Letras
El niño que quería escribir un cuento

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Claudio aprendió tempranamente a escribir. Con tan sólo seis años se acostumbró a pasar las tardes copiando las letras que conformaban los diversos textos de un libro de relatos que adoraba su abuela. Algunos de ellos contenían palabras cuyo significado desconocía, pero que, a sus oídos, resultaban de una sonoridad cautivadora: vejación, crisálida, primigenio, embelesar... Precisamente, en esos casos, subrayaba los términos con su color favorito, el verde, y los observaba con detenimiento, como si de esa forma aprehendiera su significado.

Un día la maestra llevó al colegio el mismo libro de cuentos que releía a menudo la abuela y les divirtió con uno elegido al azar. Durante la lectura, mientras las palabras llegaban en un susurro a sus oídos, el niño se imaginaba a sí mismo en casa, con su lápiz verde y su cuaderno, recorriendo con dulzura los trazos correspondientes de cada expresión. Ya en casa, Claudio, al contar lo sucedido, mostró un entusiasmo inusitado ante su madre. Ella intentó calmarle con una merienda de chocolate y leche azucarada; pero el chiquillo se levantó de la mesa sin tocarla y salió corriendo en busca de su cuaderno: había tomado una decisión.

Con el cuaderno en una mano y el lápiz verde en la otra se encerró en “el cuartito para ordenar la cabeza”, que utilizaba su padre. Claudio se sentó en la butaca, de la que le colgaban los pies; abrió despacio la tapa superior de la libreta; pasó las hojas hasta encontrar una en blanco; y, finalmente, se colocó el lápiz entre los dedos y apoyó suavemente la punta sobre el papel. Transcurrieron unos minutos: por fin Claudio había tenido una idea. Repentinamente las palabras brotaron del lapicero en un manantial esmeralda de modo que inundaron las cuadrículas hasta completar varias páginas. El niño sonrió. Estaba satisfecho: había logrado escribir un cuento. Ahora deseaba que lo leyera su abuela, así que llamó a la puerta de su habitación. “Abuela, he escrito un relato para ti. ¿Lo leemos?”. La anciana aceptó la invitación y pronunció cada palabra con un rumor que iba encantando la imaginación de su nieto, como aquellos cuentos que solía leer en la alcoba. Cada vocablo le condujo a cada una de las historias que le había escuchado en otras ocasiones. Eran en sí mismos una narración, un universo libre e independiente que, simultáneamente, daba vida a un relato superior, cuyos engranajes se articulaban con armonía hasta el desenlace. Sumido en la magia, apareció en el salón con el cuaderno. “Mamá, he escrito un relato para la abuela. ¿Lo leemos?”. Su madre inició la lectura con curiosidad, mas el niño la interrumpió al poco de empezar. “Ese no es, mamá. Estás leyendo mis copias del libro de la yaya”. Claudio miró lo que había leído su madre. Pasó las páginas; retrocedió otras. No encontraba su cuento, esa historia caleidoscópica que instantes antes había fluido de los labios de la abuela. Despojó a su madre del cuaderno y se presentó ante la señora. “Abuela, ¿lo leemos otra vez?”. De nuevo las palabras de la narración se deslizaron de su boca en un murmullo que inventó ecos de otras posibles historias.