Letras
La ventana

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La tarde aplastaba mi cuerpo con su calor inmenso y dorado. La habitación estaba sucia y desordenada. Los papeles, que en su mayoría no servían para nada, descansaban sobre la polvorienta mesa de madera y la foto de María reflejaba el sol como si fuese un espejo y me hería los ojos. Llevaba estudiando todo el día y estaba desesperado porque no sacaba nada en claro: tan sólo un barullo blanco de hojas por todas partes.

La ventana estaba abierta pero no entraba ni una pizca de aire. Parecía que el oxígeno se hubiera extinguido para siempre en el mundo. Únicamente se filtraban, como tétricos graznidos, las chirriantes voces de las mujeres cuarentonas que poblaban las calles.

Pasé un buen rato ensimismado, mirando las paralizadas nubes del exterior. De pronto, una serpiente de angustia se apoderó de mí y, hundido entre la angustia y el caos de folios que me rodeaba, empecé a arrojar gran parte de ellos por la ventana. Primero los convertía en perfectas bolas y luego los tiraba impetuosamente. Era divertido porque tenía que ocultarme de las vecinas, que para no variar sus rutinarias vidas, asomaban las cabezas por la ventana o tomaban el sol en la terraza. Aquello tenía su riesgo. Recordé aquella tarde primaveral en que, “accidentalmente”, aquel bocadillo de mortadela que debía engullir para que mi madre me permitiese salir a jugar al fútbol, se me cayó por la terraza. La visión de mis compañeros de juego en la calle hizo que mis manos, como por arte de magia, dejaran de hacer presión sobre aquella imposición blanda y grasienta. La mortadela caía velozmente. Quise apartarme entonces de la barandilla para que no me descubriesen los vecinos, pero no pude. El morboso placer que me producía seguir la trayectoria del bocadillo era mucho mayor que el miedo que me podía causar cualquier vecina. Tras un raudo viaje de descenso, la dichosa mortadela fue a parar a los pies de la mujer más cotilla del barrio, que me sorprendió carcajeándome cuando, con inquisidores ojos, izó su mirada de rata. Aquella historia acabó mal. La “vecinita” se sintió muy ofendida y se encargó enseguida de que mi madre me castigase. No volví a jugar al fútbol.

Ahora ya no soy un crío. Tengo ya veinte años y lo que veo realmente extraño es el placer tan pueril que me produjo arrojar todos aquellos papeles lejos de mí, a la calle. Me hizo gracia pensar en la gente mirando hacia arriba, tratando de descubrir al energúmeno que había usado la calle como papelera.

Seguí estudiando, pero una hora después estaba tan cansado que me dormí. Tuve un sueño extraño: me vi siendo lanzado por la ventana de mi cuarto.

Me despertó el crujiente olor a tostadas con mantequilla derretida. Tenía que ir a la universidad. Sin perder más tiempo, me incorporé. La habitación olía a césped y a sudor y el calor era espantoso a pesar de lo temprano que era. La oscuridad era total, así que lo primero que hice fue subir la persiana. Entonces sucedió: mis pies descalzos tropezaron con algo áspero y rugoso. Descubrí una gran pila de hojas de papel arrugadas bajo mi mesa de estudio. Me extrañó porque creía haber tirado todas las hojas el día anterior, por la ventana. Sin embargo, tampoco pensé mucho en ello porque no podía recordar con claridad en aquella maldita época de exámenes. Si no me daba prisa, no llegaría a uno de ellos, así que, corriendo, me puse los vaqueros y salí a lavarme y a desayunar.

La facultad era muy angustiosa en periodo de exámenes. Todo el mundo hablaba de lo mismo y me deprimían contándome lo injusta que había sido la profesora de latín o la de lengua. Yo sólo podía pensar en mi sueño. Algo, no sé qué, me arrojaba por mi ventana.

Al llegar a casa volví a ver la pila de papeles. Mi madre no se había dignado a quitarlos de en medio. Como no tenía ganas de ponerme a estudiar tan temprano, volví a lanzarlos por la ventana. La mayoría de las bolas caían al jardín. Después me entretuve viendo la tele. Fui incapaz de estudiar.

Al día siguiente mi cuarto volvía a oler a sudor mezclado con hierba. Había vuelto a soñar lo mismo que la noche anterior. Empezó a mosquearme el asunto. Como si ya supiera lo que iba a ocurrir, miré al suelo y vi, efectivamente, las arrugadas bolas de papel. No cabía la menor duda de que eran las mismas que había tirado la tarde anterior. Un escalofrío recorrió mi cuerpo al ver los folios manchados de hierba y llenos de hormigas.

Aquel suceso era sorprendente, sobrenatural. Quise contárselo a mi madre, pero no lo hice, ya que no sólo me creería loco, sino que, además, pensaría que era un cerdo por tirar cosas a la calle.

Pensé mucho sobre lo que había pasado mientras estaba en clase y, al llegar a casa, decidí experimentar con algo distinto. No llevaba ni dos minutos pensando en qué podía lanzar, cuando escuché un extraño aleteo. Desvíe la mirada hacia la ventana y vi una mariposa negra volando alrededor. La repugnancia que me causó el enlutado insecto fue tan sublime que, instintivamente, le tiré una goma de borrar y, para mi asombro, acerté.

A la mañana siguiente la mariposa muerta se hallaba junto a la goma de borrar. A la vez me pareció asqueroso y maravilloso. No podía creerlo pero era cierto.

Al principio todo aquello me divertía, pero más tarde, me enganchó irremediablemente. Ya no estudiaba nunca, sólo tiraba objetos por la ventana durante todo el día. Y al hacerlo... ¡me sentía tan feliz, tan aliviado..! Lanzar cosas por la ventana se había convertido en una liberación para mí. Además, luego siempre las recuperaba. Tiraba gafas de sol, camisetas, dinero... Pero no importaba. Cada mañana, a los pies de la cama, se hallaba el objeto lanzado junto a cualquier cosa que hubiese rozado en el proceso de caída o sobre la que hubiese caído. Así, estos proyectiles volvían siempre acompañados de insectos, chicles, césped...

Me conformaba con lanzar cosas triviales, objetos ligeros. Pero cada vez quería más. Tirar cosas por la ventana se había convertido en una adicción. Era divertido, arriesgado y emocionante. ¿Qué más se le puede pedir a un vicio? Lanzaba el objeto y me escondía tras las cortinas para no ser descubierto. Después oía un golpe ligero y me partía de risa. Además, nadie de mi familia se daba cuenta porque cada objeto volvía a mí en la noche, por gracia de Dios o del Diablo, no sé; pero no faltaba nunca nada en aquel cuarto que semanas antes había sido una cárcel de angustias. Me desahogaba lanzando cada elemento irritante y molesto. Al verlo volar me sentía libre, no había preocupaciones. Todo, absolutamente todo, caía por la ventana.

Lo único negativo del asunto era el sueño, que cada noche se hacía más intenso. Siempre era empujado al vacío.

La tarde del día en que lancé la silla tenía la obligación de estudiar porque ya no me quedaba tiempo. Me jugaba el curso. No podía tirar cosas por la ventana porque sabía que, si empezaba, iba a pasar la tarde entera haciéndolo.

Después de pasar cuatro horas atrapado entre pilas y pilas de apuntes, una rabia inmediata tomó posesión de mis entrañas, ya que las voces de unos niños no me dejaban estudiar. Jugaban, reían y gritaban como locos. Mi cabeza se estrechaba y una bola roja palpitaba en su interior. Para colmo, me caí de la silla al ponerme sobre dos patas para sacar un libro del armario. Me hice un daño atroz. Mi cabeza, mi cabeza... el examen... los gritos de los niños.

 

Una vez que la silla comenzó a caer sentí terror. Era una silla robusta con patas de hierro y asiento de tela estilo tumbona. Podrían multarme por eso. Me escondí. No quería mirar, no quería que me pillaran, no quería ver lo que ocurría. Por primera vez no reía. Tan sólo esperaba oír el sonido metálico del hierro estrellándose contra el suelo. Los segundos eran mudos, terriblemente mudos. Sólo se oían las voces de los niños. Uno, dos, tres... ¿Por qué tarda tanto en caer esa maldita silla?

De pronto ocurrió. Oí un ruido atronador que me sobrecogió profundamente, pero no escuché el golpe del hierro contra la acera o la hierba del jardín, no. El ruido era fuerte, terriblemente fuerte y seco. Los niños gritaron. Pero esta vez en su grito no había euforia, alegría infantil de las tardes fugaces, no. Fue un alarido de horror, de tremenda desesperación. No miré, no pude hacerlo. El sudor frío se deslizaba por mi espalda.

Dormí mal aquella noche. El sueño ahora era mucho más real. Notaba el aire y su fuerza al caer al vacío. Veía después la ventana: oscura, siniestra, enorme, como si fuese lo único que tenía vida dentro de la habitación, como si fuese la reina y señora de mi cuarto. Parecía mirarme. Desperté.

Tropecé con algo. Oh, Dios mío, que no sea lo que pienso que es. No volveré a lanzar nada, Señor. No me devuelvas la silla, por favor.

La luz de la calle entró velozmente nada más levantar la persiana; como si hubiese estado esperando con ansia la hora en que pudiera mostrarme mi espeluznante obra, el fruto de mi diversión. La silla se alzaba orgullosamente en el centro del dormitorio. Estaba salpicada de sangre. Un niño rubio yacía doblado bajo la silla. Su cabeza tenía una gran mancha grana. Estaba muerto. Yo lo había matado.

Creo que el pequeño cadáver que he escondido en el armario tiene un macabro poder: me empuja hacia la ventana. Cada día tengo más ganas de ir hacia ella. Si me lanzo, quizá los problemas no vuelvan. Ahora comprendo que no basta intentar alejar los problemas de la mente para que desaparezcan.

Ahora sé que los fantasmas siempre regresan.