Letras
Los sueños de la eternidad en el tiempo
Extractos

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Las apariencias de la verdad

Sabemos que el Cristo dijo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”; los docetistas empezaron dudando de tantas afirmaciones y terminaron negando la realidad del garante. El nombre les viene de la palabra griega dókesis que significa apariencia. Cuando empezaron a debatir si Jesús era menor, igual o mayor que el Padre los docetistas dieron con una solución ingeniosa. Si uno afirma que Cristo y el Padre son la misma cosa, se interpone la existencia material de Cristo que evidentemente Jahveh no tiene: no bajó a la tierra en un pesebre, no vivió en Judea, no pescó en Galilea ni murió en la cruz del Gólgota. Este simple argumento material bastaba para impugnar la igualdad de ambas Personas. Para los docetistas la existencia física del Cristo fue una simple apariencia, un espectro proyectado por Dios para hacernos creer que habíamos hospedado a su Hijo. Razonaban de este modo: Cristo vino a salvar el alma, no la carne que es irredenta por naturaleza. El alma que vivió entre nosotros fue real pero el cuerpo del Salvador fue aparente, en María nada encarnó ya que nunca hubo carne alguna. Sus heresiarcas (de variada estirpe pero en su mayoría procedentes del paganismo) repudiaban la idea del sufrimiento, la mancilla y la deshonra de un Dios rebajado a escarnio de la plebe judía.

Al paso le salieron dos contendientes: Tertuliano de Cartago quien leyó una sarta de citas (1 Cor, 1: 23-24, 1 Juan 1: 13-14, 1 Juan 4: 2-3) que contradecían el dogma docetista y San Ireneo de Lyon que reputó de indigna a la doctrina y ésta lentamente se extinguió en el siglo III. Pido detenernos un instante.

¿Qué decían los docetistas? Que Dios no podía ser material y mantenerse perfecto porque por naturaleza lo material es efímero, defectuoso, fugaz y perecedero. Algo del catecismo de Platón y sus dos mundos heredaron los docetistas y agregaron el repudio gnóstico hacia las inmundicias naturales del cuerpo humano que necesita evacuar continuamente materias indignas como orines, heces, sudores y caspa. Nada de esto convenía a la Segunda Persona que, de haber vivido fisiológicamente en el mundo, no hubiese podido liberarse de tal yugo excrementicio. Siguiendo con el razonamiento inmaterial, concluyeron que la encarnación había sido fraudulenta, un montaje cinematográfico dirigido por Yahveh para hacernos partícipes de su misterio sin arriesgar su divinidad. Sin carne expuesta al tiempo la Segunda Persona podía mantener su integridad y el pesebre, la fuga a Egipto, la oración en el huerto y el Gólgota se reducían a escenografías del drama divino que nunca salió del cielo. Para los docetistas nunca existió conflicto entre la eternidad de Dios aislada en la pesadumbre de su confinamiento y el tiempo humano que las Parcas hilan sabiendo que más tarde o más temprano será cortado por las tijeras aviesas. El docetismo se fue extinguiendo lentamente o sus secuaces se inscribieron en el Gnosticismo que cultivaban en los desiertos de Tebas austeros señores ermitaños.

 

La eternidad en los demás

Una queridísima amiga española acaba de enviarme un correo electrónico (todo se ha electrocutado en nuestros tiempos, Deo gratiae)en el cual adjunta un gran abrazo para un amigo común que falleció hace dos años. Este amigo era tan conocido que su muerte apareció en los periódicos de España y otros sitios; pero, curiosamente, esta amiga dio la triste noticia a colegas del instituto donde trabaja. Eso me llevó a preguntarme: ¿cuánto sobrevive nuestra eternidad en los demás? Sé que suena presuntuoso pensar que seremos recordados eternamente. Cambio la pregunta por una más modesta: ¿cómo pervive nuestro recuerdo en los demás?

Creo que casi todos sospechamos que el arte sobrevive al artista aunque la publicidad editorial nos haga pensar que cuanto más venda un autor, más cerca estará de la inmortalidad. Esta fullería comercial no conseguirá disuadirnos; todos moriremos lo necesario, ni más ni menos, aunque algunas obras vayan ganando salud con el tiempo en tanto sus autores/as se llenan de arrugas, calvicie, artritis y olvido. Las grandes obras de la Literatura son monumentos de tiempo que han vencido a los siglos y su insaciable vocación de amnesia. ¿Se olvidarán alguna vez La Odisea, La Divina Comedia, Las Lusíadas, Hamlet, Fausto, La Orestíada? ¿No sería un pecado mortal para la humanidad?

Para esta querida y joven española nuestro amigo no murió aún; o dejó de morir un instante en el que ella lo pensó recibiendo el abrazo que le había destinado a través de mí olvidando también que mi cerebro, lisiado por el tumor, tal vez no consiga recordar la encomienda. Esta querida amiga suspendió la contundencia de la muerte durante un breve tiempo en mi memoria también, contagiándola de dudas propias de un deudo. Al recordar a los demás le devolvemos una vida satélite, vicariante pero como el finado obispo Berkeley aseguraba que la mente sólo conoce lo que produce la mente, ¿no sería atinado pensar que si por un instante creemos de buena fe que alguien ya fallecido continúa viviendo, de algún modo sutil lo llevamos a la eternidad, es decir a un sitio sin referencias cardinales ni relojes que malgasten horas? El obispo Berkeley nos autoriza. No es poco.