Letras
...Más tendrán sentido (con un nombre)

Comparte este contenido con tus amigos

Hace dos horas, treinta y siete minutos y dos segundos, me he inventado mi nombre porque sé que pronto va a llegar mi hora. Muchos de mis compañeros han caído ya, anónimos, sin nicho, sin honores, sin duelo. Yo, como ellos, estoy preparado para morir, pero antes quiero gritarle al mundo que una vez existí y me sentí vivo. Quiero darles, a aquellos que conozcan mi desgraciada historia, un nombre para recordarme, pues con mi sola descripción no bastaría, tan iguales somos entre sí todos los de mi raza.

Permanezco agazapado a la espera de la mano que busca y que requiere. Ella y sólo ella, blanca, humana, miserable, elige. La vida y la muerte para Ella son cuestión de azar. Tengo miedo pero no lo expreso porque los míos no lo consentirían. Me aplastarían antes de que el Ejecutor lo hiciera. Para los nuestros es un honor el sacrificio. Sabemos que, sin él, no existiríamos. Somos, como el toro bravo, una especie fabricada para la aniquilación. Pero yo no quiero ser eliminado, yo no pedí estar aquí y hubiera preferido no existir jamás que tener que esperar en este estrecho corredor de la muerte. Pero no tengo opciones. Sólo esperar, quizá, a que el Ejecutor muera y nos deje olvidados en esta celda.

Vosotros no tenéis ni puta idea de lo que se siente perteneciendo a una especie en vías de extinción. Si vivimos, nos elimináis. Si ya no valemos para vuestra distracción y perdéis el aliciente de destruirnos, dejamos de nacer, puesto que en vuestra mano está también el darnos la vida. Lleváis años siendo los amos y señores del mundo, haciendo y deshaciendo a vuestro antojo. Creéis que eso durará para siempre, pero no es así. Sois una especie defectuosa y sedienta de sangre. Nos miráis con desprecio, como si fuésemos monstruos, pero, ciertamente, deberíais saber que la verdadera aberración era el inventor Víctor Frankenstein y no su criatura, que sólo era una víctima de su enfermiza mente. Nosotros, a los que llamáis asesinos, contra los que advertís a vuestras crías, sólo somos el fruto de vuestra perversidad y avaricia. Lo que más odio del hombre es que nunca se considera culpable de sus actos.

Pertenezco a una generación de seres alterados químicamente y, por ello, potencialmente destructivos. Pero no todos los míos fueron así. Mis más remotos antepasados vivían en paz y armonía con los humanos. Éstos, a veces, exigían el sacrificio de uno de los nuestros, pero aquello suponía un paso místico en nuestras vidas, porque los hombres de entonces nos respetaban y nos dejaban vivir en nuestro medio natural, nos cuidaban y no nos mataban por vicio o diversión. El momento de la muerte suponía una comunión con nuestro verdugo; y nuestro espíritu pasaba a formar parte del de él una vez extinguido nuestro cuerpo. Después llegasteis vosotros, los hombres que os llamabais a vosotros mismos “civilizados”, y acabasteis con vuestros respetables semejantes porque no tenían vuestras costumbres europeas. Cuando sometisteis a nuestros amigos, secuestrasteis a varios de los nuestros y nos llevasteis a vuestros países. Después comenzó el genocidio de nuestra especie, alcanzando sus cotas más altas en los años 40, cuando incluso se puso de moda en el cine exhibir cómo asesinabais a mis congéneres.

Ahora nos insultáis y decís que somos malos para vosotros. No puedo entender la contradicción humana. Durante siglos, por ejemplo, habéis hecho escarnio del toro públicamente. No os ha bastado con matarlo en su indefensión, sino que, además, lo habéis hecho sufrir hasta morir, deleitándoos con el sangriento festival; mirando el espectáculo sin pestañear... Y, sin embargo, cuando la pobre bestia se defiende y, por azar, atrapa a su asesino, con mano trémula os tapáis los ojos, como si no fuese de esperar que, cuando dos se enfrentan, cualquiera puede resultar herido. Jugáis con la ventaja del que se sabe siempre vencedor, pues hasta cuando se os vence, acabáis imponiendo vuestro poder sobre el ganador y lo matáis. De este modo, mediante la fuerza, la tiranía y el poder, sois los vencedores de la historia y los dueños del mundo. Vosotros, y sólo vosotros, nos habéis convertido en un veneno y luego nos odiáis porque nuestra toxicidad os daña.

Tampoco entendéis del silencio. Los que se saben muertos, poco hablan. Si vosotros, humanos, sois tan charlatanes como cotorras, es porque creéis que podéis desperdiciar todo el tiempo del mundo en jugar con las palabras. La muerte os acecha tanto como a mí, pero como vivís cegados por el egocentrismo y la soberbia, no sois capaces de verlo y, por tanto, disfrutáis fingiendo que todo ocurrirá mañana. Me gustaría parecerme a vosotros en ese sentido y creer que hay una esperanza para mí, pero miro a los míos apretados y silenciosos, oigo las campanas invisibles de nuestra conciencia colectiva tocando a muerto, veo a mis compañeros tendidos y arrugados en el suelo y entonces sé que no hay esperanza posible. Para vosotros tampoco la hay, pero felices sois enfangando vuestra inteligencia con la ignorancia y ocultando la línea del horizonte construyendo edificios. Os lo digo antes de desaparecer: por muy altas que sean vuestras torres, un día caerán. La muerte no distingue las clases sociales y no acepta sobornos. ¿Acaso vosotros hacéis distinciones a la hora de matarnos? Da igual que pertenezcamos a la más alta cuna o a la más baja escoria, siempre nos abrasáis sin piedad para vuestro disfrute. Puede cambiar el verdugo, mas no la pena.

Tengo miedo, la mano se acaba de llevar a mi compañero de al lado. Sólo quedamos dos y nos miramos fúnebremente. Mi mente se contradice: a ratos quiero que él sea el primero porque así mi vida podrá extenderse un poco más. Por otra parte pienso que permanecer aquí en soledad aguardando el instante sin ninguna fe de escapatoria (ya que al ser el último voy a ser el elegido para la cremación), sería terrible y prefiero que me escojan antes que a él. Intento darle conversación pero tiene demasiado miedo para hablar. Yo pienso que, expresando mis pensamientos, una parte de mi terror saldrá y pasará a pertenecer a los demás. Vosotros, que ahora mismo sois testigos de mi historia, saboreáis en parte mis sensaciones y, por tanto, no estoy solo sintiéndolas y no son tan abismales.

Han pasado tres cuartos de hora y nada. Quizá el Ejecutor se haya olvidado de nosotros. Eso es lo peor que nos puede pasar, a no ser que sea de forma permanente. Por lo general, un Ejecutor puede dejarnos en un segundo plano para ejecutar a una nueva oleada de los nuestros que acaba de llegar y que le pilla más a mano, pero no suele dejar cabos sueltos y, tarde o temprano, volverá para terminar su trabajo.

La noche ha caído sobre la tierra y alcanzo, desde mi celda, a ver las estrellas. A veces me pregunto cómo el ser humano puede ser tan malvado si tiene entendimiento para comprender la belleza de la tierra. ¿Cómo alguien que es capaz de ver el firmamento nocturno y de sentirlo libremente puede luego albergar el mal en su corazón? No lo sé, pero así sois.

He despertado con una sacudida, la Mano agita la celda para que nos movamos y nos veamos obligados a salir. Mi compañero y yo tratamos de apegarnos a las paredes y no asomamos el pescuezo. El Ejecutor opta entonces por romper el techo de la prisión y sacarnos por ahí a la fuerza. Me ha escogido a mí y mientras me iza, pienso que, aunque sólo sea por unos instantes, puedo sentir esa sensación vuestra de montaros en una atracción de feria. Soy un ser que se eleva velozmente impulsado por una fuerza superior. Cierro los ojos y me imagino que soy uno de vosotros en una noria...

Los segundos parecen eternidades. Temo el sonido fatal pero aguzo los oídos para escucharlo de una vez, quiero que todo acabe. Por fin escucho el “chas” del arma homicida. Noto cómo vuestro semejante aprisiona mi cabeza con su enorme boca y me deja colgando de ella. Después acerca la llama a mis pies y los prende. Pienso en todos los míos que se convirtieron en ceniza antes que yo, pienso en los vuestros que también fueron reducidos a pavesas a causa de las llamas en la hoguera, pienso que, quizá, mientras el Ejecutor me mata, yo, con mis efluvios venenosos, lo estoy matando y también me doy cuenta de que eso no me reconforta. Mi especie no os guarda rencor porque el mal no existe en nuestro interior.

No hay dolor tan grande como la abrasión hasta el paroxismo. Mi cuerpo se desvanece ante mis ojos y no hay urnas para mis restos, y no hay mares donde arrojarme como a mí me hubiera gustado. Caigo en una vulgar acera de un vulgar barrio, que pertenece a un vulgar municipio de una vulgar ciudad. Desaparezco sin pena ni gloria, sin nadie que me llore o me recuerde; si acaso, el único que lamenta mi muerte es el reo que ha permanecido enjaulado, sabiéndose el próximo.

Me voy y pienso que mi dolor no os importa, que me olvidaréis tan pronto como hayáis acabado de escuchar mi historia. Os gritaré que no soy uno más, que yo mismo, para alcanzar una identidad, he inventado un nombre para mí hace 28 horas, 39 minutos y cinco segundos.

Mi nombre es Tristán porque mi existencia viene marcada por un Destino trágico y cruel del que no puedo escapar. Recordadme porque soy vuestro hijo, porque sois mis padres. Ahora alcanzo a ver las paredes del exterior de la que fue mi celda a lo lejos, donde un grafiti reza el siguiente lema: “Fumar puede matar”. ¡Que me lo digan a mí! Por cada uno que cae de los vuestros, caen miles de los míos. El hombre: nuestro padre, nuestro fabricante, nuestro amo, nuestro dios, nuestro comprador... definitivamente, perjudica seriamente nuestra salud.