Sala de ensayo
San Ignacio de LoyolaLa Compañía de Jesús
Su mirada educacional y científica

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Antecedentes

Una de las instituciones religiosas provenientes de la cristiandad que más éxito han tenido desde la perspectiva histórica y cultural, es justamente la Compañía de Jesús; entidad creada en 1534 por el sacerdote español Íñigo López de Loyola, que luego será conocido por el nombre de Ignacio de Loyola. En septiembre de 1540, el papa Pablo III reconoce oficialmente a la orden y firma la bula de confirmación de la misma. De carácter misionero, la Compañía se destaca en sus inicios por unir los ideales contemplativos y activos de la fe cristiana de su tiempo, a través de los ejercicios espirituales que desarrolla Ignacio de Loyola. Estos ejercicios, que funcionan como exámenes de conciencia, permiten que la persona, a través de la oración y la introspección, identifique la acción de Dios en su vida (parte contemplativa) y luego, que se disponga a buscarlo a través de su actuación cotidiana (parte activa).

Más adelante, una vez instituida a plenitud, la Compañía reconoce la conveniencia de crear un modelo educativo que, basado en la experiencia adquirida de Ignacio de Loyola en París, redunde en una enseñanza más mística y con mayor fuerza para las nuevas generaciones. Por lo anterior, ya a finales del siglo XVI la orden cuenta con universidades y escuelas en Europa donde se desarrollan los tres ejes que trabajaremos a continuación, luego de destacar la personalidad de Ignacio: la estructura y características de la orden, la implementación de un modelo característico de enseñanza, y finalmente, el desarrollo y fomento de las ciencias de la misma.

 

El fundador de la Compañía y su lado humano

Íñigo López de Loyola nace el año 1491 en Azpeitia, en la provincia de Guipúzcoa, actual territorio de la comunidad autónoma española de Euskadi o País Vasco. Educado como caballero, sirve como soldado hasta ser herido en el sitio de Pamplona, en 1521, lo que le hace replantearse su estilo de vida despreocupado. Estos primeros exámenes de conciencia, según escribe en su autobiografía,1 se convertirían algunos años más tarde en el grueso de los contenidos de su principal obra: Los ejercicios espirituales, obra que desarrolla entre 1521 hasta 1548, año en que es publicada en Roma.2

En 1522 Loyola viaja a Jerusalén, pero se detiene en Manresa, donde desarrolla las directrices generales del pensamiento ignaciano; entre éstas, sus reflexiones sobre Dios, la libertad y los afectos humanos.

López de Loyola visita también Roma, Venecia y Jerusalén, en el año 1523, y luego, en 1524, Chipre, Génova y Barcelona, donde se dedica a estudiar gramática durante dos años.3 En 1526 acude a la Universidad de Alcalá de Henares, que estaba influenciada en su programa de estudios por la Universidad de París. Por tanto, en Alcalá de Henares sigue cursos de física y teología, estudiando a autores como Aristóteles, Alberto Magno y Pedro Lombardo. Posteriormente, en 1527, visita Salamanca, y al año siguiente llega a Francia para estudiar humanidades en el Colegio de Monteagudo de París, y filosofía y teología en La Sorbonne, además de algunos cursos en el Colegio de Santa Bárbara, los que termina cuando obtiene su título de Maestreo en Artes en el año 1535. Así, inserto en este ambiente universitario y cultural, forma el Círculo de Amigos en la Fe, unidos todos por el carácter de Ignacio y sus ejercicios espirituales. En esta época se vincula con Francisco Javier (1506-1552) y Pedro Fabro (1506-1546), entre otros, con quienes intercambia las ideas centrales de su marco teórico teológico y les transmite las nociones de sus ejercicios espirituales, llegando a ser grandes amigos. A finales de 1535 Ignacio y sus compañeros viajan hasta Venecia para tratar de llegar en peregrinación a Jerusalén. Arriban en Venecia a principios de 1537, y como les es imposible viajar debido a la guerra entre Venecia y el Imperio Otomano, trabajan con los enfermos de los hospitales de la localidad. En junio de 1537, Ignacio, junto a seis de sus compañeros, es ordenado sacerdote, y posteriormente viaja a Roma para ponerse a las órdenes del Papa.4 Ante la perspectiva de ser separados, estos amigos, unidos en su ideario teológico y religioso, deciden permanecer juntos, formando lo que será la Compañía de Jesús. Para ello toman los tres votos característicos de las órdenes religiosas (castidad, pobreza y obediencia) y agregan, como elemento característico de la compañía, el de obediencia al Papa, tal como queda de manifiesto en las “Constituciones” de la Compañía, inspiradas por Ignacio de Loyola y cuya primera versión se encuentra ya preparada para 1552. Cuatro años después fallece en Roma.

 

Algunas de sus ideas centrales

La mayoría de las ideas sobre Dios y la fe de la orden se nos presentan claramente en Los ejercicios espirituales y en Las Constituciones de la Compañía de Jesús. Entre éstas, es posible destacar la noción acerca de la libertad del hombre, entendida como amplio marco para responder al amor de Dios, la cual se ve influenciada por los movimientos interiores del corazón y por las influencias exteriores del mundo que lo rodea (consolaciones y desolaciones). La libertad, en este esquema, se verá siempre apoyada o entrabada según la forma en que se vivan las experiencias. Así, de acuerdo con Ignacio, solamente a través de un ejercicio espiritual constante y consciente, a la luz de Dios, es posible analizar correctamente las venturas del diario vivir, y conocer así la medida en que tales experiencias facilitan o impiden el correcto ejercicio de la libertad humana. Para los seguidores de la orden, Dios está presente en todas las cosas y visualizan su amor en todos los aspectos de la existencia humana; por tanto, el hombre está llamado a descubrir este amor infinito a través de su trabajo y del servicio activo a los necesitados, lo que implica una entrega generosa. E, insertos en esta lógica, no cabe la posibilidad de un límite para nuestra entrega, por cuanto así tornamos nuestro amor hacia Dios para buscar siempre lo más y lo mejor (el magis ignaciano).

Tales ideas matrices con que Ignacio de Loyola orienta sus Ejercicios espirituales, son parte de su experiencia espiritual en Manresa, España. Las mismas funcionan también como una herramienta pedagógica para quienes las practican, puesto que al querer hallar la voluntad divina en sus vidas, los ejercicios les permiten reconocer los cambios espirituales de su alma; cambios que de otra forma pasarían desapercibidos. Para esto, además de los ejercicios, son necesarios la disciplina y el compromiso.5

 

Estructura, características y perfil de la orden

Desde el punto de vista de su estructura, la Compañía de Jesús está regida desde sus orígenes por un Prepósito General, que goza de grandes atribuciones de acuerdo a su rango y designa a los Provinciales y a los Superiores para los distintos lugares o misiones en los que tiene presencia la orden. El pensamiento de Ignacio, en las Constituciones, apunta a dirigir la entidad y deja de manifiesto las posibilidades de cada persona para servir a Dios en la orden; ello, de acuerdo a las capacidades y dones recibidos por cada sujeto, puesto que quienes desean ingresar a la orden pueden optar a cuatro categorías, dependiendo de sus talentos o capacidades, luego de realizar el noviciado: profesos, quienes realizan los cuatro votos: obediencia al Papa, pobreza, obediencia a superiores inmediatos y castidad; coadjutores, quienes realizan los votos de pobreza, obediencia y castidad y sirven de ayuda a la Compañía en cosas espirituales o temporales; escolares, los que mostrando habilidad para los estudios, pueden, luego de ser letrados, ingresar a la orden como coadjutores o profesos, y finalmente están aquellos que la Compañía —luego de los exámenes iniciales— toma como indeterminados o indiferentes, dado que “...no se ha determinado aún para cuál de los grados dichos sea más idóneo su talento”.6 Para lo anterior establece una serie de procedimientos, como distintos lapsos de tiempo de trabajo y observación de los interesados por parte de los examinadores, exámenes de distinto tipo y la utilización de los ejercicios espirituales y de preguntas (o interrogaciones) con el objeto de conocer lo más profundamente posible a la persona que busca ingresar a la compañía, y de este conocimiento, dirigirla a donde sus aptitudes puedan ser mejor aprovechadas.7

Justamente, en relación a la labor y al modo de actuar de la orden de los jesuitas, llama la atención la rapidez con que va obteniendo nuevos seguidores y la energía que despliegan para llegar a Asia, América y otros lugares, amén de la rapidez con que lo realizan, considerando los medios de transporte y las dificultades comunicacionales de la época. Así por ejemplo, en cuanto a lo primero, ya en 1556, cuando fallece el fundador y recién a dieciséis años del reconocimiento papal, la orden cuenta con 1.000 integrantes. Y en cuanto a su expansión al Nuevo Mundo, recuérdese que ya en 1549 llegan los primeros jesuitas al Brasil. Luego, en 1568, encabezados por el padre Jerónimo Ruiz del Portillo, llegan a Lima. Y en 1593 ya se encuentran en Chile. Y a su vez, en 1599, arriban a Córdoba, Argentina, dedicándose de lleno a la educación y a la evangelización de los nativos, tal como lo hacen en el resto de los lugares donde se van expandiendo, hasta que en 1767 son expulsados de todos los dominios de la Corona española.

En la Hermandad Jesuita, a su vez, en tanto entidad dinámica, se observa una unión de dos maneras de vivir la experiencia espiritual, en comparación con las otras órdenes o movimientos espirituales del período: la vía contemplativa y la vía activa; esto es, lo que el jesuita Jerónimo Nadal (1507-1580) señala, al referirse a la actitud de los compañeros, que viven como sujetos “contemplativos en la acción”. Lo cual puede comprenderse también como el camino que parte de una búsqueda activa de Dios para encontrarlo con gratitud en todas las cosas.8 Así, para materializar esta búsqueda y encuentro con el ser superior, Ignacio sugiere una conexión trascendente en los actos humanos; es decir, centrarse en quien busca (contemplación) y en la gracia divina (acción). Y, de este modo, necesariamente se llegaría a la divinidad.

Desde el punto de vista de la comunicación y retroalimentación informativa con las autoridades de la orden, los jesuitas se obligan a escribir todo lo acaecido en sus lugares de designación, como queda de manifiesto en las Cartas Annuas, que cada año envían a sus superiores. En ellas se da cuenta del cumplimiento de las últimas órdenes, pero también de las vicisitudes que enfrentan los misioneros, amén de una descripción de la naturaleza y de las culturas y lenguas nativas.

Dicha descripción será fundamental en la tarea misional de los miembros de la Compañía, lo que a su vez deja de manifiesto un profundo interés por la investigación y el conocimiento de los idiomas de los pueblos con los que interactúan. Este proceder es un elemento característico del modelo evangelizador jesuita, por cuanto desde los comienzos de su labor misionera identifican y destacan las virtudes de la adquisición lingüística de algunos hermanos de la orden, al momento de interactuar con los naturales de las tierras que visitan. Así, este conocimiento, y su divulgación en textos, gramáticas y catecismos, se vuelve una herramienta indispensable para describir y dar a conocer las características culturales y naturales de los pueblos que visitarán en su trabajo apostólico.

 

La Compañía de Jesús y su modelo de enseñanza

En los inicios de la orden, una de las principales preocupaciones de Ignacio es crear una reglamentación coherente que ordene el trabajo de la Compañía hacia el logro de los objetivos que él y sus compañeros se han propuesto. Así, Las Constituciones de la Compañía son, en la práctica, una profundización y concretización de los aspectos básicos y fundamentales de la orden; por eso no es extraño que en muchas obras jesuíticas se recuerden elementos doctrinarios que Ignacio y los primeros compañeros tenían por fundamentales; v. gr. el énfasis misionero: “Hemos juzgado que lo más conveniente es que cada uno de nosotros, y cuantos en adelante hagan la misma profesión, estemos ligados, además del vínculo ordinario de los tres votos, con un voto especial, por el cual nos obligamos a ejecutar, sin subterfugio ni excusa alguna, todo lo que nos manden los Romanos Pontífices, el actual y sus sucesores, en cuanto se refiere al provecho de las almas y a la propagación de la fe; y a ir a cualquier región a que nos quieran enviar”.9 Asimismo, la Fórmula del Instituto se convierte en su declaración de principios para el mundo y el modelo primigenio por el que regirán sus subsecuentes actividades. Esta fórmula es aprobada por los pontífices Paulo III y Julio III en 1540 y 1550 respectivamente.10

Otro de los elementos que los compañeros de la Hermandad comienzan a desarrollar en este período es la producción literaria, interés que se manifiesta a través de la comunicación escrita, la que por insistencia de Ignacio mantiene a los integrantes de la Compañía comentando con las autoridades sus trabajos en los territorios en los que se encuentran. Esta correspondencia entre los integrantes de la orden y sus superiores se mantiene a través del tiempo, y es de particular importancia, por ejemplo, al momento de comenzar su proyecto educativo, puesto que les permite mantenerse al corriente de lo que sucede en cada institución e implementar cambios en aquellos lugares que lo requieran. Y en los siglos siguientes, les posibilita un intercambio de impresiones sobre la naturaleza vernácula del Nuevo Mundo. Asimismo, esta correspondencia se ve aumentada por las obras que comienza a generar la Compañía, partiendo por las experiencias de Ignacio, recogidas en su Autobiografía, y que no deben ser entendidas sólo como obras de literatura, sino como fuentes de la historia y del conocimiento en que se integran íntimamente la labor y el modo de actuar de la Compañía de Jesús.11

Si bien la idea de la educación en el cristianismo de la juventud se encuentra en las motivaciones iniciales de la Compañía, e Ignacio valora, desde sus años de aprendizaje, las virtudes de la enseñanza, esta labor no sobrepasa, en principio, la actividad misional y evangélica. El principal impulso de los primeros compañeros es la predicación; diseminar la palabra de Dios en el acto de peregrinaje en aquellos lugares en que más se les necesita. Pero luego, y a partir de esta misma actividad misionera de aquellos primeros años, comienzan a aparecer los frutos del trabajo en una misma localidad y, con esto, de la educación de la juventud. Como menciona O’Malley: “[Los compañeros] eran primeramente predicadores itinerantes, como Jesús y sus discípulos, y estaban comprometidos en un ministerio sagrado. Pronto empezaron a ver las ventajas de una labor mantenida en el mismo lugar, durante un período de tiempo más largo”.12 El reconocimiento posterior de estas bondades, a través del establecimiento de residencias permanentes, le permite a la orden jesuita complementar su ideal misional y evangélico con una organización y sistematización enfocada en la educación y la enseñanza.

Así, cada vez más, Ignacio de Loyola y sus compañeros se percatan de la importancia de contar con una sólida herramienta de difusión que concilie lo espiritual con lo intelectual y específicamente con los valores de la orden. Y es justamente por ello que la Compañía de Jesús principia a desarrollar una extensa línea de acción que incluye, primeramente, la creación de colegios cerca de las universidades, para los futuros miembros de la orden, y que funcionan como lugares de alojamiento para quienes asisten a la universidad.13 Estas residencias, muy austeras en su conformación, evolucionan posteriormente gracias a las noticias favorables que les envían distintos miembros de la orden, en ese tiempo encargados de la enseñanza en universidades y de oficiar como tutores a jóvenes nobles. Entre estas noticias destacan las de su amigo Francisco Javier acerca de los éxitos de los jesuitas que enseñan en el Colegio de San Pablo, en Goa, India.14 A esto se suman solicitudes para que en los colegios se enseñe no sólo a aspirantes de la orden. Así, a partir de 1546, los jesuitas comienzan a enseñar tanto a los aspirantes como a los estudiantes no jesuitas.

Estas primeras iniciativas son recibidas con entusiasmo en distintas localidades de Italia, como Gandía y Palermo, e Ignacio recibe nuevas solicitudes tanto para enviar maestros como para establecer colegios. La calidad de esta educación es observada a través de la cuidada selección de profesores y contenidos bibliográficos y curriculares, como diríamos hoy, para asentar definitivamente la orden y el espíritu de la misma en la cultura y en el mundo europeo y en el Nuevo Mundo.

 

El modelo parisiense de enseñanza

El eje central, pedagógico, que guía la educación de los jesuitas, es esencialmente el “modus parisiensis” de enseñanza. Ciertamente, el armazón del apostolado educacional que comienza a vislumbrar la hermandad proviene del contacto que Íñigo y sus compañeros más cercanos tuvieron con el modelo educacional de las propias instituciones en las que se formaron. Entre dichas entidades figuran la Universidad de La Sorbonne, en París, y la Universidad de Alcalá de Henares, en Madrid, España: el llamado “modus parisiensis” o metodología de enseñanza parisiense, que se diferencia pedagógicamente del de otras instituciones europeas de la época, principalmente por establecer un orden y una estructura mediante la cual el alumno, en una secuencia específica, se desarrolla intelectualmente en todos los ámbitos de las humanidades de la época. Es decir, a través de la lectura, la escritura, la repetición, los certámenes poéticos y las representaciones, además de las disputaciones o argumentaciones a favor o en contra de una proposición, y las competencias de carácter académico, cuyo fin es promover la emulación de las características más valiosas de los alumnos destacados, entre otras. Así, uno de los objetivos que intenta lograr el modelo de enseñanza jesuita es unir, a través de la educación, las tres dimensiones en las que ésta se desarrolla y expresa; a saber, los maestros (y con esto la Compañía), los estudiantes y la ciudad.15

El modelo parisiense de enseñanza introduce, además, una serie de normas que son estudiadas y aprovechadas por los jesuitas; tales como la introducción de estatutos normativos y reglamentarios tanto para las instituciones como los alumnos, la definición y distribución de funciones para las distintas autoridades, la introducción de códigos disciplinarios y los exámenes de admisión para los colegios.16

Así, la vigencia de este modelo parisiense de enseñanza, sumado a los cambios que comienza a sufrir la escolástica con la llegada de una nueva corriente humanista a mediados del siglo XVI, orientada hacia las lenguas clásicas y al arte grecolatino y al estudio de los autores helénicos y latinos, además de la difusión de la imprenta; constituyen las vertientes históricas y epistemológicas en que descansa el perfil teórico de la Compañía de Jesús. A partir de este contexto y de estas ideas, Ignacio de Loyola y los primeros jesuitas se nutren intelectualmente para confeccionar las Constituciones de la Compañía y La Ratio Studiorum (razón de ser de los estudios de la Compañía de Jesús), agregando las características propias que le han dado su impronta: la cuidada selección de los profesores, el establecimiento de los cursos como categorías de dominio y superación, y no como meras unidades de tiempo, el conocimiento adecuado de los alumnos y el aprovechamiento de sus aptitudes a través de actividades prácticas, un trato psicológico individual para los mismos, su continua estimulación a través de castigos o premios y el interés por una educación integral, que abarque los planos físico, estético y moral de los estudiantes.17

Como se mencionó anteriormente, las residencias para los aspirantes a jesuitas que frecuentan las universidades de las ciudades de Lovaina, Padua y Colonia, se transforman, para 1544, debido a las deficiencias en los estudios que se impartían a los jóvenes, en los primeros colegios de la Compañía. En éstos se comienza a poner en práctica las normas experimentadas por Ignacio de Loyola y los primeros jesuitas. Pero, en rigor, el primer colegio de la compañía destinado a seglares es el fundado en Messina, Italia; establecimiento que se preciará de ser trilingüe por cultivar las tres principales lenguas antiguas: el griego, el latín y el hebreo, y donde se perciben por vez primera los frutos de la adaptación del modus parisiensis a la pedagogía jesuita.18

Para 1546 Ignacio de Loyola ya ha aprobado la creación de más de 30 establecimientos, y desde este momento sus Constituciones funcionan como una guía directriz para la enseñanza de los jóvenes, organizando los establecimientos que en esta etapa promueven el estudio de la filosofía, la gramática, la teología, la caligrafía y la retórica, así como también los roles de todos los que integran este sistema educacional.19

López de Loyola fallece en 1556, en Roma, y para entonces, 35 colegios de la orden se encuentran funcionando a plenitud. Ante este éxito, se hace imperativo la creación de un currículum y un programa de estudios comunes a todos los establecimientos jesuitas. Finalmente, en 1599, se publica la Ratio Studiorum o Plan de Estudios de los colegios jesuitas, el que se convierte en un manual para la ayuda tanto de los profesores como de los directivos, en todo lo relacionado con la marcha de estos colegios.20

Estas son algunas de las características que hacen que las instituciones jesuitas de este periodo sean intelectual y organizacionalmente atrayentes, particularmente en Italia, que carece de un programa estructurado y que es donde comienzan su esfuerzo educativo. Pero, además, la orden incorpora elementos sociales, económicos y espirituales en su modelo de enseñanza, que lo complementan y lo transforman en un sistema único; v. gr. formulan un programa religioso, al incorporar clases de doctrina cristiana y de casos de conciencia al currículum académico, y se esfuerzan, desde el principio, por recibir a jóvenes de todos los estratos sociales y por mantener la gratuidad en su enseñanza: “Las instituciones jesuitas fueron las primeras que realizaron esfuerzos sistemáticos y extensos para proporcionar educación gratis a un gran número de jóvenes”.21

La Ratio Studiorum, como se ha visto,se convierte en un compendio de los métodos educativos más eficaces de su tiempo, adaptados y experimentados hacia los fines de la Compañía. Prevalecen en este trabajo los preceptos entregados previamente por san Ignacio en su obra Los ejercicios espirituales. Con ello se establece el primer sistema educacional como tal, que persigue conectar un espíritu definido y unos principios pedagógicos comunes, avalados por la práctica y la experiencia de la Compañía. Lo anterior se fortalece con el ejercicio de la libertad en el análisis de las experiencias y en la acción educadora, misionera, evangelizadora y visitadora de la orden. Es una forma racionalizada e ilimitada para expresar su amor hacia Dios. Lo precedente es parte del corpus teórico que sustenta los cánones para una sistematización de la enseñanza que debía ser integral: razón, cuerpo y alma. Por lo tanto, el sistema de educación y formación jesuita de la orden, en la práctica, pasa a ser un reflejo del pensamiento de Ignacio López de Loyola. Si bien, hasta este momento, la enseñanza jesuita era principalmente humanista, basada en los modelos aristotélicos; también es posible apreciar la influencia que el pensamiento renacentista tiene en algunos aspectos de su pedagogía, cambios que, progresivamente, les permiten cultivar un espíritu mucho más independiente, integral y crítico que el resto de las órdenes religiosas de la época. Y en especial algunas ideas referentes al derecho canónico y al derecho natural, tales como las cuestiones sobre la potestad divina, y sobre la potestad de los monarcas que están en discusión a fines del siglo XVI e inicios del siguiente. Todo lo cual favorece la integración de las materias realistas y científicas a su actividad religiosa y misionera.

La importancia e influencia del modelo de enseñanza jesuita ha sido destacada por diversos autores e investigadores; v. gr. John O’Malley menciona: “Los jesuitas fueron la primera orden religiosa de la Iglesia Católica que abordó la educación formal como un ministerio de primer orden. Se convirtieron en una ‘orden enseñante’ (...). Cuando la Compañía fue suprimida por edicto papal en 1773, dirigía más de ochocientas universidades, seminarios y, especialmente, colegios de bachillerato en todo el mundo. El mundo no había visto antes, ni ha vuelto a ver desde entonces, una red tan grande de instituciones educativas actuando a nivel internacional. Los colegios estaban con frecuencia en el centro de la cultura de las villas y ciudades donde radicaban: podían anualmente representar varias obras de teatro y aun ballets, y algunos mantenían importantes observatorios astronómicos”.22

Sin duda que uno de los principales logros del modelo de enseñanza jesuita es haber sido concebido como un sistema organizado y culturalmente consciente de las necesidades educacionales particulares de cada país y región en que se establece. Con ello, logran unir los programas de estudios y los conocimientos tradicionales y clásicos europeos con un conocimiento y un saber que progresa y evoluciona unido a los avances técnicos y los descubrimientos geográficos de la época, especialmente en los siglos XVI y XVII.

Otro aspecto que resulta interesante de destacar es la utilización de las academias y universidades de la orden como espacios destinados a la divulgación del conocimiento y del desarrollo técnico y científico. Esto se logra a través de invitaciones a personeros relevantes vinculados a las esferas de poder o, como diríamos hoy, una “red de intelectuales”, para realizar bajo su auspicio una divulgación de temas especializados en ciencia, mediante presentaciones llamativas que despertaban la simpatía por el nivel de conocimientos de la orden.23

Los jesuitas, por su mismo modus procedendi, que permea todas sus actividades, no se limitan a ser observadores de los grandes cambios de estos siglos, sino que participan de ellos y los incorporan en su quehacer, particularmente en su sistema educativo, ya sea a través del establecimiento de una red de instituciones que se encuentran en constante diálogo, la cuidada selección del personal docente o a través de actividades que fomentan el discernimiento y la crítica en sus alumnos. Y esto último, especialmente, es testimonio del legado de los Ejercicios espirituales de Ignacio.

 

El énfasis científico de los jesuitas

En Europa los jesuitas destacaron, desde el siglo XVI, por su aceptación de las disciplinas científicas y por las innovaciones pedagógicas, que fueron consideradas como “revolucionarias” para su tiempo, muchas de las cuales desarrollaron ampliamente: las actividades teatrales, los ejercicios físicos y también la introducción, en los colegios, de la filosofía y de las ciencias, cuando estas disciplinas pertenecían tradicionalmente a las facultades de artes en las universidades.

En particular, los jesuitas tenían una larga tradición de aceptación de las disciplinas matemáticas, aun cuando éstas no constituían el eje más importante de la enseñanza, tal como ya lo ha destacado, por ejemplo, Dainville: “Cuanto más lejos nos remontemos en la historia escolar de los jesuitas constatamos que tienen un espacio para las matemáticas. Desde 1550, los primeros colegios de Messine y de Roma les dedicaban un curso, en el cual los maestros explicaban las obras que habían conocido durante sus estudios en la Universidad de París. Muy pronto, siguiendo el ejemplo de las universidades italianas, donde florecían las ciencias (...). Ignacio de Loyola consigna las matemáticas entre los conocimientos que se podrían estudiar y enseñar en la medida en que convenga a los fines de la orden”.24

Por lo tanto, desde la segunda mitad del siglo XVII ya los jesuitas han constituido en sus colegios una enseñanza científica más organizada y más extensa que en otras órdenes. Se encuentran enseñando cátedras de física, con ideas que comienzan a alejarse de las nociones de Aristóteles y que incluyen el pensamiento de Descartes, y por ende, más proclives a la experimentación. Y sus cursos de matemáticas están cada vez más marcados por la preocupación de coordinarlos hacia los principios del rigor lógico y la claridad en la exposición.25

Asimismo, algunos de los principales reproches que recibe la orden en el siglo XVII es su alejamiento paulatino de las doctrinas de Santo Tomás. El no seguir el pensamiento del Doctor Angelicus con la fidelidad que se espera en la época los lleva, incluso, a polemizar con la orden de los dominicos, quienes controlaban varias cátedras de teología tomista en universidades como la de Coimbra, en temas de doctrina y fidelidad.26 Ahora bien, este alejamiento de algunas de las ideas del Estagirita y de Santo Tomás es considerado por los miembros de la orden como un ejercicio de discernimiento en la búsqueda constante de la verdad y no como un acto de negación, tal como menciona Guillermo Furlong: “En la tradición filosófica de la Compañía se advierte un grande respeto a Aristóteles y a Santo Tomás, pero sin elevarlos nunca a la categoría de infalibles; mucho menos a sus comentadores. Buscaban la verdad y la aceptaban dondequiera que la encontrasen, con la íntima convicción de que aquello no ocultaba ningún peligro”.27 Esta suerte de tolerancia intelectual se convierte en otro de los elementos característicos de la Compañía, y les permite mantener una actitud de apertura frente a los cambios tecnológicos y científicos de los siglos XVII y XVIII.

Ahora bien, una formación educativa profunda, sana e integral, tal como se ha mencionado, debía incluir el dominio de las disciplinas básicas, humanistas y científicas; ello se lograba por medio de un estudio cuidadoso y prolongado, que se apoyaba en una enseñanza de calidad y altamente motivante, en la que no estaban ausentes las ciencias naturales y las ciencias exactas. Por ello, no es extraño que los jesuitas, ya en el siglo XVI, se destaquen por sus investigaciones matemáticas y astronómicas, realizadas en la “Specola Vaticana” (Observatorio Astronómico del Vaticano) por diversos sacerdotes-científicos, como el jesuita alemán Christopher Clavius.

Entre sus obras destaca su texto Commentarius in Sphaeram Joannis de Sacro Bosco (1611),en el que el jesuita afirma la relevancia de los descubrimientos de Galileo, tanto como para que los astrónomos busquen la manera de incorporarlo al sistema cosmológico geocéntrico de la época. Es probable, por tanto, que desde finales del siglo XVI y principios del XVII los jesuitas hayan estudiado e investigado las ideas heliocéntricas de Copérnico, y se encuentren tratando de “insertarlas o complementarlas” al modelo ptolemaico, o bien reconozcan ya algunas inadecuaciones del mismo, tal como lo reconoce el propio Clavius poco antes de su muerte. Asimismo, y a pesar de la controversia que enfrentó a Galileo con algunos miembros de la Compañía de Jesús respecto a la naturaleza de los cometas, astrónomos jesuitas estuvieron entre los primeros en confirmar sus observaciones telescópicas.28 A la luz de estos datos podríamos llegar a establecer que las observaciones de los astrónomos jesuitas de finales del siglo XVI no eran de naturaleza puramente especulativa, sino que también denotan un notorio esfuerzo de aplicación práctica de los conocimientos de óptica y astronomía.

Pero la astronomía no es el único campo en el que los jesuitas desarrollan investigaciones científicas. Matemáticas, física, geometría, medicina, microscopía, cartografía, geología, aeronáutica, botánica, óptica, mecánica y acústica, son sólo algunas de las áreas en las que realizan estudios; pero, en rigor, las aportaciones de autores jesuitas como Roger Boscovich, François d’Aguillon y Athanasius Kircher, y otros que desarrollan temas en los campos mencionados, sirven, como marco teórico, para la inspiración de las generaciones futuras de científicos e investigadores. Lo anterior contribuye a perfilar el paisaje científico de los siglos XVII y XVIII, tanto en Europa cuanto en aquellos lugares a los que han acudido en sus misiones: Asia y América. La tendencia hacia la inclusión de las nuevas ideas científicas de la época en su corpus de enseñanza, es destacada por Guillermo Furlong en estos términos: “Existe una transformación en los colegios de la Compañía de Jesús que da cuenta de los cambios en las disciplinas científicas de la época a principios del siglo XVIII. En una carta escrita a todos los jesuitas en el año 1706, el Prepósito General Miguel Ángel Tamburini escribe prohibiendo la siguiente conclusión: “Puede defenderse el sistema de Descartes, como una hipótesis, cuyos principios y postulados están concordes entre sí y concuerdan con las conclusiones”.29 Esto último da cuenta de que, ya en esta época, las ideas del autor del Discours de la méthode han sido incorporadas, al menos como hipótesis, a algunas cátedras de enseñanza jesuíticas.

Por lo tanto, la formación intelectual de los jesuitas, que hemos venido destacando, busca el desarrollo de una creciente capacidad reflexiva, lógica y crítica; por ello, queda claro que no apuntan a la mera memorización, sino que, dentro de lo posible, a la autonomía y al análisis, teniendo en cuenta los límites de la organización jerarquizada a la que pertenecían. Con razón, algunos intelectuales conservadores en el siglo XVIII vieron un manifiesto peligro en este sesgo educativo, y seguramente lo sumaron al conjunto de razones que terminaron con la expulsión de la orden de todos los territorios de la Corona Española en 1767. Y otros, incluso, llegan a considerar que la orden de los jesuitas constituye, en el ámbito de las reflexiones críticas sobre los procesos naturales, y por la utilización de la Ratio Studiorum como sistema educativo orientado hacia la búsqueda de nuevos conocimientos, una especie de academia científica, previa incluso a la Accademia del Cimento,30 fundada en 1657 por Leopoldo de Médici y el duque Ferdinando de Médici, en Florencia.

Existe, por lo tanto, una relación fluida, constante y dinámica en las dimensiones del trabajo jesuita para la construcción del conocimiento, la cual descansa fuertemente en tres ejes: a través de su labor pedagógica e institucional; la relación del trabajo intelectual y misionero de los miembros de la Compañía de Jesús con el orden social y político de su tiempo; y el desarrollo de un corpus científico característico, que se diferencia de las distintas expresiones cognitivas de la época por su manifiesta tolerancia y apertura en la búsqueda de la verdad, y a través de esto, de Dios. Al respecto, la investigadora Rivka Feldhay asemeja la relación de estas tres dimensiones que nosotros hemos mencionado, a una cierta “estructura” o “campo” cultural, propia del discurso científico de los jesuitas: “...nunca está fijo, sino más bien está constantemente siendo negociado, constituido y reconstituido bajo las limitantes de los intereses cognitivos y no-cognitivos que se han elaborado dentro de él, y del amplio campo cultural en el cual se halla inserto”.31

Pero, para lograr este dinamismo cognitivo, es necesario primero un sistema que funcione como un marco u ordenación de soporte, que en este caso está dado por la estructura pedagógica jesuita; la cual, desde sus inicios, toma como modelo el “modo de las universidades de París”, tal como ya lo hemos mencionado. Así, esta estructura operativa permite y potencia el desarrollo cognitivo, por ejemplo, al elaborar una malla de asignaturas en las que disciplinas como las matemáticas y la filosofía natural quedan debidamente diferenciadas de otras áreas del conocimiento, elevándolas a categorías distintivas. Todo ello contribuye a que surja un área específica de estudio e investigación, lo que mirado con ojos contemporáneos podría considerarse como ciencia.32

 

Hacia una conclusión

Ignacio de Loyola logra asentar una orden religiosa con un estilo novedoso, altamente exigente en sus votos y praxis misionera, orientándose a la enseñanza de los distintos sectores sociales y a la evangelización de los nativos, dando nuevos bríos al mundo cristiano y misionero en general. Esto fue posible gracias a la cuidada organización de la Compañía de Jesús, que desde sus inicios contó con reglamentos y ordenanzas para la selección y el buen desempeño de sus miembros, tanto en lo práctico como en lo espiritual.

Y, también, debido al legado y la mística de los primeros jesuitas, y especialmente de Ignacio, que logran identificar oportunamente los beneficios de contar con un corpus de enseñanza escrito, que partiendo por la Autobiografía del fundador de la orden les permite intercambiar ideas y conocimiento, ya sea a través de la correspondencia que mantenían los miembros de la Compañía con sus superiores (Cartas Annuas), o mediante la elaboración de obras de divulgación pedagógica, cultural o científica. Estos dos ejes, la organización interna y la producción literaria, constituyen un sistema de enseñanza que, como se ha mencionado, le permite a la orden dar a conocer su “modo de ser”, tanto a la juventud europea como posteriormente a las gentes del Nuevo Mundo y a los gentiles de otras tierras que visitan en su labor misionera.

Este sistema pedagógico, presente en escuelas y universidades de la Compañía, le permite a la orden cultivar un contacto fluido con la sociedad y conocer los avances técnicos de la época; posibilitando el desarrollo, durante la segunda mitad del siglo XVI y principios del XVII, de una ciencia característica, que si bien en muchos momentos siguió los modelos cognoscitivos de ese periodo histórico, logra en otros hitos distanciarse y formular soluciones propias, muchas veces novedosas. Luego, en el siglo siguiente continuarán con nuevos aportes desde disciplinas tales como la cartografía, geografía, botánica, lingüística y otras. Por lo tanto, y como se ha mencionado en este trabajo, una de las principales características que Ignacio de Loyola le imprime a la Compañía de Jesús es la tolerancia y una disposición de apertura frente a los desafíos intelectuales que se presentan en la búsqueda de la verdad y de Dios. Es esta actitud, este modus vivendi, el que les permite a los jesuitas adaptarse a los cambios culturales y sociales de los periodos históricos en que desarrollan su labor misional y mantenerse constantes en el quehacer intelectual.

El celo y la pasión para cumplir como misioneros, que se observa con propiedad en casi todos los jesuitas designados en América, son otro de los rasgos característicos de la Compañía de Jesús. Y otro aspecto muy importante es el hecho de que la Compañía de Jesús rápidamente logró asentar una riqueza material que ocasionó la envidia de muchos sectores. Así como también sucedió lo propio, por la simpatía y la adecuada comunicación con los nativos, que es otro rasgo de la orden.

 

Notas

  1. Cf. Loyola, san Ignacio de: Autobiografía, Centro de Espiritualidad Ignaciana, Santiago, 1998; p. 51.
  2. O’Malley, John, S.J.: Los primeros jesuitas, Ed. Mensajero y Sal Terrae, Bilbao, 1995. p. 21.
  3. Ibídem, p. 44.
  4. Ibídem, p. 52.
  5. Cf. Diccionario de Espiritualidad Ignaciana, Vol. 2, Grupo de Espiritualidad Ignaciana, Ediciones Mensajero y Sal Terrae, Bilbao, 2007; pp. 1.370-1.373.
  6. Cf. Constituciones de la Compañía de Jesús anotadas por la Congregación General XXXIV y Normas Complementarias aprobadas por la misma congregación, Ed. Mensajero y Sal Terrae, Bilbao, 1995, p. 49.
  7. Ibídem, pp. 54-77.
  8. Cf. Diccionario de Espiritualidad Ignaciana, op. cit, p. 464.
  9. Constituciones de la Compañía de Jesús, op.cit, p. 48.
  10. O’MALLEY, John, op. cit, pp. 21-23 y en Constituciones de la Compañía de Jesús, op.cit.; pp. 27-41.
  11. Cf. O’Malley, John S.J.: “The Historiography of the Society of Jesus”, en The Jesuits: cultures, sciences and the arts 1540-1773, Edited by John O’Malley... [et.al.], University of Toronto Press, Toronto, 1999, pp. 3-37.
  12. O’Malley, John, S.J.; Los primeros jesuitas, op.cit; p. 32.
  13. Ibídem, p. 251.
  14. Ibídem, pp. 102-103 y 253.
  15. Ibídem, pp. 263-264.
  16. Cf. Codina, Gabriel S.J.: “El Modus Parisienses”, Rev. Gregorianum, Vol. 85, Nº 1, Pontificia Universidad Gregoriana, Roma, 2004; pp. 43-64.
  17. Cf. Luzuriaga, Lorenzo: Historia de la educación y de la pedagogía, Editorial Losada, Buenos Aires, 1967, p. 126.
  18. Cf. Codina, Gabriel; op.cit.
  19. Sobre los escolares que han de colocarse en los establecimientos educacionales de la Compañía, Constituciones, op.cit, pp. 131-133; sobre las materias que se enseñarán en las universidades jesuitas, Ibídem, pp. 154-158; sobre los programas educacionales y el apostolado intelectual y de la educación de la Compañía, Ibídem, pp. 366-376.
  20. Cf. Gil, Eusebio: El sistema educativo de la Compañía de Jesús: la Ratio Studiorum, versión bilingüe latín español del original de 1599, Ediciones Universidad Pontificia Comillas, Madrid, 1992.
  21. O’Malley, John, S.J.; Los primeros jesuitas, op.cit, p. 271.
  22. O’Malley, John, S.J.; op. cit, p. 33.
  23. Cf. Gorman, M.J.: “From ‘The Eyes of All’ to ‘Useful Quarries in philosophy and good literature’: Consuming Jesuit Science, 1600-1665”, en The Jesuits: cultures, sciences and the arts 1540-1773, op.cit, pp. 170-189.
  24. Dainville, François de: L’éducation des jésuites (XVI-XVIII), Ed. Les Editions de Minuit, París, 1978, p. 324 (trad. nuestra).
  25. Cf. Dainville, François de; op. cit.; p. 355.
  26. Cf. Rodríguez, Luis: La Universidad Contemporánea, Centro de Historia Universitaria, Ed. Universidad de Salamanca, Salamanca, 2008, pg. 53.
  27. Furlong, Guillermo S.J.; Nacimiento y desarrollo de la filosofía en el Río de la Plata 1536-1810, Publicaciones de la Fundación Vitoria y Suarez, Editorial Guillermo Kraft, Buenos Aires, 1952; p. 162.
  28. Cf. G. J. McCall, A. J. Bowden, R. J. Howard: The History of Meteoritics and Key Meteorite Collections: Fireballs, Falls and Finds, Geological Society of London Special Publications, Bath, 2006, p. 206.
  29. Furlong, Guillermo, S.J.: op. cit, p.166; énfasis añadido.
  30. Cf. Girad, Luce: Les jésuites à la Renaisssance, Systeme Educative et Production du Savoir, Ed. Presses Universitaires de France, París, 1995, p. xxv.
  31. Feldhay, Rivka: “The cultural field of Jesuit Science”, en O’Malley [et. al.]; The Jesuits: cultures, sciences and the arts 1540-1773, op.cit, p. 107 (trad. nuestra).
  32. Cf. Ibídem, p. 108.

 

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