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Jorge Luis BorgesBorges llueve

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Borges fue, como el francés, regalo de mi madre. Mi descubrimiento de su obra aconteció en la dilatada biblioteca familiar, que contenía sus originales y las versiones en lengua inglesa en las que el mismo escritor se afanara junto a su amigo y traductor Norman Thomas di Giovanni (las que ya casi no existen, y bien pueden considerarse como trabajos de amor perdidos de Borges). Había sucedido mi despertar al sexo mas no su consumación; el lector deducirá que hablo de tiempos harto pretéritos. El azar quiso que el primer poema que se reveló a mis ojos fuera aquél acerca del bárbaro (este término pasa hoy por un elogio en los diccionarios de la posmodernidad) Timur-i Lang, al que la tradición latina llama Tamerlán. El terror que causa su hábito de la destrucción no es capaz de sustraerlo al temor que le produce la intuición de la proximidad de su muerte. Es la desesperación la que lo empuja a ordenar a sus ejércitos que apunten sus arcos hacia la bóveda del mundo para asesinar a las avaras divinidades que le niegan la eternidad:

“Ordenaré que mis arqueros lancen
Flechas de hierro contra el cielo adverso
Y embanderen de negro el firmamento
Para que no haya un hombre que no sepa
Que los dioses han muerto”.

No me abandonó esa imagen inmensa de millones de dardos arrojados hacia el norte de la frágil silueta de la humanidad como una lacrimosa lluvia inversa que llora su mortal impotencia. El 14 de junio de 1986 Borges murió en Ginebra; es posible que las circunstancias, lúcidas o tormentosas, de sus últimos días no sean sabidas nunca. Aunque se jactaba de su anglofilia, no dejaba escapar ocasión de reprochar a los británicos el haber inundado los continentes con deportes estúpidos; la casualidad, no sin ironía, hizo fallecer a Borges en medio de un campeonato mundial de fútbol. Un 14 de junio, pero de 1982, las ateridas tropas argentinas se rendían en el Atlántico Sur; lejos de constituir una humillación, esa derrota fue el triste sacrificio necesario para que acaeciera el principio de la descomposición de la casta militar que había perpetrado, entre otros laudables actos de valentía, el estoico arte de la paciencia para con los períodos de gestación de mujeres embarazadas en cautiverio medieval, a las que se asesinaba luego del alumbramiento y del robo de los recién nacidos, como se procede con los animales engordados para la gula de los banquetes.

Las relaciones de Borges con el más reciente régimen militar argentino se resumen con imparcialidad en un texto de Juan Gelman, Borges o el valor, en el que el autor reconoce que la actitud de Borges para con las juntas fue de enfrentamiento directo. Sus detractores suelen insistir en la leyenda de su complicidad con la niebla de los generales, y recalcan para ganar ese objetivo falaz una anécdota que es ya parte de la memoria popular y al mismo tiempo un complejo acto de desinformación, sobre la cual convendrá descorrer el impiadoso manto de silencio: el 19 de mayo de 1976 Borges concurrió a la Casa Rosada, deshonrada en ese entonces por el usurpador Videla, para asistir a un almuerzo; habían sido invitados también Ernesto Sábato, Horacio Ratti, presidente de la Sociedad Argentina de Escritores y el sacerdote Leonardo Castellani. El mito, reproducido hasta la náusea según la versión canónica que ofreciera Castellani, sostiene que Borges halagó profusamente a Videla y solicitó para el país una guerra de purificación; iguales sandeces habría proferido Sábato, en tanto Ratti deslizaba en manos de Videla una lista de escritores desaparecidos en la que figuraban Roberto Santoro y Antonio Di Benedetto, y Castellani hacía igual cosa con un pedazo de papel en el que se había escrito el nombre de Haroldo Conti. Esas audacias son sólo atestiguadas por los módicos héroes que las protagonizaron: Ratti era un burócrata genuflexo al que la comisión directiva de la Sade había encargado una misión cuyo cumplimiento era de constatación imposible. Castellani relató haber recibido en su domicilio días antes del ágape a una persona que pidió por la vida de Conti; solícito (si hemos de creerle), transmitió el ruego a Videla. Estos testimonios se volcaron en una publicación brancaleónica, la revista Crisis, la que reunía en su redacción a los coqueteos mutuos del nacionalismo católico (al que adscribía Castellani), el Partido Comunista, que había presionado para crear a su imagen a la comisión directiva de la Sade (y en razón de ello Ratti fue cargado con la incomodidad de importunar a la suma del poder con sus súplicas), un oxímoron (una de las figuras retóricas arrastradas hasta los extremos de la maestría por Borges) denominado peronismo de izquierda y toda la exótica fauna que componía en esos años al socialismo nacional, ingenuo creyente en las limitaciones que se impondría a sí mismo el totalizador exterminio del régimen militar. Sábato había publicado vastamente en Crisis antes de distanciarse de sus directivos, entre los cuales se contaba la áurea mediocridad de Eduardo Galeano; ese conflicto tras los telones ofició para que se lo desacreditara junto con Borges en favor de las arriesgadas gestiones de Ratti y Castellani. La revista Crisis, por supuesto alérgica a Borges y enemistada con Sábato, reservó para ellos el papel del sicofante. Semanas después era clausurada por el gobierno, quien pagaba de ese modo el salario del apoyo crítico, predicado por el Partido Comunista, a la sinuosa figura de Videla.

En 1980, uno de los años plomizos de la dictadura, Castellani fue entrevistado por el comentarista deportivo, presunto escritor (esta boutade es una paráfrasis de Gelman), Rodolfo Braceli, por entonces al servicio del servil semanario Siete Días. Nada quedaba de la temeridad que el religioso había sabido esgrimir (siempre según su propia deposición) en aquella oportunidad gastronómica. Castellani, además de las reiteradas blasfemias en contra de la modernidad y la relajación de costumbres nada sorprendentes en quienes ejercen su escasamente prestigiosa profesión, se permitió proferir declaraciones nada dudosas en lo que respecta a su pensamiento político, más cercano a la antigua línea editorial de Crisis que, quizás, lo que el iluminado staff de la revista hubiera sospechado: “Bien mirada, la pena de muerte es más cristiana que la prisión perpetua, que no hace sino pudrir al criminal y no lo convierte ni mejora. Jesucristo no reprobó la pena de muerte. Al fin y al cabo para un cristiano es preferible la salvación del alma del injusto que la conservación de su vida para que la pierda”. En la impávida opinión de Castellani, es acción amantísima dar muerte al infiel, para de ese modo impedirle el riesgo de la condenación. Podía sentirse muy a gusto el padre Castellani en la fecha de su sentencia: en la Argentina sucedía, en toda ocasión, su designio.

¿Cómo llevar a cabo la roja pero sagrada hechicería que mezcla dos ingredientes tan disímiles como el asesinato y el amor? La palabra que da respuesta al enigma es órgano sustancial del pensamiento preconciliar de Castellani: la cruzada. Amplia y profunda era la que estaba en continuo proceso de realización y de renovación en este país en los momentos en que Castellani emitía su consabida ortodoxia. El sacerdote no menciona en una sola línea de esa extensa y autovenerable entrevista su preocupación por la suerte de los desaparecidos, en 1980 mucho más numerosos que aquéllos que integraban la nómina de Ratti o la solitaria presencia en un trozo de papel de Haroldo Conti. Tal vez se hubiera marchitado, en razón de su avanzada edad, algo de su valor, mas no así el fulgor de su lucidez cívica: “Los nacionalistas y los no nacionalistas muchas veces han querido imponer dictatorialmente la moral a toda esta nación, pero han fracasado. Porque no eran dictadores de verdad”. Braceli pregunta luego por las características deseables en un hombre fuerte. Castellani contesta: “Es necesario que sea un santo. Porque el grado de violencia que un hombre tiene derecho de infligir a otros hombres corresponde, por lo menos, al grado de amor que les tiene”. Resulta fácil imaginar a Castellani decretar la absolución de un uxoricida a causa del hondo sentimiento que lo indujo a matar a la mujer con la que compartía el lecho. ¿No habían sido acaso el amor al pecador y a su destino de ultratumba los combustibles que encendieran las hogueras de la Inquisición? El entrevistador inquiere acerca de su concepto del periodismo: “Yo creo, como Kirkegord (sic),que el periodismo de hoy es una gran porquería, pero una porquería necesaria, buena”.Nos es dado sospechar que Castellani adeudaba de su paso por el seminario sacerdotal algunas asignaturas relacionadas con la ciencia de la lógica.

Braceli compara a Castellani, precisa e inexplicablemente, con Borges, y destaca su animadversión por Sartre, quien muriera el mismo año en el que Borges firmara la solicitada de las Madres de Plaza de Mayo hecha pública por el diario Clarín el 12 de agosto de 1980, la cual exigía del régimen la explicación del destino de los desaparecidos. Es justo aclarar que el documento fue también suscrito por Sábato. El 16 de septiembre que siguió a esa demanda, Borges reflexiona en un reportaje concedido al periódico italiano Panorama y reproducido por Clarín, anticipándose a quienes cuestionarían la supuesta hinchazón de las cifras de quienes fueron aniquilados en medio del tormento: “Se dice que el número de víctimas ha sido exagerado, pero bastaría un solo caso, Caín mató a Abel una sola vez, Cristo fue crucificado una sola vez”. La piedad de Borges, un confeso agnóstico, resulta muy superior a la del confesional Castellani. En octubre, agrega: “Las declaraciones oficiales dicen que sólo hay ochocientos dos presos políticos. Bueno, ochocientos dos presos políticos sin defensores, y el hecho de que estén detenidos clandestinamente, es algo que yo no acepto”. El 10 de abril de 1981, Borges afirma en una entrevista de Roberto Alifano para el mismo diario que las autoridades de la dictadura deben publicar los nombres de las personas desaparecidas, pero que “eso no va a suceder. Hacer eso es declararse culpable”. Es oportuno recordar que el mecanismo productor de secuestros, torturas y ejecuciones funcionaba sin descanso todavía en esas fechas, y que el proceso militar no se tambaleó sino hasta después de la debacle bélica, instante luego del cual más de un antiguo apologista se reencontró con su fervor democrático. Un testimonio oral subraya de Borges una hidalguía que pocos están dispuestos a reconocer: el día de la aparición de la solicitada en Clarín, Borges fue consultado radiofónicamente acerca de si su apoyo a esos párrafos era real; en otras palabras, desde las alturas del poder se le otorgaba la posibilidad de la retractación. Ante el estupor de los desde hacía largo tiempo prosternados conductores del programa, Borges, contumazmente, respondió que sí. De inmediato la transmisión se cortó. Juan Gelman, con cuyo pensamiento Borges no concordaba, es quien rescata el coraje de un hombre anciano y ciego en una tierra sin leyes.

Una desprolija superstición hace de Borges un escritor gélido, más apto para el comentario de las heladas sagas de Escandinavia que para la celebración del costado carnal de las pasiones. Basta vagar por entre sus páginas guiados por la luz de un errabundo azar para desmentir ese error. Borges es el autor de un poema de amor que no tiene parangón en la historia de la literatura. Nadie ignora que es fatalmente sencillo componer versos apurado por la euforia de la conquista o la melancólica furia de la desazón; también son aliados de las musas el rencor o el desprecio, o la pérdida. Hablar de amor cuando éste ya ha cesado, pero hacerlo con la serena compostura de quien admite que por instantes efímeros vuelve a enamorarse de los restos de la majestad de quien ejerciera sobre él el poder del abrazo es sólo generosa capacidad de Borges. Cuando Ronsard advierte a Helena que lo extrañará en una vejez que la privará de su atractivo, los versos son a un tiempo un reproche y una maliciosa predicción (Quand vous serez bien vieille, au soir, à la chandelle, / Assise auprès du feu, devidant et filant, / Direz, chantant mes vers, et vous esmerveillant: / Ronsard me celebroit du temps que j’estois belle). De Elvira de Alvear se recuerda con hilaridad un descuido no exento de cierta justicia literaria: había prometido al ávido Neftalí Ricardo Reyes (cuyo nom de plume fue Pablo Neruda), un ya algo olvidado y aceptable escritor, la publicación de Residencia en la Tierra, desde la fortuna que el linaje del que descendía Elvira le permitía. Reyes (o Neruda) envió presuroso el manuscrito a París, por el que se le abonaría una suma cuantiosa. Elvira lo extravió; el despojado poeta la asedió con misivas en las que la tildaba de irresponsable, de loca y de gusano. Seguramente olvidaron quienes habían tenido a su cargo la educación de Neruda impartir la lección que establece que los caballeros no tienen memoria. Borges había cortejado con seriedad pero sin éxito a Elvira de Alvear; hay exégetas que la identifican con la Beatriz Viterbo de El Aleph, la Teodelina Villar de El Zahir y la Beatriz Frost de El Congreso (término que simboliza, en una acepción perdida accesible sólo a la inteligencia de Borges, la cópula). La declinación económica del módico patriciado argentino y la del país en general esfumaron los tesoros de la familia Alvear. De su casona en París, Elvira se rebajó a existir en un departamento ínfimo del barrio de San Telmo. La lenta hiedra de la locura la cubrió, como una clámide brumosa. Hasta su muerte, Borges, ya amainada la época más punzante de su afecto, la visitó en ese refugio indigno. Elvira ya no era hermosa ni rica; agitaba una campanilla y se quejaba de la holgazana tardanza de una servidumbre fantasmal. Borges le obsequiaba el más tierno de los regalos que puede prodigar un hombre a la mujer que ha construido por años el sinsabor del rechazo: para él, Elvira era, todavía y siempre, y así se lo insinuaba con compasivo y hábil pudor, bella y afortunada, para que esos días indecorosos lejos de la brillante Europa transcurrieran en el candor de aquella otrora amada mujer y en la felicidad de ignorar el saberse sumida en la caída de la pobreza y la fealdad. Quien recorra los versos que describen la extensión de la relación de Borges con Elvira de Alvear hallará de ella sólo la imagen del encanto:

“Todas las cosas tuvo y lentamente
todas la abandonaron. La hemos visto
armada de belleza. La mañana
y el arduo mediodía le mostraron,
desde su cumbre, los hermosos reinos
de la tierra. La tarde fue borrándolos... De Elvira
lo primero que vi, hace tantos años,
fue la sonrisa, y es también lo último”.

1944 es el año de Normandía en el oeste y de la ofensiva Bagration del Ejército Rojo en el oriente; ésta arrasará más hombres y armas de la Wehrmacht que Stalingrado y llevará a los rusos hasta el Vístula y los arrabales de Varsovia. En 1944 la literatura escrita en lengua española es modificada para el asombro de varios de los siglos por venir. “Artificios” es universalmente catalogada como la segunda de las partes que componen Ficciones, volumen de Borges que data de 1941. Cada uno de los cuentos (género hoy moribundo en razón del imbécil dictamen de la industria editorial) que constituyen ambos ciclos es una obra maestra. No es sin embargo hasta 1956 que Ficciones encuentra su forma definitiva en edición de Emecé. Borges advierte en el prólogo con añeja indiferencia por su fama que “El fin”, tal vez la pieza corta mejor lograda jamás escrita, casi no le pertenece: fuera de algún personaje menor, todo es una invención de Hernández que él ha querido reescribir sin mayor pretensión. Un hombre espera a otro en la rústica soledad de una pulpería para vengar una muerte. El hecho es observado desde la inmovilidad de un camastro por el patrón, cuya vista es testigo del estallido del genio de Borges: antes de revelar el desenlace, que nadie barrunta, el combate se interrumpe y la voz de un escritor por entonces casi ignoto se inmiscuye entre los aceros y dice: “Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo: nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos y es intraducible como una música. Desde su catre, Recabarren vio el fin”. No ha de existir escritor en cualquier lengua que no desee ser el agradecido autor de esas líneas.

Más de una vez Borges manifestó un capricho gentil: morir en el mismo hotel de la Rue de Beaux-Arts en el cual se apagara Oscar Wilde en Saint-Germain-des-Prés. Narran las biografías que el 30 de noviembre de 1900, Borges contando ya con algo más de un año, Wilde moría en la habitación número dieciséis del Hôtel d’Alsace a las dos de una tarde lluviosa. Seis décadas después, Borges, incorregible defensor de Wilde, escribía para homenaje de su padre acerca del esplendor de la pesadumbre que invade las memorias cuando, como comprobara la rudeza de Tamerlán al devorar los suelos implacables su intento de herir con sus flechas a los cielos, desciende el renovado prodigio de las aguas:

“Bruscamente la tarde se ha aclarado
Porque ya cae la lluvia minuciosa.
Cae o cayó. La lluvia es una cosa
Que sin duda sucede en el pasado”.

Borges combinó dos aspectos de la perfección que fueron hasta él antitéticos: la absoluta erudición y la absoluta belleza. Su modestia lo llevó a que hasta su partida se empeñara en negarlo. Nosotros, que sabemos de la ineficacia de esa tímida intentona de engaño, recibimos sedientos la lluvia que se derrama desde las páginas de un alguien que sabía ver mucho más allá de su ceguera.