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La implacable tiranía del frío

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Los silencios siempre le habían incomodado, pues le parecían una antesala de la muerte. Sus labios se sellarían un buen día, cuando el buen Dios, el azar o lo que quiera que hubiese —si es que había algo— quisiera. Y lo harían eternamente. Se imaginaba allí, convertido en una sucia calavera y pensaba en por qué no se habría puesto jamás una ortodoncia. Si Hamlet lo hubiese tenido que sostener a él en vez de al desdichado Yorik, bufón de la corte, se hubiera echado a temblar contemplando aquellos colmillos malformados y agudos, mitad lobunos, mitad paupérrimos. En todo caso feos y largos como los domingos de enero. Antiestéticos en esa calavera de cuidadas proporciones leonardinas.

Cogió un lapicero y empezó a golpear el filo de la mesa con él. Al principio, lo hizo sin maldad, como si se tratase de un estúpido juego infantil en el que se imaginase a sí mismo tocando la batería.

—Si me gustase Mayumaná iría a verlos al teatro —Él no tenía muy claro a qué se refería Ella con ese comentario, pero como el tono que usó le gustaba aun menos que los silencios, optó por coger otro lapicero y tocar la batería imaginaria con todas las de la ley. Ella lo hubiera asesinado en ese instante y Él podía ver el crimen en sus ojos, antaño verdes y edulcorados por el engaño del amor, ahora enrojecidos por la ira y envilecidos por el desprecio. Siguió ganándose un pasaje al infinito media hora más. Pero de pronto, como si de un fotograma diabólico se tratase, la imagen de su calavera con un lápiz clavado en el cráneo se presentó ante él y ya no pudo hacer otra cosa que guardar los lapiceros en ese bote de Cola-Cao que llevaba allí desde el principio de los tiempos. A veces le resultaba extraño pensar en la miseria que rodea siempre al ser humano. Ella jamás había sido pobre ni renunciaba a un solo capricho. Su armario hubiera vestido a todo el pueblo saharaui y con sus cosméticos se hubiera podido pintar la Capilla Sixtina. Y, sin embargo, ahí estaba el viejo bote de Cola-Cao de los años 80. Mil veces se lo quiso tirar a la basura, dos veces lo hizo. Mil veces ella, por un extraño motivo que nadie alcanzaría a comprender, se negó a que su improvisado plumier pasase a mejor vida en una bolsa gris, dos veces lo rescató de entre raspas de pescado y cenizas mojadas. A él le repugnó este gesto y la odió, si cabe, un poco más.

Pensó en cómo sería la calavera de ella. Sin duda, sus dientes quedarían mejor que los suyos. Eran almidonadamente blancos y asquerosamente sanos. A veces, cuando estaban en la cama y ella respiraba con la boca abierta, él podría haber jurado que relucían en la oscuridad como los fuegos fatuos. Tuvo envidia de aquel cráneo perfecto y digno de una clase de anatomía al pensar que el propio sólo podría hallarse en el Museo Arqueológico entre los desdentados Neandertales y entonces comprendió que nunca la asesinaría, pues sería darle el beneficio de seguir creyéndose perfecta. La imaginaba allí, sentada en una lápida con pose de actriz de los años 40 y diciéndole:

—Deberías haberte arreglado los dientes, Mariano —después un brillo malévolo de luna enferma se reflejaría en los simétricos dientes de su amada.

—Pues tú, calva, tampoco ganas mucho —pero entonces ella se pondría a llorar desde sus cuencas vacías y él se sentiría muy culpable porque comprendería que las mujeres tienen una sensibilidad especial cuando alguien les dice algo negativo de su físico. Además en los cementerios no venden pelucas. La imaginó de pronto con un postizo a base de crisantemos y dalias y una risa histérica hizo que todo su cuerpo sufriese una suerte de espasmo que hizo bailar el sofá con una puntuación de 6,7 en la escala Richter. Ella lo miraba desde la lejanía y ya no tenía cuevas, sino ojos. Se sintió enfermo y desquiciado, perturbado por concebir esos macabros pensamientos. Comprendió lo lejos que se hallaba de Él. Sus universos se juntaron una vez hacía siglos y después de ese día nunca más habían vuelto a coincidir. Él no sabía qué narices hacía allí. Ella, probablemente, tampoco.

—Hasta que la muerte los separe... —y entonces la Muerte venía a por Él y lo liberaba de aquel embrujo de permanencia que nadie comprendía. Ella se pondría muy celosa y no le dejaría quedar con la Pálida Dama.

—¿Que te vas a llevar a mi marido? Antes te mato, Zorra.

—Pero si es la Muerte, cari, no puedes matarla.

—Pues te mato a ti si me dejas por Ésta.

La Muerte entonces, pasando de malos rollos, se volvería a colgar la guadaña al hombro y se iría con la música a otra parte. Ya volvería otro día a blandir el eficaz instrumento sobre el guapo muchacho cuando aquella bruja no estuviera. Se imaginó entonces las idas y venidas de la Muerte, un día sí y otro también. Al final, como sucede con los Testigos de Jehová después de cerrarles la puerta en las narices cientos de veces, no volvería. De este modo quedaría condenado a una vida eterna con ella luciendo su despampanante melena roja.

—¿Se puede saber en qué coño piensas, Mariano?

—En lo dulce que eres, Amor Mío.

Lo malo del cinismo es que es como una garrapata. Una vez que se agarra a la pareja con sus afiladas patas no hace más que henchirse y, cuanto más ingiere, más crece y más anhela. Hacía al menos dos años que no se decían nada fuera de este código. Incluso en aquellas ocasiones en las que un buen sexo consigue reavivar algunas palabras de amor cuando ya no hay amor, eran desagradables el uno con el otro:

—Pues que te quiero, joder.

—Y yo, si no, ¿de qué te iba a aguantar?

Y se reían, como si estuvieran contándose chistes que les hiciesen gracia. La mala sangre circulaba por dentro, la garrapata pedía alimento y después de algunos instantes de fingidas escenas de vodevil, cada cual regresaba a su yo más profundo. Ése que, con rabia, pensaba que el otro le había robado algo importante.

En realidad Él nunca le había exigido nada y Ella estaba ahí por voluntad propia. Quizá el sentirse responsable de sus actos era lo que le hacía sentirse mal. Ella tan perfecta, tan analítica, tan salomónica, aguantaba a aquel idiota que aporreaba la mesa con los lápices de modo mecánico y frenético porque quería fastidiarla. Ahí estaba la puerta. Más allá estaba la calle. Después la libertad. Quizá ese Amor esperado y añorado que aún no había conocido. Al principio pensó que podría ser Él, pero ahora sabía que estaba en lo erróneo. Que el Destino tenía un maravilloso plan para Ella porque era, sencillamente, como un ángel caído del Cielo encarnado en mujer. Digna de un príncipe.

Pensó en cuál sería el modo más fácil de abandonarla. Sabía que si abordaba el tema desde la conversación aquello no acabaría nunca. Se iría de noche, cuando Ella durmiese. Sin explicaciones, sin necesidad de hacer ruido. Tal y como un buen día entró en su vida, saldría de ella.

Miraba los astros mientras Él se fumaba un cigarrillo más en la ventana. Tenía frío, pues la corriente le golpeaba las piernas, pero ya desistía de persuadirle para que se fuese a fumar al salón. A Él le gustaba asomarse a la ventana y fumar acompañado por la luna y la sombra de los edificios. Ella se limitaba a mirar su silueta enjuta y casi simiesca. Él casi nunca se daba la vuelta para mirarla y podría fingirse dormida si esto llegase a suceder. En el fondo, quizá tuviese ganas de que eso ocurriera, de que Él se girase y le dijese un “Qué coño miras”. Pero sus ojos habían dejado de ejercer su poder magnético sobre los de Él hacía una eternidad. Lo mismo le importaba ser observado por la alfombra o por la patética lámpara de mesa que les había regalado su mamaíta querida, que por ella misma. Cuándo empezó a ser parte del mobiliario, no lo sabía. Tampoco importaba. Miraba las estrellas desde la cama y a veces lloraba porque no comprendía el porqué de aquel invierno interminable. Le era cada vez más difícil deleitarse en recuerdos de estío. Estaba olvidándose del calor que una vez hubo entre ellos, acaso también de las primaveras suaves y tranquilas, de los otoños hogareños y llenos de abrazos. El invierno llegó con su bata de cola y se aposentó en su casa sin pagar alquiler y sin intención de marcharse. Al principio intentaron echar al molesto inquilino varias veces, pero el miedo al fracaso sólo engendra más miedo y el miedo, a su vez, sólo genera destrucción. Alimentándose de los frutos que había dado su reinado de terror, la gélida estación se quedó para siempre y Ella, mientras miraba el cielo y pensaba en el esplendor y la grandeza del espacio, no podía recordar aquellos tiempos en que fueron felices. Después, ya no podía llorar por haberlos perdido.

Cuando se girase, Ella estaría, como siempre, haciéndose la dormida. Venía haciendo eso desde hacía meses. Quizá la necia esperase que Él le diese un beso en los labios. Era una jodida cursi y por nada del mundo la complacería. Haría como que no se daba cuenta de que estaba despierta y se acostaría en el otro extremo de la cama, intentando no rozarle una sola parcela de piel. Quería demostrarle su indiferencia. Deseaba que Ella se diese cuenta del mal que le había hecho aniquilando el amor que una vez sintió. Primero le quitó el presente, después no se contentó y se adueñó de su pasado. Más tarde, se hizo también ama y señora de su futuro encerrándolo en aquella prisión. Le había quitado lo que más le gustaba de sí mismo, y se sentía desenamorado de su propio Narciso. Y a alguien que deja de amarse sólo le quedan dos opciones: mendigar compasión o la Muerte. Era por eso que los pensamientos macabros ocupaban el 80/100 del espacio de su disco duro. El 20/100 restante lo ocupaban sus necesidades primarias y sus planes de huida.

Caminó por las calles bajo la lluvia y, entonces, tuvo miedo. Una vez fue Él, después eran los dos y ahora no era nadie. Tan sólo un candidato más al jardín de las osamentas risueñas. Se sentía vacío por dentro, como si todos aquellos pensamientos que rondaban su mente se hubiesen extinguido con el agua que caía a raudales. No podía recuperarse a sí mismo y tampoco sabía si lo deseaba. Se sentó en un bordillo esperando a que el aguacero lo arrastrase, quizá, hacia un camino propicio para andar. La imaginó entonces dormida, enseñando los perfectísimos dientes que una vez le habían deslumbrado y sintió mucho frío. Pensó en lo bien que estaría rozando su piel contra su calor bajo las mantas, pero era porque estaba helado, sólo por eso. Por lo visto, el invierno le perseguía fuese a donde fuese. Quizá fuese ésa la causa de todos los males y no Ella, tan tierna, haciendo como que dormía. Joder, sólo quería un poco de atención...

Seis horas bastaron para que él, con la misma quietud, con el mismo sigilo con el que marchó, volviese a girar la llave en la cerradura de su casa. Fue hacia el dormitorio y se recostó a su lado. Contempló el blanquísimo rostro. Tenía la boca cerrada, por lo que intuyó que estaba despierta. Vio que en su mejilla izquierda brillaba el surco dejado por una lágrima. Quizá Ella se había dado cuenta de todo y estaba enfadada. A lo mejor lo dejaba en cuanto despuntase el sol. Las palabras se atropellaron en su boca pugnando por salir antes de que aquel invierno vil la sacase por siempre de su vida:

—Yo te quiero, joder.

—Y yo a ti, dijo Ella entre sollozos.

Un viento helado rompió los cristales de la habitación y cubrió la estancia con un fino manto de nieve. Aquella lágrima que se había quedado adosada a su tez parecía ahora un diamante tallado. Se miraron y comprendieron todo. El sol no iba a salir más. Sólo había una forma de salir de aquel iglú del alma.

Con los huesos atenazados por el rocío escarchado que los cubría hicieron el amor. Pese a que llevaban siglos sin amarse, aquella noche lo consiguieron. Después, Ella, risueña como en las antiguas primaveras –ahora sí que podía recordarlas— le permitió fumarse aquel cigarrillo sobre la cama porque sabía que ya no importaba lo perjudicial que pudiera ser el humo para su salud.

Caían estrellas fugaces el verano que se conocieron y ambos pedían deseos que tenían que ver el uno con el otro.

—Mira, cariño, imagina que es una de aquellas estrellas fugaces, pide un deseo —dijo él dejando caer el cigarrillo sobre las sábanas. Ella sonrió porque en la total oscuridad del cuarto ciertamente parecía una estrella de las de entonces.

Ambos pidieron sus deseos y os diré que tenían que ver con sus aspiraciones hacia el otro.

Se convirtieron en cenizas y, al final, no hubo cráneos dispares. Se mezclaron siendo polvo, convirtiéndose en polvo. El sol entró por la ventana y llegó el verano. Lástima que no estuvieran allí para verlo.