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El perro del patio vecino

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El frío de la madrugada es el peor, aun peor que el de la media noche. Es como dicen, todo empeora justo antes de mejorar, el grito del cisne mudo antes de morir, el punto más oscuro de la noche justo antes de amanecer; así es el frío, en la madrugada, cuando el sol ya amenaza con salir, empeora y perfora hasta los huesos.

No sé si será otro invento de los humanos para aplacar su inteligencia y mantener siempre una esperanza, pero sí sé que debajo del árbol de mango se siente menos el frío; por eso, me despierto en las madrugadas y corro hacia él y me escondo entre sus hojas secas. Es un poco húmedo pero cualquier cosa es mejor que soportar ese frío en mis huesos.

Una vez tuve la mala suerte de encontrar un nido de hormigas entre las hojas secas, duré rascándome la panza como una semana, pero esa noche me divertí acabando con cada una de esas pequeñas plagas.

La noche en el patio de la casa transcurre muy lento, demasiado para mi gusto. En realidad adentro también transcurre lento. Cuando pequeño pasé las primeras noches adentro, pero en la oscuridad y la soledad el tiempo siempre pasa más lento, no importa dónde estés.

Quizás si hubiera estado esas noches con mi mamá, o mis hermanos, si es que los tuve —nunca lo sabré—, nunca los vi. No he podido recordar si los tuve por más que en las frías noches he tenido tiempo de sobra para intentarlo.

A veces, sólo me quedo entre las hojas pensando toda la noche. No logro cerrar los ojos y miro fijamente la puerta trasera de la casa hasta que se abre: entonces sé que ya amaneció.

Si no hubiera sido por esos ladridos y aullidos que provienen del otro lado de ese alto muro, los del perro del patio del vecino, si no hubiera sido por él y los grillos que de manera continua me acompañan con su concierto nocturno, no hubiera podido diferenciar una noche de otra, a no ser aquellas en las que llueve de aquellas en las que no llueve.

Nunca supe muy bien lo que decía —no todos los perros ladramos en el mismo idioma— pero con el pasar del tiempo y en medio de las tinieblas logré establecer una especie de código especulativo que desentrañaba algunos posibles mensajes de ese pobre que se encontraba solo, quizás con el mismo frío que yo, pero sin el consuelo de las hojas secas para soportarlo toda la noche.

Su diaria conversación con la luna comenzaba cerca de la medianoche y terminaba antes del amanecer, en la madrugada, justo cuando el frío empeoraba más; quizás no soportaba el frío, o para mí el frío se hacía peor cuando dejaba de escuchar su voz.

De vez en cuando alguien lo mandaba a callar, a lo que él respondía subiendo aun más su tono de voz. Nunca lo había visto, pero lo imaginaba parecido a mí, pequeño e indefenso.

Intenté alguna vez ladrar con él a ver si me respondía, pero sus oídos fueron sordos a mis llamados; y por más que he tramado y cazado la oportunidad para burlar ese muro nunca llega.

Ojalá pudiera conocerlo, ver si todo lo que imagino de él es cierto, y conversar con él, verificar todas mis especulaciones. Quizás él esté escondido entre las hojas secas de un árbol de mango soportando el frío de la madrugada, el peor de todos, y está imaginando también cómo será el perro del patio del vecino.