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Monólogo para dos

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Comprobé la hora en el reloj de la pared. Faltaban quince minutos para el fin de la visita. Tú no te diste cuenta, entusiasmada con los golpecitos que sentías en la panza. “Toca, toca”. Yo no me animé. Estábamos en un cuarto horrible. Las paredes, que habían sido blancas, tenían el dejo sucio de la humedad. ¿Quiénes concibieron que siete mujeres preñadas podían vivir en esas condiciones? “Tuve que traer la ropa de cama, el cubo y hasta una luz fría”. Luego, escuchando tus cuentos sobre los meses que llevabas ahí, sólo pude pensar en cómo los metales herrumbrosos de tu cama soportaban tu peso.

Parecías tan feliz de verme, que no tuve valor para irme sin que tu acompañante hubiese llegado. El problema fue que no nos quedaba nada nuevo por decirnos. Ya me habías contado lo que estabas pasando con tu bebé, que nació esa misma noche, una semana antes de lo previsto, con tremendo susto para ti y tu familia. Un susto que me atribuyes. Al menos, eso me aseguraron que dijiste, y que tu marido ha jurado matarme.

Puede que lo merezca, aunque sabes que la culpa no es sólo mía. Pues si en esos quince minutos no te hubieras empeñado en describir de nuevo la ropa de cama del niño, y los regalitos que le habían hecho, yo no hubiera tenido que fingir que te escuchaba. Quizás, entonces, no hubiese pensado que el tiempo que me quedaba ahí se había vuelto una eternidad.

Juro que lo vi fuera del cuarto, mirando a través de la ventana de cristales cuarteados. Se había apropiado de mi rostro, fingiendo ser un reflejo, pero mostraba una expresión de alegría que yo no podía tener. Me di cuenta de que era un tramposo que se divertía llevándonos a situaciones sin salida, y que disfrutaba a mis expensas. Confieso que deseé verte en mi lugar, y en ese momento acariciaste tu barriga: “Ha sido increíble sentirlo crecer”, dijiste, “estoy loca por que nazca”.

Entonces comprendí que ya estabas atrapada: él estaba esperando a tu bebé, y pondría en su boca preguntas para ti. Es que los niños no sólo juegan con sus madres. También quieren saber. ¿Quién soy?, ¿Por qué soy así?, ¿Cómo..?, ¿Cuándo..? Ellos preguntan. Mucho. Hondo. Y las respuestas que les damos, los acompañan toda su vida, decidiendo los retos que asumirán para sentirse realizados.

La duda me hizo volver la cabeza al escuchar tus planes. De la vida que tendría. Pensé: ¿qué podrás darle para que viva plenamente? ¿Cómo enseñarle algo que nunca has tenido? Creerte feliz, olvidada de todo, me molestó. Sentí que una rabia inmensa me subía desde el estómago. La rabia que, sé, te acompaña desde el día que supiste lo jodido que es ser una negra.

Me resistí a creer que hubieses olvidado, mientras te oía hablar de ropas y biberones. Asumí que no querías recordar, y decidí que para entrar en tus recuerdos no necesitaba permiso. Reconozco que hay muchos que ignoro, tal y como me gritaste, entre hipos y lágrimas; lo que pasó fue que supuse que la vida de dos negros no es tan diferente, aunque yo sea hombre y tú mujer. Las mutilaciones son siempre las mismas, por eso, los recuerdos tuyos que no podía saber los imaginé. Claro, primero pensé en los que compartimos, y sonreí al ocurrírseme que hay muchos de ellos que no quieres, pues son partes de ti que te avergüenzan.

Me dije: ¿bastará ese niño para que olvides? Porque ser despreciada desde niña, sólo por tu piel, no me parecía posible que pudieses olvidarlo. Eso me resultó evidente la primera vez que conversamos. Me sorprendió tu alegría por estar en La Habana. “Allá en Matanzas hay mucho racismo. Llega a frustrarte”. Yo resistí las ganas de explicarte que de nada sirve ir de un lugar a otro, si no se tiene el valor de cambiar. Tuve razón, aquí viste lo que querías ver: blancos que no te miraban, mulatos y negros que corrían detrás de las blancas.

No me asombré al saber que comenzabas a salir con los muchachos más repugnantes de la beca. Esperé lo peor, y acerté: una semana más tarde, uno de esos escorias, un negro inmenso, hediondo a cigarro, se acodó en mi mesa de la biblioteca, para decirme que te había encontrado en una fiesta junto a una de tus amigas, y habías tomado trago tras trago hasta casi no tenerte en pie, entre las risas de tu amiga y su novio. Me dijo que nadie prestó atención a que te llevaron cargada a tu cuarto, donde te puso en la cama y empezó a quitarse la ropa. Tu amiga se asustó.

—No voy a permitir esto.

Estuvo a punto de perder el pelo por el halón que le dio el novio.

—Tú te callas —dijo, y la sacó a empujones del cuarto.

El negro se lamentó como si hubiésemos estado en un parque.

—La jeba del socio nos jodió la noche. El play que habíamos pensado hacer con las dos se vino abajo. No hubo forma en que la jeba cuadrase, por mucho que él la sonó. “Aprovecha con esta”, me dijo antes de irse. Para entonces la negrita estaba más o menos despierta, pero ni chistó mientras la desnudé. Al verla fue que brincó.

Describió tu cuerpo contra la pared, y que al escucharte decir que eras virgen casi se vuelve loco.

—Qué va, tú no escapas, mamita. Vamos a hacerlo por atrás.

Me aseguró:

—Brother, creo que la chama no me oyó bien, y se cuadró. Hice así, le di dos o tres pases al bicho y fuácata.

Eso dijo, y se me quedó mirando.

—¿Has visto a un pez fuera del agua, la boca abierta, ahogado en el aire, retorciendo el cuerpo? Así mismo hizo la chamaca, se viró y me abrazó: “No, no, no”. Tuve que tumbarla con media botella de ron.

El asco hizo que me levantara de aquella manera que te sobresaltó. “Sigue, te escucho”, dije, y sin darme cuenta miré mi reloj. Tu risa reveló que te habías percatado de mis deseos de irme. Al menos, dejaste el cuento de la contentura de tu hermano con eso de ser tío. En cambio, te empeñaste en saber si estaba aburrido. Fue en ese momento que recordé a Miguel, aquel mulato feo y acomplejado al que le hiciste el favor de ser su primera mujer:

—Oye, hermano, eso no es fácil, no creí que fuera así. Vaya, nunca me lo imaginé. Es, es... —quedó en suspenso, la boca y los brazos abiertos, buscando la palabra precisa—, es, es... —y bajó los brazos.

Mientras recordaba acariciaste tu barriga y volviste a reír. Igual a la noche en que me insinuaste que habías estrenado a Miguel. Ahora puedo decirte que yo lo sabía, y que lo hiciste porque Julio te había dejado. Nada menos que Julio. Hace poco me dijeron que se ha convertido en un maricón codiciadísimo, y pese a que más de uno asegura: “Nunca me engañó”, nadie le conocía esos gustos en aquella época.

Lo recuerdo alto, casi dos metros, que por lo flaco parecían más, pavoneándose a tu lado. “Mamita”, decía, cual si la s estuviera clavada a su lengua, “ese chorcito está muy corto”. Tú, sin rechistar, ibas y te ponías uno un poco más largo. “Es un paripé”, me aclaró uno de mis socios, que vivía con ustedes, “él mismo se los compra. Ropa, bebida, y baile, esa es la forma en que la tiene”. Por eso, la tarde en que terminaste en el hospital con la cabeza cosida, todos dijeron que te lo habías buscado.

Entonces llegó Miguel, y le hiciste el favor. Eso sí, enseguida te lo quitaste de arriba. Desde mi apartamento lo vi rogándote para que siguieras con él.

—No. Olvida eso, no quiero.

—Escucha...

—Nada, no quiero y ya.

—Si no me quería, ¿por qué se acostó conmigo? —me preguntó apenas te fuiste.

Tuve que agarrarme las palabras para no decirle cuán imbécil era. Tú también, porque él se enamoró, y pasaste sobre eso sin darte cuenta.

A los pocos días te empataste con Orestes.

—¡No jodas! —le dije al socio que me dio el dato.

Mi amigo Orestes. Un mulato enorme, bien parecido. ¿Acaso mejoraba tu gusto?

—Eso es musical —me explicó él unos días más tarde.

Comprendí que sus sueños seguían surcados por el cuerpo de Nissa. “Tres meses es mucho tiempo solo”. En fin, los dos estaban solos; y total, un clavo saca a otro. Por lo menos te sirvió hasta terminar la carrera e irte para tu provincia.

Ahora quiero aclararte que mi pregunta de por qué tanta risa y tanta alegría, no se debió a que estuviese molesto o pensase en la hijeputada que afirmas te hice. En ese momento pensé en los recuerdos tuyos que no sabía. Pensé en los blancos. Quise creer que pudieron haber tenido cualquier nombre y te pudieron haber tratado de cualquier manera, pero eran blancos. El sueño de tu vida era casarte con uno. Igual a una negrita que conocí en el Pre, quien, después de que un blanquito amigo mío la insultaba y la humillaba por el día, se acostaba con él por la noche. Ni lo hubiera sospechado —mira que uno puede ser ingenuo—, si una noche, en la escuela al campo, no se hubieran restregado en la cama de al lado, después de que esa tarde la llamara negra cochina.

¿Y tú? ¿Hiciste algo así alguna vez? ¿Fuiste capaz por el día de soportar la humillación de un blanco y en la noche abrirle las piernas? En eso pensaba cuando te sobresaltó la brusquedad de mi voz. Es que no pude imaginarte diciendo no. Tampoco te imaginé diciendo que no preferirías a tu hijo mulato. “Para que adelante la raza”, dicen muchas negras. Al fin y al cabo, piensan, mientras más claritos salgan menos discriminados serán. ¿O no?

Ese es el motivo por el que pasan la vida buscando sementales blancos; y no contentas con eso, enseñan a sus hijos, desde la cuna, a despreciar a las negras; algo en lo que todos, negros y blancos, ayudamos. Al menos tu esposo es bien negro —me dije—, así que el niño será igual a ti. Pensándolo, recordé lo que esperabas de ese hijo. Supuse que quizás creyeses que él te iba a compensar. Yo sabía que eso no sucedería. Pensé decirte que llegará el día en que se irá de tu lado y te quedarás a medio hacer, ya que la mitad de tu vida que sobre él construyas se desmoronará con su partida.

Quise explicarte que va a ser así porque él va a crecer y va a hacerse un hombre. Un hombre negro. Un día entenderá que ser un hombre negro no es lo mismo que ser un hombre blanco o mulato; y puede que desee estar seguro de que no es por complejo de inferioridad que no está con la blanca a la que cree amar, y quien quizás, sólo quizás, lo ame; o que lo convenzas de que la razón por la cual no se enamora de una negra no es que, muy adentro, las desprecia; o que tema que ellas, no tan adentro, lo desprecien a él, y quizás te pregunte.

En ese momento supe que no tendrías valor para escucharlo, que te quedarías así, contrahecha como te conocí, con miedo a las preguntas. Y aunque no me creíste, yo sí sé de lo que estoy hablando, porque allá lejos, en un lugar al que casi nunca voy, tengo una madre, a la que amo mucho a pesar de que nunca me respondió. Fue en ese recuerdo que irrumpiste: “No me estás haciendo caso, ¡pesado!”. Alcé el rostro y te vi sonreír, quise hacerlo a mi vez, pero se me crispó la boca. Al verme, tomaste mis manos y quisiste saber qué me pasaba.

Y te lo dije.