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Bichos

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—Son las últimas pastillas —dijo Rex tendiendo sus manos como Morpheus—, una para mí, otra para uno de ustedes. Que ya no haya más drogas y que las últimas no alcancen para todos nos viene a demostrar lo bajo que hemos caído. O sea: cruzamos la línea: donde no hay drogas no hay civilización. Sólo barbarie.

—Paso —dije—, que se la quede Jon.

Me acomodé en la silla de playa y miré hacia la calle, hacia la costanera y hacia el mar. Estábamos solos en la casa de Claudia; Punta de Piedra demoraba su retorno de la playa y entre las calles y en los porches las cosas se disolvían en el calor de la peor noche de enero.

—¿Qué efecto tienen estas? Me suena a que si son las últimas son la resaca, te conozco bien, hijo de puta.

Rex se hizo el ofendido y empezó a explicarle a Jon que las había guardado para el final porque su efecto requería paz y tranquilidad. Un momento de introspección, dijo. Jon se encogió de hombros y tragó la suya. Le pasé la cerveza.

—Pero igual contá qué efecto tienen —le pedí. Alrededor de la luz del porche orbitaban cuatro o cinco bichos.

—Me dijo mi designer que todavía están en un estado experimental, pero que te afectan la memoria. En el mejor de los casos producirían la instalación plena en la conciencia de un recuerdo; es decir, revivís horas enteras de algo que recuerdes. No es selectivo, claro, y lo interesante es que el tiempo que te lleva rememorar ese momento pasado no concuerda con su duración... a ver, no sé si me explico. Recordás media hora de un día del 2005, ponele, pero el viaje no equivale a media hora en el tiempo intersubjetivo; o sea, aunque para vos sea exactamente media hora, para los que están contigo, para el tiempo reloj, serán cinco minutos, dos minutos, un minuto.

—¿Y qué tipo de control tenés? —preguntó Jon.

Por la calle pasó una pareja con dos hijos pequeños, esterillas, heladerita, baldes y palitas. No tenía ni reloj ni celular a mano pero serían las diez, supuse. Miré la luz del porche: se habían sumado tres bichos de esos más grandes y duros, como escarabajos resecos, también atraídos por la luz.

—Ninguno... y todo. Es decir, no elegís el momento, pero una vez transportado allí tenés la ilusión de libre albedrío, de que vos elegís hacer lo que estás haciendo. Sin embargo, por supuesto, lo que hacés concuerda exactamente con lo que hiciste. Es como un viaje en el tiempo paradox-free.

—Ah, estaría bueno poder cambiar cosas —dijo Jon, y pensé que era el primer ataque de la noche.

—Bichos de mierda —dijo Rex, agitando las manos—; odio los bichos que se pegan a la luz —y señaló la pared que teníamos a nuestras espaldas—, miren todos los bichos hijos de puta que hay.

Miré. Tenía razón. Mi perspectiva desde la silla sólo permitía detectar a los que daban el salto desde la pared hasta la órbita de la lamparita; sin embargo, pegados a la pared había muchos más insectos. Era una sensación desagradable, como las uñas en el pizarrón, un pensamiento incómodo y recurrente instalado en el mundo exterior bajo la forma de bichos, y entendí que pensar en el origen del ruido de los grillos o en el polvillo de las alas de las polillas era una forma fácil de erizarse de memoria.

Pero el primer ataque literal lo lanzó Jon.

—Bueno, Rex, habrá que decidir qué hacer ahora, ¿no? Fijate que nos quedamos sin banda.

Suspiré.

—Y sí, Joncito, una vez más somos vos y yo, nomás.

Jon me miró.

—¿No tenés nada para decir?

Negué con la cabeza.

—No estoy dejando la banda, Jon, estoy dejando la gira. Necesito un tiempo para mí, nada más. Acá, en Punta de Piedra.

—¿Te quedás con la petisita culona de la librería, no?

Rex se levantó y entró a la casa. Jon me miró esperando la respuesta.

—Voy a alquilar una casa. Quiero pasar el verano acá, quiero escribir. ¿Vos entendés que yo me metí en la música, en Santuario primero y luego con ustedes, ante todo porque no podía escribir? Bueno, ahora puedo. Y necesito tiempo para mí.

Toda la banda, estuve a punto de decirle, toda la música, los toques, la gente, todo aquel tiempo entre el 2002 y el presente fue apenas un mal sueño, una pesadilla de mi imposibilidad de escribir. Entonces ahora, entre los bichos, estaba empezando a despertar.

—Claro, y nosotros nos jodemos, ¿no?

Jon se cruzó de brazos. Tomé un trago de cerveza y se la pasé.

—No te pongas así. Dame unos meses, dame un mes y medio; después tocamos. En Montevideo, qué se yo... vemos.

Rex regresó con una lata de insecticida. Apuntó hacia la pared y pulverizó una buena dosis del líquido. Tosí.

—Rex, la puta que te parió, ¿me querés envenenar? —le grité, riéndome.

—Jodete por insecto, Gregorio Samsa... yo soy el exterminador.

El olor del veneno era insoportable pero empezó a disiparse de inmediato. Ninguno de los bichos pareció verse afectado.

—Hay que traer otra chela —dije. Jon, quizá un poco arrepentido de haber esbozado la discusión, se levantó de un salto y entró a la casa.

—De chico me acuerdo que era sonámbulo, hasta los once o doce años —comencé—. Un día me despertó el ruido de unas hormigas voladoras, o casi me despertó, porque seguramente todo lo que pasó fue en un estado sonámbulo de semiconciencia. Eran hormigas voladoras pegándose contra un placard que tenía en la casa de mis abuelos acá mismo, en Punta de Piedra. O sea cientos de hormigas, bueno, menos a lo mejor pero, en mi sonambulismo o sonambulez me sentí rodeado, rodeado por cientos, miles de hormigas voladoras. Entonces agarré uno de esos viejos insecticidas a flit, ¿te acordás?, que tenían un émbolo y había que hacer ese movimiento de garche como si te cogieras a los insectos —Jon apareció con una cerveza destapada; mirá que sos un asco, vos, dijo, te querés coger a los bichos de mierda—, y así les pulverizabas el liquido que tenías en un depósito. Esa noche, entredormido, debo haber vaciado la maquinita de flit. El aire se volvió irrespirable pero yo no me daba cuenta. Mis abuelos, imaginate el olor que habría por toda la casa, terminaron por despertarse y empezar a toser; cuando se dieron cuenta de que era yo dale que te dale flitando a las hormigas me sacaron afuera, a que tomara aire, a ver si me despertaba o qué. Hubo que ventilar todo, y lo curioso es que no recuerdo haberme ido a dormir después, ni tampoco haberme despertado. No sé. Es una bobada pero todavía lo siento como un recuerdo de esos un poco irresolubles...

—Pará, ¿te estaré transmitiendo el efecto de la pastilla telepáticamente? —Rex lo decía en serio—, ha pasado antes, una vez Jon viajó todo el viaje que estaba viviendo yo, sin haber probado nada...

—Bueno, pero no te olvides que Jon es especialista en vivir los viajes de los demás...

Esa fue mi pequeña venganza. Tomé un buen trago de cerveza y la volví a dejar en el piso.

—Lo que yo no puedo creer —dijo el aludido, facilitada su reentrada al juego— es que justo hayas resuelto dejar la banda... la gira, el mismo día en que a la flaca de mierda esa, a la flaca del orto esa también se le da por volver a Montevideo. Y que, para colmo, hayamos tenido un batero tan cagón que cuando se queda sin cantante y sin primera guitarra lo primero que piensa es ¡yo también me voy!

El zumbido de los bichos empezó a hacerse demasiado notorio. Ahora había una buena cantidad girando alrededor de la lamparita; no quise mirar hacia la pared.

—No es tan así, Jon —comencé, pero no supe cómo seguir— no es tan así.

—¿Ah, no, Fede?, ¿y entonces cómo es? —preguntó Rex, tomando un trago de cerveza.

No respondí de inmediato. Ante el silencio repentino, el zumbido y crepitar de los bichos pareció acercársenos como cargado por una ola o como si fuese en sí mismo una ola de ruido blanco; el mar se retiraba para dar paso al tsunami. Desde la costanera subía la gente atontada o asustada por la playa y la noche.

—Para empezar, Guillermo se fue de la banda porque no se bancó más los problemas que siempre tuvo contigo, Rex. Y todos sabemos que nunca ejerció un compromiso real con la banda, que era un pibe común y corriente que en algún momento pensó que sería divertido tocar con frikis como nosotros. Por otro lado, lo que él siempre hubiese preferido hacer es, no sé, tocar covers de los Red Hot Chili Peppers en boliches chetos. Pero, claro, si no tenía problemas con nadie en la banda, si no tenía que bancarse nada que le rompiera las bolas, entonces seguía tocando; es un batero, ¿qué más querés? Son tipos que en general, no te digo siempre pero sí en general, no participan de los conceptos o de las estéticas o de lo que puta queramos giles pretenciosos como nosotros en la música, ¿entendés?; lo que él siempre quiso fue tocar y pasarla bien, y sin cantante y todavía bancándose a vos, y para colmo con una guitarra menos, habrá pensado yo de acá me borro, yo esto no lo saco adelante...

—Exacto, lo que yo digo —levantó la voz Jon—, que es un cagón, que se fue a la mierda justo cuando más se lo precisaba. O sea... con una guitarra sola hemos tocado; con Rex cantando también hemos tocado. Pero sin batero no podemos tocar, no vamos a sacar las acústicas y tocar un combo con temas del unplugged de Nirvana, ¿no?

—Para nada, Joncito, le estás errando como de acá a Montevideo. Tranquilizate. Que se vaya la flaca de mierda de Perséfone me chupa un huevo; al contrario, me alegro. Nunca sirvió para nada. No canta bien. Es un palo vestido de negro paralizado ante el micrófono y para colmo haciéndose la cantante lírica. Que le den por el orto con un dildo gigante en una convención de lesbianas anabólicas. No me importa. Y Guillermo es un pelotudo, como bien dijo Federico acá, un tipo al que veo dentro de diez años con panza y en shorts lavando con la manguera el autito que pudo comprarse, los hijos correteando por ahí tirándose barro y los suegros sentados en reposeras mientras se hace el asadito. Nosotros no somos así, Joncito, no tenemos que quemarnos la cabeza por esa gente, ¿OK? A mí me quema cortar con la gira, porque venía bien; a mí me quema que Fede deje la banda, o no saber si en verdad la está dejando o si solo es una pausa o qué. Eso me quema. Cantar, canto yo. Al que le guste, bien, y al que no, que se vaya a sacar fotos en la convención de lesbianas o a encerarle el Fiat Uno a Guillermo. Vos te preocupás por la batería; tenés razón, obviamente no podemos seguir la gira, pero en Montevideo hago cuatro llamadas y al día siguiente estamos ensayando con un batero más demente que John Bonham y Keith Moon juntos. Todo eso es prescindible, reemplazable. Pero Fede acá, y la puta que lo parió por esto, no lo es.

Tampoco supe qué decir. Tomé la cerveza y bebí un buen trago.

—O sea —continuó Rex—, no es prescindible ahora; danos un mes y todo vuelve a la normalidad —rió—, pero igual queda la pregunta, ¿qué hacemos ahora con la banda?

También preferí reírme.

—Che, esto de los bichos es una mierda —dije—, me tienen podrido... no quiero ni mirar a la pared.

Estábamos los tres enfrentando la calle y ninguno quería mirar hacia atrás. Entendí, como pasando las páginas de una edición ilustrada del Infierno, que pronto habría una capa compacta de insectos vibrando sobre la pared.

Rex tomó una guitarra y empezó a tocar “Rooster”, de Alice in Chains, y no fue que sintiera un déjà vu, pero sí entendí que aquella proliferación de bichos ya había sucedido en mi vida, demasiados años atrás.

—Me parece que esas pastillas venían falladas —dije—, ¿o han sentido algo?

—Yo ya viajé tres veces en el tiempo —dijo Rex—, pero los viajes para ustedes deben haber durado segundos, menos que segundos. Es impresionante.

Jon puso cara de no entender.

—Yo todavía no sentí nada, ¿habré hecho algo mal?

—Diferencias metabólicas —sentenció Rex—, ya te hará efecto.

Sentí una picazón en la nuca y acerqué la mano para rascarme. Eran los bichos.

—¡La puta que los parió, bichos de mierda! —dije, levantándome de un salto y sacudiéndome el pelo y los hombros. Miré la pared: polillas, mariposas nocturnas, escarabajos, langostas, capas y capas, insectos sobre insectos. Jon también giró para mirar aquel caos crepitante digno de un Lovecraft más amargo.

—Esto no puede ser normal —dijo—, se está llenando de bichos de una manera como jamás vi en mi vida... ¿de dónde puta vienen?

—No sé —dije, adelantando la silla, lejos de la pared—, pero en cualquier momento me voy para adentro y cierro todo. Menos mal que no dejamos ninguna luz prendida.

—Con este calor adentro va a estar insoportable —dijo Rex—, la tormenta del otro día hizo todo lo contrario a lo que se espera en estos casos. Está agobiante, y me parece que es por eso que vienen esos bichos. Estoy seguro de que es por eso —y entrecerró los ojos, sin dejar de rasgar la guitarra. ¿Estará viajando?, pensé.

—Yeeah —cantó—, they come to snuff the rooster.... Yeeah... here comes the rooster... he ain’t gonna die... you know he ain’t gonna die...

—A lo mejor hay un bicho rey —dijo Jon—, y todos estos bichitos minion están preparando las cosas para su llegada.

—Si es así —dije—, no quiero estar afuera cuando aparezca, bicho de mierda.

—Es un mar de bichos —dijo Rex, dejando la canción y pasándome la guitarra.

Empecé a tocar “Jeremy”, de Pearl Jam.

No podía apartar de mi mente la imagen de un mar de insectos.

—¿Ustedes se acuerdan —comencé— de aquella vez hace dos años, cuando fuimos a lo de mi amigo Miguel, en Santa Lucía del Este?

—¿Aquella vez que nos agarró la tormenta, qué digo tormenta, el huracán en la playa?

—Exacto. Me acordé ahora que dijiste mar de bichos... y ahora que lo pienso todos fuimos unos cagones esa noche, todos, yo el más cagón. Vos, Jon, llegaste a gritar bajo la lluvia ¡bueeenoooo peeeeroooo si meee mueeeroooo iguaaaaal grabeeee un diiiiiscooooooo!, y Rex, vos estabas desesperado buscando cualquier posible refugio para meterte, corrías de aquí para allá sin saber qué mierda hacer.

—Me acuerdo —rió—, pero, en mi defensa y en la de Jon, tenés que convenir que esa noche se venía el mundo abajo. Lo peor es que lo sabíamos antes de tomarnos el ómnibus, sabíamos perfectamente que se venía la tormenta. Y si vos no te hubieses perdido habríamos llegado a tiempo a lo de tu amigo, no se hubiese ido a no sé dónde es que se fue y al menos podíamos quedarnos en su casa...

—Lo peor fue lo mío —dije—, porque en aquel momento estaba leyendo mucho esoterismo, ¿te acordás? Magia ritual y todo el asunto, o sea, llegué a pensar en serio que podía practicar la magia ritual, y la mejor iniciación posible, se supone, es meterse al mar en una de esas tormentas, en plan hago lo que sea. Se supone que eso lleva a tu voluntad a un nivel especial, que es el de la magia. Menos mal que ya no creo en nada de eso, ¿no? Pero aquella vez pasé días enteros muerto de vergüenza por lo cagón que había sido. Era el momento perfecto, mar, tormenta, todo...

Rex se encogió de hombros, supongo que entendiendo el mensaje.

—No preciso la magia —dijo—, tengo drogas.

—Tenías. Acaban de tomarse las dos últimas pastillas. Que, por otra parte, no les han hecho efecto alguno.

—Yo viajé cuatro veces ya, pero ustedes no tienen cómo darse cuenta.

—No me jodas, Rex.

Se cruzó de brazos y alargó una mano como pidiéndome la guitarra. No se la di. Empecé a tocar “Coma White”.

Los bichos caminaban por mi espalda y mis brazos, pero estaba claro que refugiarme en la casa era el equivalente de perder ante Jon y Rex. Era, de hecho, regalarles la partida.

Debía resistir.

—Estoy seguro que en cualquier momento va a venir el bicho más grande de todos —dijo Rex, apartándose una polilla del pelo. Los insectos volaban por todas partes; un huracán de insectos, un tornado de insectos, la entropía encarnada por insectos y llevándose el mundo a la mierda—, esto que estamos viviendo es un rito, los bichos lo hacen todos los años, es parte de sus vidas. Forman una nube como esta, que seguramente adquiere conciencia, como una mente-colmena o como un universo entendido como una criatura individual hecha de miles de células-insecto. Quizá está buscando comunicarse.

—Nada busca comunicarse, Rex —dije, pasando a las estrofas de “Mr. Crowley”.

—Esto es un embole —dijo Jon—, me parece que me voy para adentro.

—Yo también me voy, no me banco más a los bichos.

Se levantaron los dos y quedaron un instante de pie, mirando la pared cubierta por la frazada artrópoda.

—¿Y adentro que hacemos, Joncito? ¿Tiramos una moneda para ver quién le da a quién?

—Bueno, somos tres en realidad.

—Yo no voy a entrar —dije.

—¿Te vas a quedar acá con los bichos?

—Si somos tres habrá que usar otro sistema.

Jon entró. Saludos al rey de los bichos, dijo.

Rex se demoró un momento.

—Ahí tenés un mar de bichos y una tormenta de bichos... ¿no querés meterte? A lo mejor el rey de los bichos del que habla Jon también está esperando que lo rescates.

—What if I give you the finger and you give me my phone call?

—Up yours. Me voy para adentro.

Me quedé pensando en cuánto más combustible de orgullo tenía para atravesar el huracán de bichos. Muy poco. Tomé la guitarra y me levanté. La gente que pasaba por la calle caminaba despacio y espantando los insectos con lo que tuviera a mano. Entonces recordé, de repente, que todos los años había noches así, de las más calurosas del año, cercanas a alguna tormenta especialmente intensa y llenas de bichos, noches en que los bichos llegaban a Punta de Piedra y cubrían con sus caparazones todas las lámparas del balneario. Al otro día la arena y el césped aparecían cubiertos de élitros, alas y patas minúsculas; no había —o nunca llegué a verlo— ningún Rey de los Insectos, sólo noches en que tenía que quedarme adentro, refugiado tras ventanas que jamás cerraban del todo, y mis abuelos echaban flit y contaban la historia de aquella vez en que me levanté sonámbulo en la mitad de la noche y casi nos intoxico a todos. Estaba abriendo la puerta cuando escuché que Jon gritaba ¡lo logré! ¡viajé! ¡viajé al pasado!, y Rex se ponía a gritar ¡yo también! ¡yo también! Demasiado. Toda mi vida, entendí, me había quedado adentro en la noche de los bichos. ¿Y si salía a caminar por las callecitas de Punta de Piedra? Quizá sí había un Rey de los Bichos, que anidaba en la plaza central o en la iglesia o en la mansión solitaria y pasaba su última noche de vida desintegrándose, como un alien varado en la playa contagiando de extrañeza a toda la ciudad que lo rodea. Todo era posible, como en el fondo más profundo del océano, como las historias grabadas en la piel rugosa de los calamares gigantes.

Dejé la guitarra sobre la silla que había ocupado Rex y caminé, despierto, hacia la calle.