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Escritura y tecnología (redux)

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Escritura y tecnología

Nota del editor

En septiembre de 2011 se realizó en el Museo Nacional de Antropología, en Ciudad de México, el Simposio Internacional del Libro Electrónico, evento que reunió a algunos de los más reconocidos especialistas en el tema. El texto del mexicano Alberto Chimal que ofrecemos a continuación es la ponencia con la que el autor de Los esclavos participó en la mesa “Ciberliteratura”.

Antes de hablar de literatura debo hacer un rodeo: hablar de los cambios en la escritura a secas a comienzos del temprano siglo XXI. Estoy en una posición privilegiada para discutir el tema, aunque sólo por casualidad: soy de las últimas generaciones que no tuvieron computadoras en su educación básica; crecí, como millones, con la idea de que la máquina de escribir era el límite de lo posible.

Descubrir las nuevas tecnologías y adaptarse a ellas, como tuvimos que hacerlo entre mediados de los años ochenta y el comienzo del siglo XXI, no fue fácil. No se ha escrito aún el texto de microhistoria que discuta y fije definitivamente esa experiencia colectiva, irrepetible, pero este es un buen momento para hablar de ella y notar, por lo menos, lo significativa que resulta: de hecho, en los últimos veinticinco años —el periodo del ascenso del libro y la edición electrónica— la escritura (incluyendo por supuesto la escritura literaria) ha sufrido modificaciones al menos tan grandes como la publicación y la lectura.

Aprender a escribir al comienzo de aquel periodo ya implicaba el uso de dos tecnologías diferentes, complementarias pero sólo de forma imperfecta y azarosa. Primero, la educación básica enseñaba la escritura a mano, que para los años setenta utilizaba la letra de molde en vez de las ligaduras tradicionales pero de todas formas implicaba un acercamiento despacioso y gradual a la composición de los signos y ponía un gran énfasis en la caligrafía; luego venía la máquina. Al menos en el sistema educativo mexicano, las clases de mecanografía solían darse junto con lecciones de taquigrafía en un curso de la escuela secundaria; el enfoque, por supuesto, era estrictamente práctico, orientado al trabajo de oficina y con el objetivo primordial de premiar la velocidad y la eficiencia. (A todos los alumnos nos mandaban llevar un cubreteclas, que era un rectángulo de tela opaca que se aseguraba sobre el teclado para obligarnos a escribir sin ver, y las sesiones de trabajo estaban pensadas para crear la costumbre de utilizar todos los dedos: eran largas repeticiones de series de letras que recorrían el teclado QWERTY de lado a lado, de arriba abajo, del centro a los extremos y viceversa.)

El paso de formar signos a mano a marcarlos directamente en el papel, por así decir, no implicaba un acercamiento mayor a la escritura como actividad habitual ni mucho menos como actividad comunicativa o expresiva. No sólo el énfasis en mecanografiar adecuadamente era más pesado y desalentador que las páginas de círculos y líneas que eran los primeros pasos de la caligrafía a mano: además, las máquinas de escribir no aparecían con tanta frecuencia en la vida cotidiana como aparecen hoy las computadoras personales, y en todo caso el trabajo mecanográfico estaba asociado estrictamente con un objetivo preciso —crear documentos legibles— que en general no se presentaba con frecuencia más allá de la escuela.

Únicamente quienes estábamos interesados en la escritura aparte de las obligaciones más inmediatas llegábamos a pensar en otros propósitos para la máquina —y para la pluma, aunque sospecho que nadie pensaba en la escritura “a mano” como aplicación de una tecnología. Este interés ya era antiguo, de hecho, e implicaba cierta mística de los aparatos de escritura que se conserva todavía en el lugar común de la pluma de ave y el tintero, obsoletas desde el siglo XIX, como emblema del escritor. En el siglo XX, a esa imagen se agregaron las fotografías y relatos, fetichistas y fascinantes, de los autores con sus máquinas de escribir.

De la prevalencia de esa mística —del tiempo relativamente largo que la mecanografía llevaba como parte de la cultura, y que la hacía una presencia tan reconocible como el lápiz o la pluma— provino la gran resistencia al cambio que se vio ante la llegada de las primeras computadoras personales y sus primeros usos literarios. A mediados de los ochenta Gabriel García Márquez causó polémicas al usar una computadora personal para acelerar la escritura de El amor en los tiempos del cólera; en la misma época, cada tanto aparecían en periódicos o suplementos entrevistas con autores del momento sobre “la computación y la electrónica”, y la mayoría se apresuraba a responder que esos aparatos no le interesaban, que le parecían una novedad inútil, y que prefería no separarse de su confiable Olympia portátil o de su carpeta de argollas.

Una preocupación de entonces eran las posibles modificaciones —o el deterioro— del estilo literario. Ahora podría parecernos que nadie tenía, en realidad, suficiente información para llegar a una conclusión significativa sobre ese tema, justamente porque los procesadores de texto y los programas de autoedición eran herramientas tan nuevas y porque los cambios más radicales vendrían después. Las primeras modificaciones notables fueron, de hecho, en otros aspectos de la práctica de la escritura, y en especial en el acercamiento a la composición. Las numerosas prestaciones de la edición digital de texto condujeron a una relajación de la disciplina escolar de la escritura y también al descubrimiento de una flexibilidad insospechada: cortar, copiar y pegar; recombinar fragmentos; la mera posibilidad de borrar un signo introducido erróneamente sin el riesgo de estropear una hoja impresa, todo trajo una idea opuesta al ideal de perfección y rapidez de la enseñanza tradicional. En su momento, la importancia de este cambio fue comprendida por pocas personas: más que incrementar la “eficiencia” de los usuarios, como anticipaba el discurso triunfalista del momento, la escritura digital iba a hacer justo lo contrario. Iba a permitir que el trabajo con el texto se volviera provisional, tentativo, vacilante: experimental.

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Un texto que se multiplica: que se acumula, con el tiempo, en versiones ligeramente distintas unas de otras que forman, por lo tanto, la historia de su propia creación. Ensayos y errores juntos en carpetas virtuales que pueden abrirse cuando se desee para recortar los textos, desintegrarlos, rearmarlos en nuevas configuraciones y volverlos a guardar. De vez en cuando, tras la aplicación de rigor o paciencia (o tras la llegada del hartazgo), un escrito que se juzga listo para ser leído por alguien, y entonces es duplicado una o varias veces, en diferentes lugares, para que no se pierda.

Escritos y prácticas como los anteriores, que se volvieron comunes sin que mediara mucha reflexión tras el asombro inicial, son de los primeros atisbos de la actual revolución de la escritura literaria, si así se le puede llamar: de los cambios que tienen lugar ahora mismo y cuyo fin todavía no podemos avizorar, pero que comenzaron todavía en el siglo XX.

(Hay que insistir en esto: discutir el uso de las herramientas digitales no es hablar del futuro, como se empeñan en decir muchas personas, sino del presente, y de hecho de una parte del presente con abundante y muy visible historia.)

Aunque siguen teniendo un sustrato material y por lo tanto sujeto a deterioro, los signos ya no están, ni se perciben, como fijos en piedra; su fluidez, la facilidad con la que pueden producirse y transformarse, hace que ninguna versión determinada de un mismo texto deba ser considerada definitiva y que, por lo menos mientras no sea impresos o fijados en otro medio, pueda existir en un estado de indeterminación: de posibilidades siempre abiertas. El movimiento, el cambio en la conciencia del escribir ocasionado por este cambio concreto, fue liberador. La mística de la mecanografía comenzó a desdibujarse, a medida que el cuerpo concreto de la máquina de escribir se volvía obsoleto, y tal vez termine por desaparecer del todo en nuestro presente de aparatos intercambiables y de almacenamiento cada vez más intangible; a la vez, la escritura a mano se volvió todavía más periférica: sus restricciones no desaparecen del todo pero se vuelven mucho menos apremiantes a medida que una porción cada vez mayor de la población mundial escribe más en aparatos electrónicos de lo que nunca escribirá sobre papel. Las nuevas generaciones no conocerán directamente la experiencia liberadora que he descrito, pero crecerán con nuestros recuerdos de ella y sabrán que viven y escriben de modo distinto.

Por supuesto, ese movimiento también engendró —como otros avances de la ingeniería de software en aquel tiempo— una confianza nueva y excesiva en las herramientas digitales. La broma o queja sobre quienes se creen diseñadores gráficos sólo por tener acceso a Photoshop u otro programa semejante se podría haber hecho también sobre más de un usuario de Word o Quark XPress de aquellos tiempos: una imagen olvidada de entonces es la de incontables escritos de autores primerizos, saliendo poco a poco de una impresora de matriz de puntos, con el texto en quince fuentes diferentes y todo en negritas itálicas subrayadas sombreadas: ilegible por partida doble, o triple.

Pero durante años: de hecho, hasta 1995 o 1996, la popularización de la escritura digital siguió firmemente encuadrada en un mundo editorial que desembocaba en la impresión y la difusión de lo impreso del mismo modo que a principios del siglo XX. Únicamente ciertos pasos del proceso tradicional de la creación del texto escrito se modificaban: los “canales” de difusión seguían siendo los mismos. El segundo gran cambio de la época llegó, desde luego, con los navegadores de internet y la explosión de desarrollo de aplicaciones y servicios para publicación en la red que los siguió.

Conocemos las etapas principales de ese desarrollo: los servicios de alojamiento de sitios personales, los sistemas de manejo de contenidos, las redes sociales. Para apreciar su importancia basta fijarse en los prejuicios que han existido en su contra. Antes mencioné las notas periodísticas en las que escritores del siglo XX se referían en términos despectivos al uso de las computadoras para escribir. En lo que va del siglo XXI ha habido varias actualizaciones de esas muestras de desprecio: hacia 2002 o 2003 se dedicaban a los blogs, que entonces se encontraban de moda; más recientemente se han dirigido a la escritura publicada en Facebook o los textos mínimos de Twitter. Cada cierto tiempo aparece una nueva remesa de entrevistas y reportajes sobre el tema en la que quienes opinan repiten, más o menos, lo mismo: lo que se publica en esos medios no es literatura, carece de rigor y de calidad, representa una degradación de la actividad literaria, etcétera.

La insistencia prueba que los medios criticados son populares, evidentemente, y también que siguen vigentes muchos viejos prejuicios contra lo popular y no sólo contra las nuevas tecnologías. También es interesante notar que, irónicamente, la popularidad de la escritura en línea se debió, entre otras causas, a una ilusión triunfalista de muchos aspirantes a escritor: la idea de que publicar en la red, gratuitamente, permitiría a cualquier persona crearse instantáneamente un público lector. (Ya sabemos que no sucede así, desde luego, y conocemos algunas dificultades muy particulares de la tarea de difundir textos literarios por Internet.)

Sin embargo, la idea recibida más importante que se revela en esas opiniones adversas es la de que la escritura en línea desea alcanzar los mismos objetivos que la escritura pensada para los medios tradicionales, seguir su mismo camino y desembocar en los mismos tipos de textos.

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Los cuestionamientos de las diferentes formas de escritura literaria tienen contrapesos, al menos, en periódicos y otros medios tradicionales: de tanto en tanto se busca a autores conocidos, o no tanto, que defiendan la validez de los medios electrónicos y de los textos literarios que se crean en ellos. Las opiniones, reflexiones y hallazgos de muchos de ellos son valiosos. Pero limitar la discusión a un enfrentamiento entre escritores establecidos, como se acostumbra, es injusto: ni las posibilidades de la escritura en Internet se agotan en la literatura o sus alrededores, por supuesto, ni quienes escriben en Internet se asumen necesariamente como literatos o habitantes del mundo “cultural” en el sentido convencional que tienen esos términos.

El carácter incierto de la escritura digital: su flexibilidad, su posibilidad de existir en constante mutación, se vuelve aun más complejo con la publicación en línea porque ésta, en todas las formas que ha adoptado hasta el momento, tiende a lo fugaz. Los textos sólo están brevemente en la página principal, al comienzo del resumen de noticias o la línea de tiempo, y luego son reemplazados por otros, más recientes. Los signos quedan aun más lejos de parecer fijos, inmutables: no sólo pueden modificarse antes de su publicación, e incluso después, sino que toda publicación tiene una fecha de caducidad y ésta suele ser próxima. La escritura digital no acabó con la idea de la perfección, pero sí la volvió menos apremiante: trivializó mucho del esfuerzo de la creación aunque también dio, al menos, la alternativa de concentrarlo de otro modo, menos en las rutinas estrictamente físicas de la escritura o en sus rasgos más superficiales. Por su parte, la escritura en línea no destruye la idea del texto acabado, definitivo, pero la vuelve problemática: nos enfrenta con la certidumbre de que la posteridad es una ilusión y absolutamente nada sobrevive para siempre.

Los escritores de este tiempo pueden continuar, si lo desean, los modos y los hábitos de sus antepasados, y muchos lo hacen. Pero también hay nuevas variedades de autores. Muchos se distancian deliberadamente de un medio literario del que desconfían o en el que se sienten incómodos o constreñidos; otros nunca se han acercado a él y tienen orígenes y aspiraciones diferentes, condicionadas más por su vida en línea que por los ejemplos del pasado. Se puede observar, por ejemplo, la enorme profusión de escritura literaria en Twitter. Aunque la mayor parte de los muchos millones de mensajes diarios que se publican en esa red son, en el mejor de los casos, comunicaciones de mínimo alcance, ruido de fondo de un entorno social más o menos limitado, la escritura con propósitos expresivos abunda: la restricción del tamaño de los textos publicables (140 caracteres) fuerza a la brevedad pero también a la concisión, y vuelve menos onerosa la redacción apresurada; la fugacidad de la publicación facilita la eliminación de los textos imperfectos y estimula la creación de nuevos textos. Rapidez en vez de lentitud y abundancia, incluso exceso, en vez de contención. Géneros breves de la literatura impresa como el aforismo o la minificción se dejan trasplantar sin dificultad a este medio distinto y otros nuevos —otros grupos de textos con características afines— aparecen. Variaciones sintácticas, acercamientos a la crónica, poemas, competencias de ingenio, palíndromos y otros juegos. Muchos de ellos no tienen influencias librescas y ni siquiera las buscan: una parte cada vez mayor de quienes se interesan en semejantes modos de escribir no sólo se comunican habitual o hasta exclusivamente desde un teclado de computadora o de teléfono, como ya he dicho, sino que se ha formado con lecturas de sitios web, revistas electrónicas y, si acaso, ebooks y archivos PDF. Por otra parte, este grupo no tiene en alta estima al libro impreso ni a la validación implícita en la tarea de saltar las vallas de la publicación convencional. Si algunos entre ellos se deciden a “publicar”, a dar forma a un trabajo completo y unitario, puede que decidan no esperar y lancen sus propias ediciones electrónicas; también puede que se contenten con las opciones disponibles de recolección de notas y enlaces que permiten a cualquiera realizar una curaduría de sus propios textos, o de los textos de otros, con muy pocos recursos.

En el fondo, Twitter, como cualquier otra de las formas de comunicación disponibles por Internet, no es más que un recipiente o un canal. Lo que se escribe en él queda condicionado parcialmente por las restricciones del medio pero, al menos en potencia, es capaz de superarlas o, mejor aun, de aprovecharlas: de cambiar su forma para ajustarse a lo que el medio le pide y a la vez de descubrir, en esa forma, posibilidades nuevas. Aquí están las modificaciones en el estilo literario que anunciaban, sin saber realmente a qué se referían, quienes temían por García Márquez en los años ochenta.

Sin embargo, el proceso que acabo de describir es el mismo que ha tenido lugar desde los comienzos del lenguaje: su transmisión oral, con la que comenzaron todas las culturas humanas, exigía una atención permanente de los escuchas y el uso constante de la memoria por parte de los hablantes, pero permitió el florecimiento de la narración breve y de la poesía en sus formas clásicas; la escritura manual dio pie a la existencia de textos de más largo aliento y consolidó la lectura lineal como el modo fundamental de descifrar y experimentar el texto; la imprenta de tipos móviles y sus numerosos descendientes ocasionaron la difusión explosiva de lo escrito, y el ascenso de la novela como la conocemos actualmente, a la vez que fijaron numerosos aspectos de la producción material y el consumo de libros.

La ciberliteratura, que así podemos llamarla, no es más, ni menos, que la continuación de esas transformaciones en otros medios.

Por otra parte, las transformaciones precisas que propone, y en especial las de la escritura, pueden ser incluso más radicales que las que trajo la invención de la imprenta. El desprestigio de la idea de la permanencia —de la obra memorable, del canon literario— plantea muchas alternativas aparte de las que ya he mencionado, y la más inquietante podría ser la de los escritores que se negaran a rescatar sus textos y los dejaran perderse, lo que en el mundo en línea de hoy es más simple y más definitivo que en muchos otros momentos de la historia. Puede ser que a muchos creadores, de los que en otras épocas hubieran sido miembros de grupos y generaciones literarios, les interese solamente la experiencia momentánea de la creación alrededor de otros, de otras presencias manifestadas en otros textos, en el entorno virtual de su preferencia: que ignoren por completo el futuro y no les moleste permanecer en el leer/escribir colectivo.

Esta opción no considera la publicación de libros ni de ningún otro documento que pueda ser testimonio o recuerdo a largo plazo del acto creativo. Imposible saber si una práctica así podría volverse mayoritaria, pero ya hay quienes crecen en ese tipo de escritura: trabajo para el instante, resignado (o entusiasmado) con su total agotamiento.

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Todavía hoy, a pesar del contacto y el uso constante, muchas personas siguen creyendo que la escritura, y en especial la escritura literaria, son del todo ajenas a la tecnología. La idea es absurda: si no proviene de la costumbre y el hábito de las formas tradicionales de la escritura, puede venir quizá de la visión popular que reduce la percepción de la tecnología a la tecnología avanzada. No nos haría mal recordar que la escritura misma es una forma de tecnología, que se ha servido de otras para seguir cumpliendo con su propósito de siempre: servir de extensión y amplificación a la memoria humana por medio del lenguaje. Lo olvidamos, en países como éste, a causa del atraso del sistema educativo y la separación creciente entre las ciencias y las humanidades; este olvido, me parece, contribuye a que olvidemos también el valor de la literatura —de ese uso específico del lenguaje y la escritura, que usa la tecnología para sus propios fines— porque la aleja de nosotros: le quita una forma de ser menos inasible y de verse como parte de la existencia cotidiana.

En México este problema es un poco más urgente porque la distancia a la que me refiero es aun más grande y penosa que en otros lugares. La literatura, para la mayoría, también es innecesaria. La marginación de la cultura literaria es un círculo vicioso: como se da desde la escuela, que privilegia la lectura utilitaria y estrictamente para fines prácticos inmediatos, ocasiona que se contraiga cada vez más el mercado editorial. La contracción asegura que la mayor parte de los escritores no pueda mantenerse jamás con su trabajo, como ha venido sucediendo desde hace décadas. Esta dificultad ocasiona que, en lugar de buscar lectores que de todas formas no están allí, o están muy lejos: en otros países y otros medios literarios, muchos escritores intenten acomodarse en el sistema realmente existente de otros modos: como diletantes, como pluriempleados, como becarios profesionales, como funcionarios. Las obras que se producen no necesitan ser leídas salvo por otros colegas, y no lo son. La cultura literaria se margina un poco más, y así sucesivamente.

El único rasgo positivo que veo en una situación así es que ambientes como éste resultan excelentes laboratorios de la escritura literaria todavía por venir.

No es sólo que, como se discute desde hace tiempo, parezca que la figura del artista profesional como lo entendemos hoy está en extinción precisamente a causa de la distribución digital. Lugares sin influencia de un mercado local que prácticamente no existe, o de un mercado global que no necesita el trabajo local, son terreno fértil para lo que podríamos llamar una escritura pobre. Pobre económicamente, por supuesto, recordando la definición del “teatro pobre”: reducido deliberadamente a sus elementos mínimos de creación, del polaco Jerzy Grotowski. La escritura pobre es más factible en situaciones como la presente, en la que abundan herramientas gratuitas y las reglamentaciones de los nuevos medios no han terminado de subordinarlos a los poderes fácticos que desean controlarlos. Es una escritura que parte de la imposibilidad de su subsistencia no para amoldarse sino para volverse más extraña: para experimentar siempre más radicalmente, arriesgarse de maneras absurdas, equivocarse espectacularmente. O, de vez en cuando, para entregar logros que hubieran sido imposibles de realizarse en cualquier otro ambiente.

En México ya sucedía algo semejante desde el siglo pasado, que tuvo un canon poderoso pero también una literatura riquísima en sus márgenes, para los que se cerraban todos los canales de distribución y reconocimiento “normal”. Pero ahora esos márgenes, sospecho, están en Internet, y quienes los habitan, aunque siguen siendo menospreciados e ignorados en los recuentos de la alta cultura, están por una vez más adelantados que ésta, desarrollándose en un medio que aún no terminamos de aceptar pero en el que está no solamente el presente que ya vemos, sino el verdadero futuro de la escritura y, de hecho, de casi todas las formas de nuestra relación con el lenguaje: el que no haremos ni veremos nosotros.

Sería comprensible que esa perspectiva nos inquietara. Tal vez el autor profesional desaparezca efectivamente en el mundo entero y su papel se reparta entre todos nosotros; tal vez la jerarquía del libro y la publicación no sólo se modifique sino desaparezca por completo; tal vez los géneros literarios tradicionales se transformen hasta volverse irreconocibles, lo que sería, por lo demás, perfectamente normal: lo mismo sucedió en el tiempo de Gutenberg, por ejemplo.

Quién sabe qué sucederá, pues, con esa nueva escritura y con quienes la practicamos. En esto me incluyo a mí pero también a buena parte de ustedes. En el peor de los casos, estoy seguro de que quien lo desee, y muchos que no se lo proponen, seguirán interpretando el papel mítico del escritor: el que es anterior incluso a la escritura, porque es el del cantor o el contador de historias: el miembro de una comunidad que, para beneficio de ella, impulsaba el uso del lenguaje y lo dedicaba a crear o a preservar grandes historias, a expresar los hechos más tremendos y más conmovedores, a servir como depósito de una memoria fiel, capaz de vivir más que cualquier individuo y de preservar la identidad y la experiencia de su tribu, de su nación o de su pueblo. Eso ocurre ya, a su modo, todos los días en Internet. La forma de la experiencia actual es muy distinta, y desde afuera no termina de poderse ver, e inquieta porque sus escasos rasgos visibles son tan extraños. Pero nosotros somos quienes la estamos viviendo.