay de la aspiración por formar vanguardistas? Ahora veo que cuando usted pregonaba eso, lo que hacía era hablar por tener ganas de decir algo.

—No te permito que me hables así, Camilo. Y que te quede bien claro lo siguiente; yo les di libre albedrío para que escriban sobre lo que prefieran, porque limitarlos a un tema en especial me parecería ridículo e irracional, ya que estaría atentando contra su capacidad creativa y burlándome de su imaginación. Sin embargo, tú captaste mal el mensaje. Date cuenta de la diferencia entre libertad y libertinaje. En la vida debes respetar ciertos límites, no puedes andar haciendo siempre lo que te dé la gana, ¿o te parece que el mundo es anárquico por naturaleza? Por último, por algo yo soy el profesor, así que tendrás que obedecerme en todo lo que te ordene, ¿te enteras?

—Mire, profesor (viejo cabrón), para escribir yo sólo tengo los límites que mi propia conciencia me indica. Por otro lado, todo lo que usted dice es puro verso, lo único que le interesa es que los curas jamás lo despidan. Así que me rehúso a hacerle caso a un falso, metalizado y convenido como usted.

—¡Basta! Yo mismo me encargaré de que te expulsen por insolente. Ahora vas a ver lo que te va a costar la rebeldía y todita la cojudez. ¡Atrevido! ¡Lárgate de mi vista! ¡Fuera de aquí!

—Adiós, Cabreeejoooo —le dije sarcásticamente mientras me iba.

—¡¿Cómo dices?! —contestó furibundo.

—Adiós cabro pendejo —musité y tiré la puerta.

 

Y fue allí donde volví a presenciar, al día siguiente, el bigote poblado y los anteojos de gruesos cristales que adornaban el rostro con calvicie del robusto profesor Cabrejo. Con la diferencia de que, esa vez, el lugar no apestaba a mil demonios, quizá por alguna medida que se tomó en virtud de que también fueron citados mis padres y nos acompañó el cura director.

Permanecí impávido al escuchar mi condena. Luego, miré al techo queriendo mostrar una actitud indiferente. De pronto, sonreí. Se me había ocurrido algo genial: algún día le contaré al mundo sobre este huevón… Como pueden asumir, no me arrepentía de haber actuado de la forma que lo hice. Si no hubiera sido así, sencillamente no sería yo.