Artículos y reportajes
“Tauromaquia”, de Antonio María Flórez
Tauromaquia (Antología trema)
Antonio María Flórez
Concejalía de Educación y Cultura
Ayuntamiento de Don Benito
Badajoz, Extremadura (España), 2011
141 páginas
Ilustración de cubierta: Carolina Patricia Rodríguez Grande
Antología trema
(De toros y poesía)

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No es muy frecuente ver en el panorama literario actual libros dedicados íntegramente a la poesía taurina, ni en España ni América, salvo algunas antologías monográficas, por supuesto. Ardua Mediocritas (1997), de Enrique García-Máiquez; Tercio de muerte (1998), de Ana Isabel Ballesteros; El ruedo invisible (variación sobre un tema español), de Juan María Calles; Cuando va a ser la hora (2002), de Marián Bárcena, son algunos ejemplos que ya van siendo lejanos. Sí lo es la presencia de textos sueltos en poemarios de otros temas, como así ocurre en publicaciones de Caballero Bonald, Francisco Brines, Felipe Benítez Reyes o Carlos Marzal, por citar sólo algún ejemplo.

Por eso la singularidad de Tauromaquia (Antología trema), el nuevo libro, enteramente temático, con ochenta poemas, y que ha sido publicado por el Fondo Editorial del Ayuntamiento de Don Benito (2011), del escritor hispano-colombiano Antonio María Flórez, autor del celebrado Desplazados del Paraíso (2004), uno de los libros fundamentales de la poesía colombiana más reciente, junto a Las hipótesis de nadie (2005), de Juan Manuel Roca; la Poesía reunida (2007), de William Ospina; Las herencias (2008), de Piedad Bonnett, y La noche en el espejo (2009), de Lucía Estrada.

Se sabe que la familia del poeta León Felipe era muy allegada al mundo de los toros, de hecho uno de sus sobrinos fue el espada mexicano Carlos Arruza, quien le ayudó económicamente en su exilio americano. En su obra aparecen dispersos varios poemas dedicados a este mundo, especialmente en su postrer obra Rocinante, escrita poco antes de su muerte y publicada en 1982. Su Antología rota fue obra de referencia para generaciones recientes, y quizás este sea el origen, por evocación, del nombre que le concede a su nuevo libro Antonio María Flórez, si aquélla por coyuntural y reivindicativa, ésta por abierta y amplia, por estar todavía en proceso, construyéndose poco a poco desde hace muchos años.

Tauromaquia recoge poemas escritos a lo largo de por lo menos dos décadas, incluido el primero que publicó el autor en el suplemento cultural de La Patria de Manizales a principios de los noventa (un homenaje a Pepe Cáceres), época en la que fue premiado con la Flor de Oro del Café por su texto “La muerte”. Estos poemas se incorporaron en el año 2002 a El arte de torear, galardonado con el Premio de Poesía del Instituto Caldense de Cultura 2001. También lo componen textos recientes e inéditos que conforman el núcleo del homenaje que hace Flórez a la plaza de toros de Manizales y a su entorno. Así esto, el libro se divide en cuatro bloques bien diferenciados: “Tauromaquia”, “Orígenes”, “Homenajes (Muerte)” y “Niebla y arena”, todos ellos precedidos de abundantes citas, en las que el autor nos da claves ciertas de sus referentes literarios en este campo.

La poesía taurina de Antonio María Flórez, dice su editor, “Se caracteriza por su intensidad dramática y originalidad, por sus continuas referencias históricas y por el poder de unas imágenes de gran policromía y condensación verbal que denotan su gran preocupación por el estilo y muestran un cuidadoso trabajo formal en sus composiciones, donde el toro es respetado como ser mitológico y primigenio y el torero es tratado como ser humano, que goza y padece, sin soslayar su condición de artista. La muerte hila e impregna el núcleo sustancial de este libro...”.

Antonio María Flórez
Antonio María Flórez.

La primera parte se compone de veinticinco poemas breves, intensos, luminosos, de gran plasticidad, en los que Flórez recrea su concepción sobre lo que es la esencia del toreo (“Torear es un arte. / Se aprende muriendo, / sin entregar la vida”). Imágenes rutilantes, en atmósferas densas, cargadas de emoción y anunciantes de tragedia, se nos muestran desde distintas perspectivas por los protagonistas del atávico ceremonial. Llama la atención que todas las composiciones son tercetos carentes de rima y de medida convencionales, donde el ritmo lo establece la combinación de respiración e imagen, pero que el autor reconoce que provienen de la más rancia tradición española medieval y renacentista emparentada con el terceto dantesco que introdujo en la península Boscán, pero aquella modalidad no encadenada que han tenido algunos cultores en la poesía española de los siglos XVI y XIX.

“Orígenes” contiene sugerentes composiciones de largo aliento (“El toro de miedo”), en las que se aprecia dominio y conocimiento sobre ciertos aspectos del mundo de los toros que permiten adentrarse en la razón del enigma que encierra el enfrentamiento brutal, y a la vez hermoso, de un hombre y un toro en el albero de una plaza en cualquier lugar del mundo y en toda época. Orlando Mejía, Premio Nacional de Literatura colombiano en 1997, en un esclarecedor artículo sobre la obra taurina de Flórez (Papel Salmón, 2002), afirmó que “El arte del toreo es también la metáfora de un camino de conocimiento interior y los toros que se matan en las plazas son el arquetipo del Tauro como símbolo de la fuerza animal, de la vida instintiva que fertiliza el mundo, pero que, a la vez, debe ser dominada por la voluntad y la razón humanas”. El toro, desde la protohistoria, por lo menos unos cincuenta mil años antes de Cristo, según lo testifica Jack Randolph Conrad en El cuerno y la espada (2009), siempre ha ocupado un lugar importante en la vida de los seres humanos, identificándose como signo de virilidad y de procreación, evocador de potencia y de fogosidad, en últimas, como sujeto sagrado generador de la fuerza seminal responsable de la fecundidad universal. En el paleolítico, las pinturas rupestres de Altamira y Lascaux dan cuenta de esa divinización del animal y de la veneración de su figura. El uro o uroc, mito presente en las más importantes religiones de la antigüedad, adoptó, según su localización geográfica y su papel sacro, distintos nombres y representaciones iconográficas: Sin, el dios lunar babilonio; Bel, el “Toro divino” de los asirios; el dios toro sin nombre de los hititias; Verethragna, el prótomo de los persas; el Minotauro cretense en sus laberintos dedálicos; Apis, el toro viviente de los egipcios y Serapis, su heredero sincrético entre los griegos y romanos; el Bucéfalo de Alejandro Magno; y el toro primordial del mitraísmo, son algunos ejemplos señeros. A todos estos mitos hacen referencia los primeros poemas de este apartado, sin caer en excesos eruditos, para luego trasegar a grandes saltos por algunos hitos históricos que permiten reconocer la implantación y afianzamiento de lo taurino en la península Ibérica, especialmente en el País Vasco y Extremadura, a tal punto de convertirlo en asunto de honda raigambre popular (véanse los poemas “De luz y de sombra”, “La capea de Trajano” o “Diecisiete de abril”).

La tercera parte contiene poemas de juego distinto, descompensados, en los que se incluyen textos que homenajean a algunos toreros de América y España (Pepe Cáceres, César Rincón, Curro Romero) y otros que están dedicados al toro y a ciertos lances de la corrida, donde es más evidente cuánto de la tradición ha bebido el autor y de qué manera la ha asimilado. García Lorca, Gerardo Diego, Vicente Aleixandre, Miguel Hernández; pero también Octavio Paz y Rubén Darío, impregnan temática y estilísticamente muchos de estos textos, algo que le permite a Flórez ufanarse de su condición de sujeto multinacional que abreva en ricas fuentes de ambas orillas atlánticas por igual. Francisco Brines dice que “el torero artista es el que ha de vencer al animal irracional que acomete la muleta, pero también al propio miedo”, el miedo a la muerte, y eso es el arte. La muerte parece ser la principal preocupación filosófica y estética del autor y en ella concentra su atención preferente y obsesiva a lo largo de buena parte de los versos de todo el libro. Y diríamos más, de buena parte de su obra, tal como lo podemos verificar en otros libros suyos como Desplazados del Paraíso, En las fronteras del miedo o en Corazón de piedra. Este bloque, a pesar de su evidente desequilibrio y de su variabilidad estilística, tiene poemas realmente notables como “Al frente”, “Solos” o “Estocada”.

La cuarta y final parte, “Niebla y arena”, de hechura más reciente, recrea el ambiente que rodea a la plaza de toros de la andina ciudad colombiana de Manizales, donde vivió muchos años el autor y participó con dinamismo en la vida cultural de la región, evidenciando, además, una evolución interesante en la poesía suya. Aquí Flórez incorpora ciertos elementos narrativos, ya presentes por ejemplo en Desplazados del Paraíso, insiste en el uso de metáforas contundentes y recursos surreales y, sobre todo, privilegia el recurso a la imagen.

Para uno que no es aficionado a los toros, pero que respeta a aquellos que gustan de ellos y a sus distintas manifestaciones, y que entiende, como Brines, que “La tauromaquia es un arte, a medida que se hace, se desvanece, y sólo queda el recuerdo”, la memoria de algo que trasciende y emociona, de un asunto que está ligado a la humanidad desde sus albores y forma parte de sus más profundos anhelos y misterios, cabe cerrar estas reflexiones con las mismas palabras que usó Orlando Mejía en su antecitado artículo: “Este buen libro de Antonio María Flórez no requiere para su disfrute de que sus lectores sean simpatizantes del toreo, ni que los aficionados al arte de torear acostumbren ser lectores de poesía. Tanto para los unos como para los otros, la obra guarda sorpresas y placeres que se pegan a la memoria y a la imaginación... Poesía y toreo son ritos de tragedia y de muerte, símbolos de culturas remotas que todavía siguen vivos en el corazón de la modernidad occidental”.

 

Diecisiete de abril

         Una gran plaza a la luz del suroeste,
un diecisiete de abril de dos mil once.
Alada sobre Las Cumbres se pincela de ocres
y refulge contra el paisaje en un círculo de plata.
De Jandilla los toros se anuncian hoy,
no de aquellos oriundos, divisa negro y oro viejo,
que criaba hace cien años Eduardo Olea por Los Ventosos.
Bulle expectante la multitud a las y media después de las cinco.
Ponce, El Juli y Perera se iluminan de oro partiendo la plaza.
Suena la música anunciando combates,
danzar de cuerpos, fragor de espadas.
En los tendidos el gozo, el obsceno deseo,
y en la arena, la amarga sustancia del miedo.
El cuerno y la tela en los laberintos del juego,
y la muerte, siempre presentida, entre dos cuerpos:
Un destino. La alquimia del fuego.
Y otra vez al principio, transidos ellos, ya mito,
colgados de los altos balcones celestes
de fulgurantes estrellas donde habita el dios Anu,
                                                            el padre de Ishtar.

 

La capea de Trajano

         Busco en libros y en periódicos de antaño
una evidencia de tu amor por los toros,
algo que no se haya perdido en la Guerra,
busco, en concreto, una pintura de pequeño formato
de una Capea en Extremadura de la que alguna vez
me habló la abuela cuando evocaba los tiempos de la pasión,
un cuadro que dicen estuvo en Badajoz
en casa de Antonio Cuéllar
                                           y ya nadie sabe dónde está.
Busco ese azul siena de tus balcones,
ese rojo embarrado de tus tejados,
ese amarillo quemado de los trigales de tus campos yertos,
esos blancos intensos, entre tonos magenta y violeta,
de las ropas tendidas al sol de la mañana;
y ese verde brilloso y el café oscuro de los hilos
con los que cosían las tejedoras en el patio de los limones;
busco la luz en los ojos de una pastora
que sueña y reza a la puerta de casa porque su mozo
está jugándose la vida ante los cuernos celestes del toro.
Busco algo que sé, ya nunca más será ni en el lienzo ni el metal.

 

Tauromaquia

I

         Torear es un arte.
Se aprende muriendo,
sin entregar la vida.

 

II

         Torear
es el arte de aprender.
A vivir y a morir, en la lidia.

 

IV

         La lidia es medida,
regla precisa; redonda
e infinita ante la muerte.

 

XXIII

          La lidia es lucha.
Provocar, esperar y esquivar.
Ofrecer la vida, sin cederla.

 

XXIV

         Sobre la arena,
la vida es riesgo;
           y el toreo: sueño.

 

XXV

         Torear
es un arte para aprender
a vivir, así se muera.

 

Al frente

         En el campo,
ligero
         como el viento.

         En la plaza,
alegre
           hasta la herida.

         Y ante el engaño,
la huida.
No.
           Al frente.
¡La espada
                     y
                          la muerte!

 

Avante

         Y tú, negro torero de bruma,
¿a qué esas dudas?
Avante.
                 Destino.
Mi suerte no da espera.

 

Estocada

         Y no chocan,
que se fugan,
en tangente.
Pero arriba,
       en lo más alto,
la herida,
y contra las tablas,
                       la muerte.