Letras
Esquina a Corrientes

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La mirada que me observa desde el otro lado es la mía, la identifico aun después de sesenta años. Sin embargo, las facciones cinceladas por el punzón del tiempo me resultan extrañas, ajenas a la imagen que guardo de mí. El pelo, deslavazado y blanco como los Andes, en nada se parece a la melena rubia y abundante que desplegaba hace tan sólo tres décadas, cuando sorteaba las mesas del Bielsa para alcanzar el rincón donde se encontraba Hugo cebando mate. Ya no me reconozco en esos raíles de tranvía abandonado que flanquean mi entrecejo, ni en las líneas superpuestas, a modo de baldas, que suben desde mis cejas hasta el extremo norte de la frente. Ahí está la de mi hijo Fernando, y la de mi nena Florencia es sólo una ligera incisión, discreta como ella. En cambio, la de Hugo preside la parte alta de mi rostro, fue la primera en hendirse y permanecer grabada desde aquel diciembre de 1976. Es el único faro invisible que existe pero que está acá, en mi cara, buscándole permanentemente.

A veces, las dudas me cercan, actuando como cíngulos que amenazan con estrangularme; ¿y si, como le ocurrió a mamá, la luz vigía se apaga?, ¿y si su enfermedad se quedó agazapada detrás de este espejo, en su azogue cruel, o bajo la cama, o en una gaveta de la cómoda o en el sillón en el que permaneció exiliada en su territorio de desmemoria?, ¿y si el mal se esconde para darme el zarpazo, tumbarme las palabras, suprimirlas, secuestrarme los recuerdos, los hijos, reducirme la vida entera a la nada? No, la muerte reciente de mamá aún me afecta. Acudo al living donde Raúl celebra un gol frente al televisor.

—¿Boca gana a River? —pregunto.

—Sabés que juega Argentina con Nigeria en el Mundial de Sudáfrica —me contesta malhumorado.

—Voy a comprar harina para hacer una torta.

—¿Harina?, pero si tenés para exportar a todo el Uruguay.

Azúcar, eso es lo que quise decir, quizá me confundió el color. Sí. Salgo al portal y miro, como siempre, a un lado y a otro. Ando dos cuadras por Corrientes, me cercioro de que nadie me sigue. Tropiezo con los espectadores que aguardan en filas para entrar a los teatros, me sobresalto porque no sé si me empujan o tiran de mí. Cruzo la avenida 18 de Julio. Siento un estremecimiento por todo el cuerpo. ¡No!, qué me ha pasado, es 9 de Julio. ¿Será lógico que confunda las fechas? Desde que papá llegó a Buenos Aires en 1941, huyendo de la represión del general Franco, en la noche del diecisiete de ese mes siempre pedía a mamá que lo despertara la mañana del diecinueve. Y así fue hasta que Videla heló su corazón. ¿Tengo inoculado ya el mal del olvido?

Hugo, fiel a la tarde del sábado, atravieso la avenida Corrientes hasta la esquina con Scalabrini Ortiz, con Adiós, Nonino desgranándose, nota a nota, en mi interior, y me arrincono en el portal donde me escondí cuando dos milicos te rodearon y te introdujeron en un auto. Sólo unos segundos y nuestros destinos quedaron seccionados. Portaba la documentación que papá tramitó para que nos fuéramos a España preocupado por el quilombo que se había organizado. Me esperabas al otro lado de la vera, vestido con una remera roja en la que se leía cogito ergo sum. Levantaste la mano para saludarme pero ésta quedó suspendida a la altura del pienso y el por lo tanto existo desapareció al estacionar el Torino negro delante de ti. Yo temblaba aterida bajo la canícula de un diciembre feroz, percibiendo cómo un líquido tibio descendía por mis muslos.

Tal vez me creas maula por agazaparme en el conformismo para sobrevivir, pero el matrimonio con tu hermano Raúl me aportó dos hijos que se parecen a vos y aunque me entretuve en los cuidados de mamá, no he faltado los jueves a la cita con las Madres en Plaza de Mayo, ni he cejado en borrarte las siglas NN de no identificado. Puede parecer que sólo te espero y debés saber que si fuera posible ya hubiera levantado el lecho del Río de la Plata, o me hubiera sumergido en los fondos del Atlántico austral por si una piedra te retiene anclado en sus profundidades. Me banqué todos estos años para que vos regresaras acá y no permitiré que una herencia funesta destruya los puentes de mi memoria. Esta tarde me siento valiente y cruzaré la calle hacia donde tu ausencia fue presencia —nunca me atreví. De repente una bocina y un chirriar de frenos, que no se detienen, me hacen girar la mirada y veo cómo el colectivo 168 viene a por mí. Extiendo la mano en tu dirección como si siempre hubieras estado ahí, parado; el ómnibus se abalanza, mis ojos se dilatan como dos claros en una noche de tormenta y siento, de pronto, que mi corazón se reduce a la angosta porción de un círculo fraccionado...