Letras
Poema XV

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Toda la vida se iba a reprochar el no haberse dado cuenta antes. Él, que se las sabía todas. Pero quizás fueron aquellos ojazos verdes. O aquella melena enrulada. O su boca, pequeña y dulce. La cuestión es que cuando conoció a Ariana en un café de la calle Corrientes no se fijó en que ella era la única que hablaba en la mesa que compartía con tres amigas del trabajo. Los temas iban pasando sin interrupción, del laburo a los recuerdos escolares, y de la familia a los amores. Pero ella era quien llevaba la voz cantante y las demás, apenas metían bocadillos.

Claro, eso él no lo recordó sino varios años más tarde. Ese día sólo fueron sus ojazos, y su melena enrulada. Y esa boca que dibujó una amplia sonrisa cuando él se le acercó a preguntarle si era una actriz de cine. La excusa fue torpe —tenía que reconocerlo— pero a ella le dio pie para contarle que trabajaba en un call center, vivía en Vicente López, que le gustaba cocinar, que era fanática de las películas de Spielberg y que todos los extraterrestres deberían ser como E.T., y no como los malvados seres de Señales.

Él atinó a manotear una silla para sentarse a su lado en la mesa, sin preocuparse demasiado por las amigas, y la escuchó hablar toda la noche. A eso de las seis el mozo los corrió para barrer y acomodar las mesas, pero ella entusiasmada siguió parloteando en la vereda. Cambiaron sus teléfonos y se vieron varias veces en la misma semana. Aquellos primeros días él se dejó envolver por las palabras de Ariana. ¡Ella tenía que contarle tantas cosas, si recién se estaban conociendo!

En pocas semanas empezaron a dormir juntos, y al segundo mes ella compró un cepillo de dientes, y le pidió que dejase un par de mudas de ropa. A él todo le pareció bien, después de la primera vez que tuvieron sexo. Aquello resultó como si sus cuerpos estuviesen hechos el uno para el otro. O quizás fue que mientras hacían el amor Ariana le pedía en el oído todo lo que quería que le hiciese. Después venía la retribución ya que a su vez su voz anticipaba cada caricia, cada beso y cada nueva posición, acrecentando el placer de él que gozaba con la piel, pero también con el sonido de las palabras de ella.

El clímax de Ariana era un estallido de gritos y llantos, de susurros y alaridos que se prolongaban durante toda la noche, aun después de que se dormía profundamente. Después de varios encuentros él comprendió que lo de ella era no callarse nunca, y lo de él aceptar que ella le pusiese una banda de sonido a su vida. Y la idea no le disgustaba ya que siempre había sido un ser callado, acostumbrado a que los demás hablasen por él.

Pasaron seis meses en los cuales Ariana era cada vez más verborrágica de día y más expresiva de noche. Su sueño era un concierto de susurros y gritos y su vigilia un aluvión de palabras. A veces, él se despertaba agitado en la madrugada. No recordaba su pesadilla. Sólo el eco de un verso de Neruda: “Me gusta cuando callas...”.

Pronto la intranquilidad también lo acechó de día. La vehemencia de su novia a menudo lo sobresaltaba y sus parrafadas comenzaron a extenuarlo. Ideó un estado zen en el cual ingresaba no bien ella comenzaba a hablar. Bastaba con interrumpir sistemáticamente con un “ajá” o un “¿En serio?”. Eso a ella le bastaba para seguir, y a él le permitía abstraerse y pensar si no debía dejarla. Pero le resultaba imposible. No quería quedarse sin ese sexo, conversado e intenso. Además estaban sus ojazos, y su melena, y aquella boca...

Un día ella descubrió que hacía meses que él no la escuchaba. Desconocía el nombre del bebé de su amiga, el último romance del call center y el comentario grosero que hizo el taxista la mañana anterior. Pero la certeza de que él se escapaba a su mundo de ensueño no la llevó a hacer una autocrítica. Insistió en hacer terapia de pareja y allí fueron los dos, durante cinco meses, a un consultorio de la calle Coronel Díaz.

En cada encuentro Ariana recreaba con palabras los días llenos de palabras y las noches de sexo conversado. No lo dejó argumentar, ni dar razones. Incluso se las arregló para mantener mudo al terapeuta quien se limitó a un concierto de “ejem”. Eso terminó de convencerlo. La amaba profundamente y adoraba estar con ella y observarla. Pero él era un hombre de silencios pausados y ella se había convertido en un ruido en su vida.

La dejó una mañana, después de desayunar. Evocó aquel poema de Prevert, “Palabras”, sobre una despedida silenciosa, pero prefirió no recitárselo. Se fue en silencio.

Jamás volvió a verla ni a oír su voz. Varios años más tarde un amigo en común le contó que Ariana la había pegado como locutora de un programa nocturno en una FM de las grandes. Decían que hasta tenía club de fans, y estaba en pareja con el dueño de la radio. Pensó en llamarla e incluso consiguió su teléfono. Pero no se le ocurrió nada que decirle.