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“Leda Among the Trees”, de Mario CarreñoLiteratura del Caribe: la cabeza de la Gorgona

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Mar, playa, Bob Marley, sol, relax, monte, Fidel Castro, Rastafari, Haití, calor, cool... Esta es apenas una pequeña lista de las respuestas que recibí al preguntar a un grupo de gente cualquiera cuál era la primera cosa en la que pensaban al escuchar la palabra “Caribe”. Alguien incluso me respondió akí y saltfish (bacalao); pero nadie, ni siquiera una persona, dijo literatura. Ni Derek Walcott, o Aimé Césaire. Nada.

Ser demasiado hermoso incurre un peligro. Dada la peculiar estructura de la sociedad occidental, esto es algo que las mujeres de negocio (más o menos) exitosas experimentan con mayor frecuencia. Pero, tomemos un ejemplo masculino, sólo por llevar la contraria. Te reto a hacer el mismo ejercicio que he descrito arriba y reemplazar la palabra “Caribe” por “Brad Pitt”. Me interesaría saber cuántas veces te responderán “buen (o mal) actor”. Seguramente no tantas como “precioso”, o “Jennifer Aniston”.

Tampoco quiero hablar aquí sobre la interpretación de Brad Pitt en Conoces a Joe Black o su actuación en Leyendas de pasión, sino más bien tratar de esbozar algunas características generales que de alguna manera apliquen para toda, o casi toda, la literatura caribeña. Una tarea imposible, lo sé, pero una que sería aun más complicada si no definimos concretamente el significado de la palabra “Caribe”.

Conversando con Lasana Sekou, el poeta más prolífico de San Martín, me explicaba por qué él considera que el Caribe es un mercado de más de 30 millones de personas, Cuba, Puerto Rico y ambos lados de La Española incluidos, que además tiene un potencial de otros 30 millones, si se abarca la zona que va desde el golfo de México hasta el istmo de Panamá. Esto, aunado a Colombia y Venezuela, resulta en casi 150 millones de personas. Lasana hablaba como el director de House of Nehesi Publishers, la única editorial regional interesada en publicar ficción, por lo que claramente pensaba en términos comerciales. Sin embargo, en términos culturales y, más específicamente, en términos literarios, tanto pasados como presentes, su teoría tiene más sentido de lo que parece a primera vista.

Evidentemente, el Caribe no es sólo una región heterogénea, sino que es una región profundamente desarticulada. No existe ningún riesgo de que Caricom se convierta en la próxima UE —qué digo, si ni siquiera cabe pensar que Caricom se convierta en la próxima Comunidad Andina, y ésta ya está bastante lejos de ser integrada. Por lo menos cuatro poderes coloniales han dictaminado, manteniendo su influencia, las alianzas geopolíticas de las islas y los estados en la región. Y sin embargo, la literatura del Caribe, en todos sus idiomas, a menudo explora, y lo viene haciendo desde el principio, temas ligados a la identidad. Este aspecto se ve claramente en el trabajo de Jean Rhys y en la prosa de Alejo Carpentier; es, en efecto, el punto de partida del concepto de “negritud” de Césaire, así como el de “creolité” de Glissant. Igualmente, asuntos referentes a la doble diáspora, que en la actualidad han hecho a Junot Díaz tan popular, son componentes fundamentales de la prosa de Caryl Phillips, o de la narrativa, deliberadamente subversiva, de Jamaica Kincaid.

¡Ajá! —oigo en la distancia. ¿Pero qué relación tiene todo esto con Latinoamérica? La conexión es dual: sentimental e histórica. Comencemos por la primera, la más vaga de las dos: sentimental, porque existe un temperamento compartido, una actitud en común, un ritmo singular, aunque recurrente, que establece la velocidad a la cual trascurre la vida en las orillas del mar Caribe. Normalmente, a estas alturas incluiría una o dos anécdotas para reafirmar mi argumento, pero en esta ocasión existe un fenómeno musical de orden global que ilustra perfectamente mi punto. El reggaeton no es más que la mezcla de salsa, reggae y hip-hop para crear un nuevo híbrido cuya identidad se ha hecho tan popular que incluso baladistas tradicionales, como Alejandro Sanz, han probado su suerte con el género (con resultados tan catastróficos como previsibles) —pero eso no tiene nada que ver con el tema. Lo que sí es relevante (aparte del reggaeton) es aquella sensibilidad, impalpable, que hace posible que un producto como el reggaeton (o, por ir más allá, la salsa, hacia finales de los años sesenta) sea ideado y acogido por las masas.

Pero hay otra conexión, más tangible en términos literarios, porque en mi opinión un libro como La maravillosa vida breve de Óscar Wao no hubiese podido existir (en su forma actual) sin Gabriel García Márquez, quien es el representante más famoso del Boom latinoamericano de los sesenta, el cual a su vez le debe su existencia a autores como Juan Carlos Onetti y Alejo Carpentier, pero también, y de manera inexorable, a Miguel Ángel Asturias (Guatemala), a Octavio Paz (México) y, sobre todo, a Rubén Darío (Nicaragua).

Porque, indudablemente, el siglo XX, especialmente su segunda mitad, ha dado pie al triunfo —el surgimiento, desarrollo y la supremacía— de la literatura poscolonial. Y en castellano, la literatura poscolonial y modernista van mano a mano, ligadas al nombre de Rubén Darío.

Mario Vargas Llosa dijo alguna vez que se resistía a hacer distinciones geográficas en la literatura, optando en su lugar, si era absolutamente necesario, por hacer una distinción de lenguaje. Yo, en cambio, haría una distinción cronológica, en vez de una lingüística. Después de todo, en mi biblioteca Shakespeare debería estar más cerca de Cervantes que de Ian McEwan o, incluso, Harold Pinter. Por supuesto, la literatura del Caribe es mucho más joven que eso, así que esta clase de problemas no surgirá. Pero lo cierto es que existe una tradición —una tradición que es joven y apasionante, que se remonta a los días de la revista de Frank Collymore, Bim, publicada en Barbados, y del emblemático programa de radio de la BBC, “Caribbean Voices”, que se ve atravesada por diferentes idiomas, por diferentes inflexiones, por diferentes realidades, que ha alimentado, y ha sido alimentada, por la imaginación de autores extranjeros como Joseph Conrad o Graham Greene, como Herman Wouk o Ernest Hemingway, pero que, con todo esto, sigue siendo una tradición.

Ciertamente, en la cabeza de la Gorgona hay muchos rizos, muchas hebras, que se extienden en muchas direcciones, casi de manera intimidante. Pero si te atreves a mirarla directamente a los ojos, encontrarás más de una sorpresa. Y no te convertirás en piedra —¡lo prometo!

Publicado originalmente en inglés en Latineos el 20 de mayo de 2010. Traducción de Laura Montanari y Montague Kobbe.