Letras
Carta para Aurelia María

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Otoño 2008

Querida Aurelia María:

Siempre me ha gustado tu nombre, todo tu nombre, tu nombre completo. Te escribo “querida” sin lugar a ninguna duda, porque tu carta me ha hecho (re)descubrir que realmente te quiero, que todavía te quiero. Pero no te hagas ilusiones, Aurelia María, te quiero como te quise antes de comenzar a amarte y te quiero todavía como te quise cuando dejé de odiarte, ni más ni menos, sólo eso, en la justa medida que me permite vivir de un recuerdo sin pecar en la ambigua tristeza de una nostalgia.

¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Cuánto habrás recorrido y alcanzado en tu búsqueda personal de ti misma? No me revelas nada al respecto en tu misiva y aunque no sé bien todavía por qué he merecido recibirla, paso a contestar la única pregunta que soy capaz de responder. ¿Que cómo estoy? Estoy vivo, no sé si bien o mal, pero vivo. Despierto por las mañanas y continúo siendo un extranjero en esta tierra del invierno casi eterno, del frío gris que me amarga las entrañas y que me hace extrañar el sol y ansiarlo como un loco durante largos meses. Los hermosos colores del otoño no me aplacan la depresión que me cobija en la oscuridad de los días previos a la nieve. Me da la impresión de que los lugareños, que no son más que un puñado de extraños, han archivado sus sonrisas para siempre, que las han dejado en las fronteras que les permitieron ingresar a este mundo, o quizás se las hayan confiscado en los puntos de control de aduana, en los que nada que no “pertenezca” a este planeta mudo puede ingresar. Gracias a tu carta he sido capaz de desempolvar una mueca parecida a una sonrisa, aun sin saber todo lo que me escribías, los músculos de mi rostro se rebelaron ante la prohibida espontaneidad.

No huí de ti o al menos no sólo de ti cuando decidí marcharme a este mi autoexilio. Me escapé de mí mismo y de mi perpetua indecisión que en este país no ha hecho sino alimentarse y volverse descomunal, un verdadero monstruo que acecha cada uno de mis instantes.

Aquí he perdido no sólo el sentido de la superstición, aquí la noción del miedo está prohibida y se cura prematuramente con la seguridad y los seguros de toda índole y para cada riesgo. La muerte no es más que un manojo de trámites y los muertos maniquíes que se entierran disfrazados a más de una semana de sus fallecimientos. Aquí la espontaneidad está amputada y yace en las cloacas de la impuntualidad y la informalidad. No hay sorpresas en el cotidiano vivir ni cotidianas hazañas en mi imaginario individual.

Llevo más de cinco años cuidando viejos amarillos en un asilo, desayunando sus agrios eructos y sus pestilencias matinales en mis turnos de los lunes y los miércoles; atragantándome de sus podridas historias y de sus fluidos incontrolables en mis turnos de los martes, envenenándome de sus soledades en mis turnos de fines de semana.

Cuando la vida no me da para montarme en la bicicleta, viajo en tranvía y me acompaño con otros solitarios errantes que prefieren mirar a través de la ventana o aumentar el volumen de sus iPods antes de conversar sobre el clima. Y en los tranvías he aprendido a recordarte, a pensar en la posibilidad de escribirte y de contarte sin vergüenza, que todavía sigo fracasando, que hace mucho he dejado de ser el flamante profesional que buscaba amor y trabajo —en ese orden— en un lugar que, aun siendo mío, me era ajeno. Aquí mi esencia se ha reducido a las siete letras de mi apellido paterno, mi nombre de pila no le interesa a la autoridad pública.

Vivo en un cuarto de doce metros cuadrados que día a día lleno de música y de orgías que le impiden groseramente el paso al amor. No me siento capaz de ello y prefiero salpicarme de sexo y de besos fugaces antes de entregarme —una vez más— a la trinchera del amor, así que no te hagas ilusiones, Aurelia María, te quiero —ya te lo he escrito— como te quise antes de comenzar a amarte y como te quise cuando dejé de odiarte.

Tuyo,

Sinceramente,

M.O.